Muchos Estados andan dándole vueltas y más vueltas a leyes dirigidas a la protección de los animalitos. Lo digo así, en diminutivo, porque nadie se preocupa en verdad de los lagartos, los caimanes o las serpientes pitón. Sí en cambio de los leones, tigres o elefantes, que en mi país se han retirado de los circos, porque los rojos son allí más rojos que los mismos rojos; ¡Qué hermosos números de circo con animales pude yo ver en Moscú! Se trata ahora de los animalitos que, con cursilería, algunos denominan “mascotas”. La Real Academia Española, que se pasa todo el día con deseo de “aggiornamento”, ya acepta que con esa palabra se designe a un animal doméstico, es decir, a un animalito. La verdad es que “mascota” quiso siempre designar a la persona o cosa que trae buena suerte. Por ejemplo, yo quisiera que mi columna, cuando ustedes la lean, les traiga fortuna, se convierta en su talismán, en su mascota. Aunque, en mi caso, la palabra mascota que aprendí en ambientes de la baja Andalucía, correspondía al sombrero, más flexible que la montera de los toreros. Me he levantado de la mesa en la que escribo y he sacado del armario mis mascotas: ninguna de ellas tiene patas, de modo que no son animalitos.
Bien, el caso es que los gobiernos quieren legislar cómo deben adquirirse, criarse y cuidarse los animalitos. Me parece muy bien, porque hay gente capaz de hacer sufrir al perro, incluso siente placer con ello. Claro que, entre que se ciegue con sus hijos o que lo haga con los animalitos no sé yo, aunque lo mejor sería que ni con los unos ni con los otros. Ahora, que se gaste un dineral y se implique a varios ministros porque se le ha perdido el gato una señora, como ha sucedido en Bolivia (donde la mortandad infantil está en el 34/1000, a causa de insalubridades) me parece excesivo.
Víctor Eduardo Caro fue un escritor colombiano fundador de un periódico infantil que hizo las delicias de los niños, “Chanchito”. Sus poemas no son de gran calidad (¿por qué la poesía para niños suele ser mediocre, salvo la de aquella lagarta y aquel lagarto con delantalitos blancos, de García Lorca?), pero uno de ellos se hizo famoso, “El pollo Chiras”. El pobre, pero listo, pollo le dice a la cocinera: “Dése breve mi señora, / ponga el agua a calentar. / Un carbón eche a la estufa / y no cese de soplar / que nos va cogiendo el día, / y el señor viene a almorzar. / Pero escúcheme una cosa / que le quiero suplicar / el pescuezo no me tuerza / como lo hace Trinidad”.
Parece que contra la tal Trinidad deben de ir las leyes que se discuten. Pero, como los legisladores no suelen tener gran cultura literaria, ninguno que yo sepa se ha acordado del pollo Chiras, aunque éste, tras quejarse de la cruel tuercepescuezos, advertía a la señora: “Hay mil medios más humanos / de dormir a un animal / y de hacer que dure el sueño / por toda la eternidad. / Cumpla pues, buena señora, / mi postrera voluntad / y despácheme prontito / sin dolor y sin crueldad”. Como ven, estimados lectores, los diputados de la legislativa no han inventado nada. Ahora bien, igual que la cocinera del poema, se ponen a estudiar el asunto, a leer librotes “en inglés y en alemán”, y a hacer ensayos con distintos instrumentos ordenancistas aunque se les pase el tiempo.
Mientras discuten si este sí o este no, si los toros de lidia o los perros de caza, si los invertebrados cuentan, si los peces de colores…., los animalitos campan por sus respetos, crecen y se multiplican (en España ya hay más animales domésticos que personas, y algunos son mejores, por cierto). Ya lo sabía el pollito del poema, pues este termina: “Mientras tanto el pollo Chiras / canta alegre en el corral: / dése breve mi señora, / ponga el agua a calentar”. Pero la cocinera legislaba sin prisas.
Pensándolo bien, ¿por qué las leyes sobre los animalitos van a ir más deprisa y con mejor sentido común que las demás?