Flaubert, en una de sus cartas a Louise Colet, en 1852, habla de dos literaturas. Una prendada de lirismo y de la sonoridad del lenguaje, sostenida por el estilo. Otra que “quisiera hacer sentir casi materialmente las cosas que reproduce, sostenida por la transparencia. Ambas constituyen para él inclinaciones paralelas, pero opina que “las obras más bellas son aquellas en las que hay menos materia”. Por eso añora escribir un libro sobre nada, un libro que, si fuera posible, casi no tuviese ningún tema o el tema fuese casi invisible. Así, llega a afirmar que el talento de escribir no consiste nada más que en la elección de las palabras. ¿Dónde queda para el autor de Madame Bovary el argumento, la historia?
Es indudable que en un libro literario se puede aprender, pero la literatura no se escribe para enseñar, como un volumen de historia. Cristóbal de Virués, amigo de Cervantes y Lope de Vega, combatió en la famosa y transcendente batalla de Lepanto y escribió una Égloga de la batalla naval en la que pretende describirla: “Más de doscientos fueron los bajeles / presos en el conflicto riguroso, / y quince mil los bárbaros infieles / muertos por el cristiano valeroso, / y doce mil son los cautivos fieles / libres en el suceso milagroso; / y es la demás riqueza allí ganada / tanta, que es imposible ser contada. // Los bárbaros cautivos repartidos / fueron diez mil, los navíos quemados / cincuenta, y treinta fueron los huidos / con el más fiero de los renegados; /tres mil cristianos fuimos los heridos / y otros tantos al cielo trasladados…” Dudo mucho de que esta contabilidad pueda considerarse literatura y mucho menos poesía. Está escrita en verso, eso sí. Exactamente en la estrofa que se llama “Octava real”.
Ahora bien, un lector de un texto histórico exigiría la exactitud de tales cifras y, en cambio, al lector de poesía le es indiferente la verdad de esas cantidades. Gabriel García Márquez, en Cien años de soledad habla de tres mil muertos en la represión de la huelga bananera colombiana de 1928. Los historiadores (no los políticos o sindicalistas que hablan de ella, quienes se apuntan a esos tres mil) apenas si pueden llegar a documentar un centenar de muertos. Tal vez no fueran tres mil los asesinados, pero García Márquez no contabiliza, habla de la injusticia, de la dureza de trabajo, protesta y represión, de la misma importancia de la huelga de los bananeros. De la misma manera que Virués no precisaba determinar las cantidades exactas de barcos, prisioneros, heridos, liberados o muertos, para que comprendiésemos lo terrible de la gran batalla naval.
Flaubert, en la distinción que hacía, testimoniaba la tensión surgida con la Revolución Francesa, que sustituía en la literatura la desigualdad de las clases sociales (teóricamente superada por la revolución), por el enfrentamiento de las élites y las masas. Las primeras preferirían la literatura del estilo. Las segundas se inclinarían por la literatura transparente. Por eso le escribe a Louise Colet: “Entre la muchedumbre y nosotros no hay ningún vínculo”. Esto lo dice el autor de una novela realista y modélica. Tal vez Madame Bovary no sea tan transparente. Y, entonces, ¿qué hueco le queda al historiador ante la literatura?