De acuerdo con su representación simbólica, la rosa funda una imagen en sí misma. Recrea un universo en torno al cual el secreto de lo indecible tiene a la naturaleza como interlocutor. Por su condición mutante, la rosa crea un relato de factura filosófica y humana. Más que todo, la rosa es un objet-art, en cuya conciencia encontramos lo sagrado y lo divino, en tanto cuenta las pasiones e interioridades del poeta y de los dioses. De ahí su inevitable diálogo con el hombre y con el universo. En cuanto que apela constantemente a la evocación del mito, es magma de la creación y cuita del sueño. Delirante y perturbadora ante la razón del poeta.
Es de suponer que la rosa como objeto del universo explora un sentimiento de consagración armónica con la naturaleza que de paso la convierte en arquetipo y en fetiche. Así que mentalmente la rosa no es un concepto enajenado fuera de la vida y del amor de los hombres. Se podría llegar a considerar que el fetiche de la rosa es algo metafórico, en tanto forma parte de un orden mitológico y mágico que puede llegar a convertirse en amuleto. De hecho, en la concepción filosófica del amor experimentada por los amantes en su estado límite, la rosa funciona como amuleto.
Para decirlo con (Weis 2013, 28), el fetiche guarda íntima relación con la definición mágica de los objetos primitivos. La relación entre la rosa y el poeta yo la veo más “allá de los linderos del ser”, así que como objeto mental, el fetiche puede explicar en un sentido amplio el origen de esta relación. En Rilke apreciamos una condición dialéctica de este concepto entre el poeta y la rosa que se verifica concretamente, en la esfera de lo humano, aquello que está emparentado con los dioses y con el devenir del tiempo.
Así que la rosa no es exclusivamente un objeto porque se mueve con el viento o con la vibra de los pájaros, sino porque su sola presencia mueve a ciencia cierta el espíritu y el asombro del poeta. De manera que el movimiento de la rosa como conjunto, así sea, de sus pétalos pertenece al campo de la imaginación y al plano de la ficción. De ahí que entre la rosa y el poeta haya una relación delirante (con Rilke, que murió por causa de una rosa), es con quien vemos más cercana esta relación en la que se desborda un orden metafísico. De tal suerte que por su cualidad indiferenciable es parte intangible del universo, en tanto que, a través de su campo visual resbala un inusitado nivel de idealización poética.
Al referirnos a estas consideraciones, podemos afirmar que la rosa prefigura, anticipa la vida estética, por su amplio sentido del amor y su cercanía con lo divino. Bajo estas circunstancias la rosa es el símbolo que representa un magma creativo, enigma y fulgor, consabida eternidad del logos de la vida. El mito perdura en ella a través de la consagración de la memoria. De ahí que por causa de la rosa la imaginación del poeta dispara un torrente infinito que hace volar las pasiones de los hombres en un estado límite.
La experiencia que podemos acumular en torno al mito de la rosa deberá ser interpretada tomando en cuenta una serie de acontecimientos estéticos, cuyos orígenes lo encontramos en la vida sexual y en el amor. Por medio de la visión intuitiva del alma de los poetas, gracias a la rosa hemos arribado a una experiencia cautivante que bordea las inmediaciones del rito.
En el “mundo oculto de nuestra sexualidad” la rosa en gestación es un símil, más bien, una metáfora sobre los senos de la mujer en su estado primigenio. Así que por su condición insinuante hay en la rosa un sentido sugestivo y carnal emparentado con las interioridades sexuales. Se bifurcan aquí, el imaginario de la rosa con el imaginario del sexo. Sexo y rosa complementan los mitos universales del placer y de la belleza en la creación. En tanto que ambos son idealizaciones del hombre, estos representan magmas performativos de lo onírico y de lo exótico.
De acuerdo con estas opiniones, varias conceptualizaciones pueden ser posibles respecto de la rosa como fetiche. En consecuencia, la energía vital que irradia la rosa actúa en contra del tiempo en cuanto que lo vence y lo vuelve eterno. Desde su forma primigenia la rosa devora el tiempo, lo deshace, porque permanece intacta en la memoria del poeta. Desde esa posición, la rosa adquiere categoría arquetípica. Por lo tanto, ella es atemporal, mientras el amor perdura en su carne, aún después de la muerte. No se deja de amar cuando muere el otro, se ama en el tiempo, hasta en la lejanía y ese amor llega a su fin cuando el que ama muere. De ahí que, como vive y muere en el tiempo, ella es a su vez, arquetipo del amor.
En María, de Jorge Isaac (la novela romántica por excelencia en la narrativa latinoamericana), el amor florece a merced del tiempo. Como en los mitos griegos, –el héroe– se aleja hasta vencer el tiempo, por eso deja un tallo de rosas sembrado en el jardín como símbolo del amor duradero. En un intento de belleza pura y sensibilidad humana, el rosal irá creciendo en el tiempo, mientras los amantes se separan el amor florece. La mujer amada muere. Cuando el héroe regresa, encuentra refugio espiritual en el jardín de rosas que había dejado mientras su amada vivía.
Encuentra un rosal fulgurante de colores, pero también encuentra el silencio. Ha desaparecido el canto del ave agorera que anunciaba el amor y adelantaba el sino trágico. Bajo aquel árbol fatal donde se posaba el ave, sembró Efraín su rosal. De manera que bajo esta sombra confluyen los elementos simbólicos de la novela: La rosa, el amor y la muerte. Así que la voz imaginaria de la mujer amada se trasunta en la rosa y esta deja su sentido plasmado en las manos del protagonista. Desde luego, él percibe así el perfume de la rosa como pago de la mujer amada. En este hermosísimo relato cargado de un gran sentimiento humano y de nostalgia hay pues, una profunda metamorfosis del amor que confluye entre el hombre y la naturaleza: La rosa sembrada en la tierra es la flor que ha fortalecido el amor y el dolor. Por tal razón, la rosa ha cautivado la esperanza del vivir, pues en una magnifica manifestación humana, Efraín sembró en aquel huerto las energías del amor carnal, con la idea de vencer el tiempo y con la esperanza de vencer la muerte.
La carrera de la rosa hacia la conquista espiritual del hombre está precisamente centrada en su simplicidad, en su capacidad de seducción, y en su característica insinuante y tentadora de la que nunca ha renunciado. Esa armonía de la rosa en franca comunión con el espíritu humano anuncia también el encuentro de los hombres con los dioses. Pues, es una conquista de factura divina, por su versión galáctica. Diríamos que la rosa es como la lámpara, pues despierta en la imaginación del poeta la luz de la conciencia.
Se podría decir, que entre la rosa y el poeta hay pues una relación que entabla una alta concepción del logos. Hay además, amplios caminos recorridos, senderos y trillos de la vida consumida en las almas de cada uno. De manera que tiempo, vida y destino representan los símbolos más cercanos en esta agónica relación de entrañable perplejidad.
Eugenio Camacho en Acento.com.do