El 2 de mayo de 1942, Mao Tse-Tung pronunció la alocución de apertura de las Conversaciones sobre Literatura y Arte que se celebraban en Yenán, ciudad clave en la ideologización comunista de la resistencia china contra la invasión japonesa. Veintiún días después, ofreció también el discurso de clausura. Más allá de que dichas conversaciones sirvieran como purga en el partido contra los intelectuales disidentes (fue famoso el juicio contra Wang Shiwei), no resulta inútil hoy la lectura de los textos de Mao.

Puede parecer extemporáneo acudir ahora a las reflexiones literarias del fundador de la China moderna (Xi Jinping es el fundador de la China posmoderna), cuyos errores políticos y, desde luego, de política cultural, fueron estrepitosos y costaron millones de vidas, sin embargo, con el tiempo, resultan más realistas y útiles que las disquisiciones formalistas que culminaron en un conocido libro de Mircea Marguescu, “El concepto de literariedad” (1974) o, en español, en la conferencia de Fernando Lázaro Carrreter “¿Qué es la literatura?” (1976). Si el primero acaba por reconocer que resulta imposible encontrar el carácter literario en los componentes lingüísticos, el segundo solo puede caracterizar la literatura como “un conjunto de mensajes de carácter no inmediatamente práctico”.
De ahí que recuerde, como propuesta significativa, la que hiciera el dirigente chino. Planteaba dos criterios, uno político y otro artístico. Negaba, tanto para el uno como para el otro, la existencia “de un criterio político abstracto e inmutable”, porque cada clase en una sociedad de clases posee su propio criterio, tanto político como artístico. Opina en cambio, y a mi entender es discutible, que “cualquier clase, en cualquier sociedad de clases, considera en primer lugar el criterio político y, en segundo, el criterio artístico”. Los escritores que no acompañan el ritmo revolucionario piensan que podrían seguir escribiendo para su público anterior, pero es imposible, porque el público también evoluciona. Esto es cierto, mas me lo decía mejor mi padre cuando yo era pequeño, y eso que no era ni chino ni dirigente: no hay que escribir como Lope de Vega, sino como Lope de Vega escribiría hoy. Naturalmente, según Mao, esto se resolvería en la sociedad comunista sin clases, pero es una promesa absolutamente indemostrable.

Toda obra literaria está condicionada temporalmente en su escritura, pero también en su lectura y eso lo apuntaba Maso Tse-Tung, frente a la crítica marxista canónica que contempla la literatura, en su práctica o en su función, a la manera la teoría de la jeringuilla de los especialistas en comunicación: el paciente-lector es inyectado por el autor. Pero si el escritor es una construcción cultural más o menos condicionada por la circunstancia, también el lector lo es y, algo que complica más todo, entre la obra literaria y el receptor hay una distancia temporal que puede ser enorme. Cervantes, en 1605, nunca pudo pensar en que leería el “Quijote”, en edición de bolsillo, una adolescente vestida con un pantalón vaquero y camisa de cuadros en un trayecto que recorre un ferrocarril subterráneo. Todo le extrañaría: el ejemplar de pequeño tamaño, la mujer joven viajando sola leyendo en público, su modo de vestir, el metro… Y la joven, en compensación, no puede entender la broma que se esconde tras la expresión “en un lugar de la Mancha”, el formulismo jurídico de “no quiero acordarme” o el diálogo grotesco y ejemplar de la novela cervantina con las denominadas “de caballería”.

Mao defendió en Yenán, una literatura “que fecunde la última palabra del pensamiento revolucionario de la humanidad”. La condenaba así a la inutilidad o a la inexistencia. Si el arte en sí va un paso por delante de la marcha de la sociedad, la mayoría no puede entenderlo y seguirlo. Trotski lo comprendió y justificaba así el suicido de Maiakovski: era “la víctima de una época crítica que, aunque prepara una cultura nueva, lo hace más lentamente de lo que preciso para asegurar la evolución armónica de un poeta” y de su generación. Gran parte de la magia de la literatura radica en ese divorcio aparentemente irresoluble. Mao, en Yenán, decidió silenciar el arte y sustituirlo por escritos funcionariales. En mi barrio hubieran dicho que se metía en camisa de once varas.