No soy quien para decidir lo que deba catalogarse como ficción o como realidad. Me limito a leer y a expresar impresiones de los textos que leo, desde la perspectiva de un esforzado lector y exégeta de textos seglares. Sólo desde esa posición he aceptado el reto autoimpuesto de comentar el libro Memorias de un hombre solo (2011) del escritor santiaguero Luis R. Santos.

Debo admitir que me introduje en la lectura de este extenso relato con la duda latente de si se trata de una novela o de un testimonio psiquiátrico del narrador principal; narrador que navega entre las aguas de los dioses, en tanto se constituye en un actante omnisciente que todo lo ve, todo lo siente, todo lo entiende y casi todo lo predice. Patético resulta el que con todas esas dotes sobrenaturales nunca ganara un juego de azar.

No obstante, desde que recordé que Sigmund Freud le atribuyó la categoría de “literario” al historial clínico de un paciente psiquiátrico, soslayé ese dilema inicial. Esto me permitió continuar leyendo con menores intermitencias.

Esa confusión inicial no obedecía a la caracterización del narrador principal, llamado Humberto, sino a la cuasi ausencia de un lenguaje alegórico en casi toda la narrativa. Esta prosa, inicialmente frívola y poco metaforizada, felizmente sufre una metamorfosis.

A partir de la página ochenta y cuatro, el narrador reproduce varios cuadros más interesantes que, a mi juicio, son los que admiten mayor encantamiento literario al relato.

Supuestamente, la novela no le pertenece al personaje principal, Humberto; puesto que él mismo cuenta que se trató de un manuscrito que le compró a una señora que no tenía posibilidad ni interés de publicarlo. Con ese cuento, el narrador/autor se exime de que cualquier lector morboso pretenda identificarlo con ese paciente psiquiátrico que arruina toda su vida, dándolo todo, debido a la adicción al juego.

Es difícil que un lector psiquiátricamente sano pueda empatizar con un personaje tan irracional. Era un joven ingeniero, hijo de una familia que, alegadamente, se benefició del tráfico de influencia que impedía la participación de sus colegas en las licitaciones públicas, en igualdad de condiciones. En poco tiempo consiguió mucho dinero y así mismo lo fue perdiendo todo en el casino. Mientras más contratos le eran otorgados, mayor cantidad de dinero perdía en el casino. Hasta su millonaria herencia la perdió en muy poco tiempo.

Resulta increíble cómo el sexo no representaba para él ningún placer. Ni siquiera con la madre de sus hijas, de quien se percibe que sus coitos eran sólo para complacer su objetivo de parir. Esa actitud pudiera hacer pensar que ese sujeto ficticio era tal vez homosexual o asexuado. No obstante, el narrador se esfuerza por explicar que no le gustaban los hombres, explicación tal vez razonable para un psiquiatra, pero no para un lector que busca en la metáfora del morbo algún placer ficcional.

Después de divorciarse y de mudarse a una pequeña pensión, las hijas empiezan a sufrir las consecuencias de vivir con un padrastro adinerado e incestuoso, que ahora estaba dispuesto a desvirgar a la hija de quince años. Pero Humberto estaba destinado a negociar hasta su propio cuerpo, pues le debía más de un millón de pesos a ese mismo señor, marido de su exmujer; aparentemente un capo italiano, perseguido por la mafia internacional.

Por ello, no tuvo opciones de permitir que ese señor de más de sesenta años se casara también con su hija; lo que representó trágicamente el final de la vida de ambos.

Hay una escena cuasi incestuosa entre Humberto y su propia hijita, mientras compartían la pensión. Ese cuadro simbólico tal vez resulte incómodo para padres con alto sentido del honor y del respeto a sus hijas e hijos. Insólito el hecho de que no le atrajera el cuerpo de su exesposa, ni el de su cuasi amante, pero sí se sintió atraído por el cuerpo prohibido de su hijita. ¿Será el abuso infantil una condición afín a la ludopatía? Esa pregunta la podrá responder un psiquiatra o tal vez un psicólogo de experiencia, fuera de la ficción. Lectores mentalmente sanos tal vez puedan afirmar que ese personaje desafinó el ritmo y la entonación de su propio relato, pues se trata de un cuadro metafórico revestido de un velo que se trasluce en una realidad real desagradable.

Aparentemente, una adicción tan fuerte va sumando otros trastornos que paso a paso van destruyendo la vida del paciente. Quizás por eso Humberto sumó a la ludopatía, la mitomanía, el proxenetismo, la drogadicción, la hechicería y la prostitución homosexual. En reiteradas ocasiones, Humberto tomaba dinero prestado para, supuestamente, reabrir su oficina de ingeniería, pero realmente era para satisfacer su obstinación por el juego. Luego se le sumó el consumo de droga, con la ayuda de su nueva amante. Ya mencionamos que llegó a practicar proxenetismo con su propia hija y, finalmente, terminó dedicándose a la prostitución homosexual.

