Alguien dijo alguna vez que no convenía que la realidad estropease una teoría. José Ortega y Gasset escribió que, para algunos, el papel de la razón no es comprender lo real, sino ‘crear modelos’ según los cuales la realidad ha de conducirse. Es decir que tendería a invertir la misión del intelecto, incitándolo para que, en vez de formarse ideas de las cosas, construya ideales a los que las cosas deben plegarse. De la dialéctica entre razón y contemplación surgen numerosos argumentos novelescos, porque el ser personaje descubre que la realidad —el “ser”— no coincide con lo pensado —el “deber ser”— que desearía. A mi entender en ello radica, por ejemplo, la base de La vorágine, de José Eustasio Rivera, importante novela americana que cumple cien años.
Con este motivo, mucho se viene escribiendo en torno a esta obra pero, según suele tomarse la novela como excusa para hablar de hechos y aspectos que, si bien fueron manejados por el novelista, no constituyen la significación de La vorágine en sí, pues responden a intereses ajenos a lo literario. No me opongo a que tal cosa se practique, pero no parece correcto imponerla.
Así, han cobrado relevancia recopilaciones de ensayos de diversos orígenes que, por su acumulación, producen un efecto de vacío en el que casi todo cabe y, especialmente, comentarios de los procesos que caracterizan el llamado modelo extractivo-explotador central en las economías latinoamericanas. Se ofrece de ese modo cierta unidad argumentalmente antropológica a escritos que tratan de temas diversos, relacionables de lejos o de cerca con La vorágine, pero nunca ligados a la estética, la retórica o la argumentación. Se demuestra, eso sí, la riqueza de ideas que los textos de ficción pueden llegar a promover, interesando incluso a gentes muy alejadas de las preocupaciones literarias.
Los estudios que toman una obra como pretexto, y no como objeto textual analizable, están de moda en los departamentos no especializados de las universidades norteamericanas y suelen iniciar sus reflexiones a partir de una idea preconcebida que no surge de la obra de creación. El que estos estudios se desarrollen hoy se debe al casi total desconocimiento de la ciencia filológica que es, precisamente, la que permite la correcta interpretación de cualquier tipo de enunciados. Por eso aparecen en esos estudios citas extraídas de su contexto o mutiladas para que cuadren mejor con lo preconcebido e, incluso, observaciones cronológicamente inapropiadas.
Los nuevos comentarios sobre La vorágine, por ejemplo, además de tratar aspectos marginales de la novela, insisten sobre dos conceptos erróneos: que trata únicamente de la selva, cuando un tercio de la misma transcurre fuera de ella, y que se escribe en defensa de la clase obrera —en este caso los caucheros de la selva amazónica— casi constituyendo un ejemplo de literatura proletaria. Pero un literato nada sospechoso de reaccionarismo, Ciro Alegría, el autor de El mundo es ancho y ajeno, advirtió justificadamente hace decenios que ni La vorágine ni sus personajes centrales son representativos de la situación de aquellos trabajadores. Suele citarse un fragmento de una carta de Rivera en la que comenta la situación de los caucheros, pero se suprime la parte que advierte “del fin patriótico y humanitario” que la ilumina “en favor de tantas gentes esclavizadas en su propia patria”. El autor buscaba justificar su novela, no por el sentido obrero, sino por una voluntad patriótica nacionalista, según insiste en el curso del libro. Una cosa es que el espíritu patriótico no pase hoy por su mejor momento y otra ocultar que estuviese vigente con plenitud en 1924, cuando se escribió la novela. Ya el antropólogo Dan Sperber explicó que las ideas se contagian como las enfermedades, sin necesidad de que seamos conscientes de ellas ni de haber entendido el origen, y eso explica el desvío ideológico de los trabajos, porque (y lo vio ya en el siglo XIX Victor Hugo), la literatura importa no tanto por lo que dice como por el modo en que llega a decirlo, a argumentarlo, a darle presencia.
José Eustasio Rivera fue autor también de un libro poético titulado Tierra de promisión. En una edición reciente se suprime el poema séptimo de la primera parte. El soneto, durísimo pese a su belleza se refiere a la compra y violación, sean reales o no, de una joven indígena (“Por saciar los ardores de mi sangre liviana […] un indio malicioso me ha traído una indiana […]. La indiecita solloza, presa de mi deseo […] y la montaña púber huele a virginidad”). Lo grave es que, sin advertencia alguna, las editoras entraron en la ceremonia de la cancelación. Un ejemplo más de cómo se impone la ideología del comentarista sobre la realidad de la obra literaria.
Decía Ortega y Gasset que con el racionalismo acrítico construimos ideales a los que las cosas deberían plegarse. Asistimos hoy al desarrollo de una reflexión y una crítica que prescinden de toda ética filológica. Se distorsiona el teto sin sonrojo alguno y, cuando lo observado o leído no gusta, se silencia, se censura, se cancela. Y parece que todos quedamos tan contentos.
Jorge Urrutia en Acento.com.do