Defender las humanidades y reivindicar el ideal clásico del humanismo, representa, en el presente, una acción revolucionaria. De ahí que ser un humanista, hoy, es ser un revolucionario, no un desfasado ni un pre moderno, pues es nadar contra la corriente. En consecuencia, ser un humanista, ahora, no equivale a ser un reaccionario, sino a un sujeto que le allana el camino a pragmáticos y cientificistas. En un mundo cada vez más robotizado, y en una sociedad cada día más fanatizada con la religión de la tecnología, apegada a los algoritmos y a la virtualidad, arrimarse a las ciencias del espíritu y a los valores del pensamiento, acusa una actitud que se inserta en una melancolía romántica. Es decir, esa pose propia del sabio, esa postura de cavilaciones y meditaciones, en la que se sumergían los sabios y pensadores –antiguos y medievales–, que le dieron definición y perfil, al filósofo, desde las reflexiones de Aristóteles (en El hombre de genio y la melancolía), quien vinculaba, como se sabe, el genio a la melancolía. Y de ahí que se diga que todo genio es melancólico –imagen que esculpiera elocuentemente Rodin, en su pieza escultórica El pensador, y en la que plasma la figura del filósofo.
La postura del humanista tiene hoy un matiz insurgente, resiliente y de resistencia ante el hombre- máquina y el sujeto anestesiado –o enceguecido– por los reflectores de la modernidad, las modas y los progresos tecnológicos Es una actitud que tuvo y asumió frente al anquilosamiento, la parálisis y el ocaso del saber y la cultura de la clasicidad, causas que posibilitaron el surgimiento del Renacimiento, en su búsqueda por hacer renacer los valores culturales, intelectuales y artísticos de la antigüedad clásica, en crisis. De ese modo, instó al hombre occidental a echar una mirada retrospectiva hacia el mundo greco-latino para reivindicar su legado y hacer re-nacer su esencia y sus aportes.
Las humanidades –o ciencias humanísticas– representan los saberes que impiden que la inteligencia mecánica, artificial –tan de moda ahora–, subsume o engulla la esfera de los sentimientos, las emociones, las pasiones, los recuerdos, las ilusiones y los deseos.
Cuanta falta nos hace Nuccio Ordine (1958-2023), el autor del breve y célebre libro-manifiesto La utilidad de lo inútil (2013), el intelectual y profesor italiano, que muriera hace pocos meses, justo después de recibir la noticia de la obtención del Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades –y a quien leía y releo con devoción y admiración. Y quien fuera un acérrimo y apasionado defensor de las humanidades y de los clásicos, autor además de los libros: Clásicos para la vida. Una pequeña biblioteca ideal (2016) y Los hombres no son islas. Los clásicos nos ayudan a vivir (2023). Como un aliciente, ha aparecido otro humanista, soñador o “romántico” –en el buen sentido de la palabra–, el ensayista y filósofo holandés, Rob Riemen (1962), autor de los aclamados libros Para combatir esta era (2017) y Nobleza de espíritu (2008), y quien acaba de publicar otro titulado El arte de ser humanos (2023). Fundador del Instituto Nexus, nacido en los Países Bajos, Riemen defiende la importancia de memorizar poesía, cultivar el espíritu y mantener viva la llama de la tradición humanística. En ese sentido, se sitúa en la misma esfera de pensamiento del malogrado Ordine — muerto a los 65 años de edad–, cuya desaparición física nos dejó más huérfanos de defensores de las humanidades, los clásicos, la lectura, los libros, el saber y la cultura –labor tan necesaria y útil en estos tiempos apocalípticos, confusos y oscuros.
Desde los albores del pensamiento, y antes de la aparición y desarrollo de las ciencias y las disciplinas humanísticas, el hombre ha buscado cultivar el arte de vivir o del buen vivir, como lo postularon los estoicos –tan de moda hoy–, o aun el placer y la felicidad, como los epicúreos, esos hedonistas de la vida y amantes de la naturaleza. Si bien las ciencias médicas nos ayudan a curar, prolongar la vida y prevenir enfermedades, ni ellas, ni ninguna ciencia, nos enseñan el arte del buen vivir, ni mucho menos nos asegura la vida eterna; ni nos proporcionan los protocolos ni las respuestas a los dramas y angustias existenciales, que nos aturden, abaten y atormentan. Las ciencias de la salud pueden explicarnos la anatomía y la fisiología humanas, mas no así la naturaleza humana –es decir: la condición humana–, la raíz ontológica del sujeto, orbitas de las que sí se ocupa la filosofía o la psicología, en su tentativa por explicarnos la psique o el pensamiento. Pero tampoco nos curan de los males del espíritu y la mente: de las enfermedades de la voluntad y de las angustias existenciales (psicosis, neurosis, paranoias, hipocondrías, depresiones…). Por tanto, las ciencias son incapaces de explicarnos la razón humana o darnos respuestas concluyentes y categóricas de quiénes somos, de dónde venimos y hacia dónde vamos; es decir: darnos luz sobre el nacer, el vivir y el morir, terrenos en los que la filosofía se interroga y nos arroja preguntas, y acaso más misterio, dudas y enigmas. Muchas de las grandes preguntas de la vida y de la muerte, las ciencias y las tecnologías están inhabilitadas para darnos respuestas persuasivas, concluyentes y convincentes. Y ahí es donde las religiones y las filosofías espirituales hallan su nicho o abono fértil para postular sus dogmas y sus creencias.
Las dichas y las desdichas siempre nos ocurren en la vida, pues son consustanciales a la condición humana, a las contingencias –desde la cuna a la tumba. Por lo tanto, perder un familiar cercano, la salud o un empleo, son circunstancias, eventualidades y coartadas, que nos depara el camino de la vida y sus azares, y de lo que nunca estamos exentos, mientras vivamos. Solo con la muerte se cierra el círculo, se alcanza lo absoluto, el final del camino; se clausura el ciclo vital, y llegamos a una experiencia intransferible: la caída en el vacío infinito, el paso a la “otra orilla”, el salto al mayor enigma de la naturaleza y del mundo: la muerte.