Irónicamente, la escena homosexual aparenta ser la de mayor valor simbólico, puesto que el narrador preparó un escenario en el que se fusionan los juegos de luces, la música de fondo, la combinación entre el movimiento de los actantes y el tiempo, así como la secuencia dialógica en la que tanto Humberto como su cliente negocian el costo del coito. Incluso el proceso de consumación, lejos de percibirse repugnante, contiene una simbología irónica, respeto al concepto de hombre con el que antes se autodefinía Humberto.

Estando en el casino, una señora se le asomó para decirle que a él le habían hecho un trabajo de hechizo, razón por la que todo lo perdía. Nunca ganaba una apuesta. Ella le aseguró que en San Juan de la Maguana conocía a una señora vidente que se encargaría de romper el embrujo.

A este punto, percibo un vacío narrativo en la novela, salvo error de mi parte. Sucede que el personaje Humberto describe al pueblo de San Juan como un lugar sórdido y anarquizado demográficamente. Tal parece que su “tangalamandapia”, Mailde, lo llevó a otro sitio porque, sobre todo, el San Juan de la Maguana que este lector conoce es un pueblo limpio y ordenado.

Amén de esa notable desubicación geográfica, ningún otro lector le podrá recomendar a Humberto una bruja más sofisticada porque en su narrar no aparece ningún indicio que remita al tiempo en que se desarrollan las acciones. Dicho de otro modo, no se perciben los cronotopos que deberían establecer las conexiones temporales y espaciales en el discurso de ese “ludopático” personaje.

En definitiva, las “profesionales de las artes trascendentes”, al menos las sanjuaneras, no son tan incultas y pobretonas como la representada por este personaje ficticio. Sin embargo, dicha representación tal vez explique el nivel de degradación mental en que se encontraba Humberto como producto de su adicción a los juegos de azar. Humberto dice que para poder acceder al lugar en que residía la bruja, debieron dejar el carro al cuidado de un lugareño. El resto del camino lo transitaron encima de unos caballos famélicos. Les costó llegar casi cuatro horas al lugar. Salvo que se trate de uno de los mayores actos de brujería representado: ¿Cómo se justifica que, al momento de retornar, se montaran en el carro de inmediato y salieran directamente hacia la capital? ¿En qué se trasladaron desde ese monte remoto, sin calle, hasta el lugar en que habían dejado el carro? ¿Qué tiempo les costó llegar hasta el carro? ¿Qué sucedió con los caballos? ¿Cuánto le pagaron al lugareño que cuidó el carro? Y un largo etcétera.

La representación metafórica del rito es muy interesante, pero más interesante es el hecho de que a ese joven ingeniero le tocara dormir con la joven bruja, quien lo introdujo en un sueño erótico que lo hizo perder todo el estrés del extenso viaje. Resulta igual de llamativo el cuadro consistente en darle de beber orina mezclada con sangre.

Como ese truco no funcionó, la señora le entregó la bola de Santa Elena. Ese dato indica también que no estuvo nunca en San Juan, pues la hechicera le hubiera entregado, en su lugar, el collar de Santa Lucía, o el de San Juan de Herrera o el crucifico de San Juan Bautista. Asimismo, Humberto describe a Hondo Valle como si dicho municipio perteneciera a la provincia San Juan y no a Comendador. Igualmente, Humberto se cree el cuento de que San Juan está ubicado al sur de RD, cuando en realidad corresponde al oeste, más al norte que al sur.

Para poder disfrutar esta interesante narrativa hay que leerla sin parar, sin hacerle caso al sinsentido de ese sujeto masoquista, que botó todo lo suyo en un casino, negocio que a todas luces estaba diseñado para arruinar económica y socialmente a personas con debilidades mentales como las que simboliza el personaje de Humberto.

La macrometáfora que sirve de velo a toda esta historia tal vez indique la forma en que una debilidad mental puede convertir a una persona exitosa en una escoria social. Tal vez esta novela sea útil a quienes tengan debilidades con los juegos de azar, como tratamiento terapéutico, más que como obra de recreación estética; como lo sugiere explícitamente el psiquiatra, César Mella, en el “piedeamigo” que el editor decidió añadir en la contraportada.

En cuanto al juego ficcional, hay que felicitar al autor, quien se la jugó magistralmente para darle un final a la novela lo más verosímil posible. ¿Cómo terminaría la novela, si el narrador que nos cuenta la historia se encuentra grabe en un hospital y en efecto morirá? Nada pudo ser más ingenioso que ese final, que a mi juicio, convierte la narración en una interesante obra de arte verbal, mutatis mutandis.

Invito a la lectura de esta retadora obra, obviando lo que hasta este punto he escrito, ya que se trata sólo de mi interacción con ella. Quienes lean esta narrativa podrán redactar comentarios distintos al mío, incluso ensayos que objeten mis modestas opiniones. Esa libre interpretación, a mi entender, es lo que hace de “Memorias de un hombre solo”, un texto de ficción recomendable. ¡Enhorabuena!

Santos, Luis R. (2011) Memorias de un hombre solo. República Dominicana: Editorial
Letragráfica. 189 pp.