La violación es cosa de hombres. Se relaciona con el poder y con la fuerza. Por eso, lo habitual es que la sufran las mujeres. En las guerras, tanto el poder como la fuerza se simbolizan en el arma que porta el violador. Sexo, espada o bala son intercambiables.
La feminista radical Susan Brownmiller (Against Our Will, 1975) consideró la violación como “acto habitual en tiempos de guerra”. Centrándome en las guerras modernas: los soldados rusos violaron mujeres alemanas, los alemanes forzaron a francesas, los franceses a argelinas e italianas, los españoles a marroquíes, los estadounidenses a vietnamitas, los croatas, bosnios y serbios buscaron con ello la limpieza étnica, en las guerras africanas… La cruel ironía se manifestó en las violaciones de chicas francesas por soldados norteamericanos que desembarcaron en Normandía para liberarlas.
Esa violencia del armado sobre la víctima débil, aunque algunos “científicos” busquen justificarla por una teórica descarga de adrenalina después del combate, sobrepasa cualquier ideología, vence a cualquier seguridad ética, contradice la expresión de una voluntad conciliadora. Gerhart Hauptmann, autor de Los tejedores (1892), primera obra dramática en situar a un obrero como protagonista, le envió una carta al escritor francés Romain Rolland en la que decía: “Puedo asegurarle que jamás mataremos ni torturaremos irresponsablemente a mujeres ni a niños belgas”. Buenos propósitos y, posiblemente, creencias sinceras pero, mientras escribía la carta, en 1914, los soldados germánicos habían violado a decenas de mujeres belgas. “…Hay cadáveres de niños abrazados, / su madre fue violada y yace allá en la sombra, / con la carne robada y desnuda, al borde de un barranco”, diría un poema del gran poeta belga Émile Verhaeren.
Las violaciones que sufren los hombres suelen ocultarse.
La novela francesa de la Primera Gran Guerra trata con insistencia el tema de la violación. Traslucía un verdadero problema social, pues hubo una literatura científica sobre los efectos de la violencia sexual en las mujeres y sobre el carácter de los hijos producto de las violaciones. ¿La posterior educación llegaría a borrar del ADN de los niños la violencia que los generó? Clavel soldado, de Wert, Nach Paris, de Dumur, Los rechazados, de Frapié, Las armas descansadas, de Chanlaine, son novelas francesas de la guerra del 14 que tratan el drama de los hijos nacidos de las violaciones. Y Alex Munthe, escritor sueco famoso por La historia de San Michele (1929), que combatió en el frente francés, escribió en su novela de 1916 Cruz roja, cruz de hierro: “Nos hizo disparar sobre las mujeres y los niños, rociar sus hogares con petróleo e incendiarlos. […] Nos obligó a saquear, […] irrumpir en sus casas y ultrajar a sus mujeres”.
Sí, la violación es cosa de hombres. Pero Francisco Ayala tiene un cuento de 1961, titulado “Violación en California”, en el que un automovilista es retenido por dos chicas jóvenes y, bajo la amenaza de dos pistolas, lo obligan a hacerles el amor en un bosquecillo próximo a la carretera. El autor se centra en el interrogatorio policial al denunciante, donde el comisario se esfuerza por evitar las burlas y considerar lo trágico del asunto que, al final, no resultaba tan extraño en California. En este cuento, la fuerza descansa en las dos veinteañeras, porque el arma, el poder, viola.
Las violaciones que sufren los hombres suelen ocultarse. Las víctimas se sienten, más que agredidas, avergonzadas. La virilidad quisiera residir en la fuerza y el débil no parece viril. La literatura apenas si ha explorado este campo de la tragedia, fuera de algunos relatos carcelarios. La prensa ha traído la noticia de que ochenta y un colombianos se han decidido al fin a denunciar que fueron violados por paramilitares o guerrilleros, a veces por ambos. Dos mil varones censados siguen prefiriendo el silencio y la resignación. La violencia colombiana se esconde tras la defensa ideológica de la disposición de la tierra, pero la violación es la demostración cobarde y cruel del poder. Se dice que la naturaleza supera al arte y, en este caso, ochenta y un hombres valientes han dicho más que la literatura silenciosa.