Ahora que la mundialización o la globalización (como quieran denominarlo) está tan de moda, se vuelve a hablar de literatura mundial. No es nuevo, ya se refirió ello Goethe el 31 de enero de 1827 en sus famosas conversaciones con Johann Peter Eckermann. Se refería, en alemán, claro es, a la Weltliteratur (“Welt” quiere decir universal, mundial y “literatur” ya puede suponerse). Como las conversaciones son famosas, nadie lee ahora completas sus 500 páginas. Repaso libros de críticos actuales muy reputados y los errores demuestran que citan por interposición.
Empieza Goethe por decir que incluso los chinos “obran y sienten casi como nosotros”, por lo que la literatura parece ser patrimonio común de la humanidad (apreciemos lo que “incluso los chinos”). Antes, el 18 de enero de 1825, se había preguntado si, dado que el mundo siempre es igual y las situaciones se repiten, ¿por qué las situaciones poéticas no deberían repetirse?”. Precisamente por eso, concluye, “estamos en situación de comprender la poesía de los demás pueblos”. De ahí que estime —volvamos a enero de 1827— que “hoy la expresión ‘literatura nacional’ no significa gran cosa; llega la época de la literatura universal y todos debemos contribuir a apresurar su advenimiento”.
En una carta del mismo año dirigida al inglés Carlyle, Goethe se refería a un universo literario regido por las leyes económicas, donde cada país podría ofrecer sus mercancías. Claro que para él, tanto estética como económicamente, la Weltiteratur sería conducida por el faro alemán. Este concepto mercantil de la literatura sería recogido en el Manifiesto del Partido Comunista: el intercambio mundial de productos crearía una interdependencia de los países; “la estrechez y el exclusivismo nacionales resultan de día en día imposibles; de las numerosas literaturas nacionales y locales se forma una literatura universal”.
El historiador británico y profesor de Harvard Niall Ferguson (no sé si deben matricularse en su clase) asegura, como prueba de la globalización, que ya todo el mundo compra, estudia, se cura, lleva gorras de béisbol, come hamburguesas, lee la Biblia o usa mecheros Bunsen. Cree, pues, que todos nos arruinamos con la sanidad norteamericana, llevamos gorras de Béisbol (¿cuántas habrá visto en París, Londres, Viena, Pekín o Rabat, por ejemplo), engordamos con hamburguesas y fumamos. No hablemos de las religiones
Los profetas no acertaron mucho. La consideración económica de la literatura, que es la que priva en el pensamiento norteamericano como antes quiso Goethe para Alemania, obligaría mejor a hablar, más que de mundialización, de cosmopolitismo, en el peor de sus sentidos. Algo así como visitar un palacio madrileño para fijarse en los escalones que el guía elogia por ser “de mármol de una sola pieza”, virtud estética que deben de apreciar los turistas. También en el monasterio portugués de Mafra recuerdo a los guías explicando detalladamente el peso de la única piedra que sirve de suelo en un balcón y cómo se consiguió subirla hasta el piso. Peso y largura hasta la sepultura… de cualquier importancia estética.
Claro que entre lo cosmopolita o lo terrureño a ultranza, no sé qué preferir. Mejor los pies en la tierra y la cabeza al aire, que decía Juan Ramón Jiménez, quien se autoproclamaba andaluz universal.