Salgo de la representación de una obra de teatro clásico. Y lo hago con cierta desazón. Pese a la belleza del texto, me resulta difícil reconocer el tono de Lope de Vega. ¿Dónde quedan los límites de la adaptación? ¿Desde cuándo los directores de escena se creen más importantes que el dramaturgo, sobre todo cuando el público normalmente no va a la sala y paga su entrada por el nombre del director, sino del autor del texto?

Llama la atención que las historias del cine suelan empezar por hacer un repaso de la evolución del aparato de toma de vistas desde la invención de la máquina fotográfica. Algunas incluyen también párrafos sobre el desarrollo del soporte de celuloide hasta la película de emulsión rápida de los hermanos Lumière o la llegada de los soportes magnéticos u ópticos. Otras historias incluso descienden por la galería del tiempo, pasan por los bajorrelieves de la columna Trajana y llegan hasta las cuevas de Lascaux y Altamira, momento en el que se refieren a la pintura rupestre de animales que muestran cinco patas, interesados los autores por la reproducción del movimiento. Creo sin duda en la importancia para el lenguaje fílmico de los aparatos de registro, los soportes y las máquinas de proyección o de reproducción. Pero me llama la atención la importancia que las historias del cine y la televisión dan a los aparatos que permiten construir un argumento. Lo importante no es de qué modo se ha situado el cine en la historia de la técnica o en la de la tecnología, sino cómo se inscribió en la historia del espectáculo, del mismo modo que una novela nos importa históricamente, no porque se haya escrito a lápiz o en un ordenador sino por su integración en la serie literaria.

Viene todo esto a cuento porque las historias del teatro suelen dejar de lado la historia de la técnica y se refieren al fondo de su lenguaje, desde la importancia del círculo mágico o la fuerza de la ficción escénica. Con ese olvido, hemos pasado de un concepto exclusivo de teatro como texto literario a otro de teatro como espectáculo. No soy contrario al juego escénico, ni a la introducción de maquinaria en el escenario, tampoco a la ruptura de la sala  clásica italiana. Pero aborrezco a esos directores que dan gato (su presunción personal) por liebre (la obra dramática ajena). Si no se subrayan suficientemente las características del texto dramático, se le otorgan a todos los espectáculos función similar e idéntico valor intelectual.

El director es a veces un real creador de teatro pero, en el caso que me ocupa, no es sino un actor cansado de que le digan cómo actuar y deseoso de ser el mandamás, utiliza el dinero público para traer a un teatro oficial, bajo el señuelo de un gran dramaturgo, sus caprichos de frustrado.

En la representación de la que salgo esta noche y me siento a escribir, el director rompió el ambiente físico y sonoro, descuidó el verso (Lope hubiera podido escribir en prosa y no lo hizo) incorporó canciones y bailes que nada tienen que ver con la obra original. Ni siquiera se preocupó de buscar esas canciones tradicionales que Lope de Vega empleaba y hacía rebotar en los parlamentos de la comedia. El resultado es aquello que se decía en mi barrio cuando yo era niño: le va como a un Cristo dos pistolas.

Esa consideración no jerarquizante de las obras y las opiniones es, evidentemente, de origen postmoderno: parece que todo vale lo mismo El director es a veces un real creador de teatro pero, en el caso que me ocupa, no es sino un actor cansado de que le digan cómo actuar y deseoso de ser el mandamás, utiliza el dinero público para traer a un teatro oficial, bajo el señuelo de un gran dramaturgo, sus caprichos de frustrado. Es posible que haya un público que se divierta, pero es una trampa reaccionaria que busca minimizar el juego dialéctico de Lope de Vega y sumir al espectador en la ignorancia o en la confusión. Eso sí, el director presumirá de ser muy moderno aunque todo haya consistido en aprovecharse de que Lope de Vega no se puede defender.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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