Una vez que desciframos el código de una lengua, la magia se desata. Y aunque la comunicación sea un proceso complejo en el que intervienen múltiples elementos y factores, desde que adquirimos una lengua la usamos de forma inconsciente y de manera constante para interactuar con los otros y con nuestro entorno. Al igual que las comunidades, siempre enmarcadas en un contexto inexorablemente social, la lengua es un espacio donde circulan diferencias que la dotan de diversidad y flexibilidad. El lenguaje articulado es una extensión del organismo que lo articula. Esencialmente, es a través de los mecanismos expresivos específicos que cada individuo elige dentro de las posibilidades que le brinda su época y entorno, que pueden manifestarse los matices distintivos de su persona.

Por supuesto que nuestra identidad no se limita únicamente a lo que somos, sino que también abarca todo aquello que no somos. Es decir, así como un espejo no sólo refleja nuestra imagen sino también el contorno de lo que la rodea, nuestro ser se delimita en contraste con aquello que nos es ajeno. De la misma manera, la realidad concreta su definición, muchas veces, en la negación, en la ausencia. Así, el fenómeno del frío encuentra significado en el enunciado que niega a su opuesto, esto es: “que no produce calor”. Nuestra identidad y nuestra lengua funcionan de forma similar, pues no sólo se construyen a partir de lo manifiesto sino también de lo tácito, del espacio de sombra que rodea la luz.

La lengua no es un simple puente entre los seres humanos y la verdad, ni un conjunto vacío de elementos, a pesar de lo que afirman los que ignoran su verdadera naturaleza. La lengua es mucho más que eso: es la suma de todas las interacciones imaginables entre los seres humanos y su realidad. No es simplemente una herramienta para expresar la cultura; la lengua misma es cultura. Tampoco es una mera herramienta política; la lengua es política. Reducir sus alcances a un grupo de signos con “cierta” referencia al mundo es un error que implicaría asumir equivocadamente que los sistemas sociales son fenómenos unidireccionales, planos e inmóviles.

Lejos de ser una fotografía estática, la lengua fluye y evoluciona como una película en constante movimiento. No se limita a reflejar pasivamente el mundo, sino que interpreta y reconstruye la realidad de forma activa y creativa, configurando nuestra particular visión de este. La lengua es un torrente de significados mutables en el tiempo, donde cada palabra puede o no asumir simultáneamente múltiples formas y sentidos. En lugar de concebir la relación entre lengua y realidad como la de dos fuerzas opuestas de mutua exclusión, podríamos imaginarla como…

Y, ¿qué es el mundo si no eso que percibimos con nuestros sentidos y a través de la experiencia?

Para profundizar en la analogía propuesta y comprender la interrelación entre lengua y realidad, es clave tener presente su interdependencia: el mundo material moldea el universo lingüístico y viceversa. Por un lado, ciertas realidades adquieren significado según la carga simbólica que les atribuye la lengua, como cuando una misma acción se vuelve delito o no por efecto de significados adjudicados. Y, por otro lado, se abre paso el significado constituido por realidades concretas. Tal es el caso de la palabra "horita" (ahorita) dentro del español coloquial dominicano, que indica un lapso de tiempo que puede ir desde minutos a horas en el pasado o el futuro. Cuando alguien dice “Yo lo hago horita” o “Vi a Manuela horita en la cocina”, el significado se adapta a la realidad concreta del tiempo. Así, en una danza de mutua influencia, la lengua y el mundo se fusionan.

En la compleja interacción entre dimensiones lingüísticas y no lingüísticas de la realidad, el lenguaje es para la humanidad el portal predilecto de aproximación y comprensión hacia lo extralingüístico. Nuestro mediador entre la percepción de las cosas y su significado tiene tanto poder, tanta magia, que hasta puede configurar nuestra visión del mundo. Y, ¿qué es el mundo si no eso que percibimos con nuestros sentidos y a través de la experiencia? Y, ¿qué es la experiencia sin significado? Sin el ingrediente fundamental del significado, la experiencia sería un condimento insípido. Darle sentido a la realidad, a la existencia misma, es esa faena de Sísifo tan profundamente humana donde el pensamiento racional solo cobra validez cuando tiene estructura de texto, cuando el lenguaje le da forma.

La gastronomía, la vestimenta, la música y las demás manifestaciones culturales de los pueblos se suman al uso de la lengua en la constitución de la conciencia colectiva; rica, diversa y elástica. La cultura es nuestro proyecto colaborativo más grande, donde emprendemos la increíble tarea de significar el mundo. En este fascinante proceso creativo, los grupos marginados suelen ser cuna de nuevos códigos que —con ansias de existir— se apropian de sus realidades y las expresan con rebeldía. La pluralidad de matices dentro de los imaginarios, las emociones, motivaciones y estilos expresivos demuestran lo intrincado de las tramas que nos unen como sociedad.

Que el jugo de pera piña no tenga peras; que el verbo “harinear” no se refiera a la harina, que “te la comiste” sea algo positivo, “la macaste” sea algo malo y “vaina” pueda ser literalmente cualquier cosa son solo evidencias de una sociedad que navega entre signos contradictorios, conflictivos y complejos, donde algunos hasta han abandonado su sentido original. Indudablemente, el acto de nombrar lleva consigo el acto de crear. Y cada realidad nombrada crea una narrativa distinta que cuenta una historia de resistencia, apropiación y empoderamiento. Si la magia se define como la manipulación de la realidad por medio de abstracciones, entonces no es de extrañarse que República Dominicana, plagada de símbolos insurgentes, esté repleta de magia hasta la tambora.