Se ha puesto de moda minimizar a la Real Academia Española y a las academias hispanoamericanas. ¿Se ha puesto de moda o, de algún modo, siempre se ha hecho así? De manera que quienes las atacan porque se sienten modernos resultan estar muy envejecidos. Todos, siempre, hemos seguido las normas y todos las hemos discutido. Yo mismo no he dejado nunca de acentuar el adverbio “sólo”, que no puede con tanta facilidad como afirman los lingüistas puros sustituirse por “solamente”. El estilo es el hombre, qué demonios. Y la famosa frase de Georges Louis Lecler, conde de Buffon,  no decía “el estilo es el gramático”. Tampoco he aceptado, desde mi pobre saber, que “truán” sea un monosílabo que no debe acentuarse, porque eso hundiría a Julio Iglesias que se desgañita marcando bien los dos tiempos: “soy un tru-án, soy un señor” (5 sílabas + 5 sílabas).

Señor, señor, pero es que ahora algunos afirman que todos los académicos son unos reaccionarios. ¿Todos? Hombre, alguno progre habrá, digo yo. O no digo ni me refiero a nadie conocido, no vaya a ser que le quiten el carné de su partido de izquierdas.

— Oiga, señor articulista, cuando decimos que la RAE y las otras academias son reaccionarias nos referimos a que no recogen la lengua de la calle.

— Vamos a ver. Primero, la calle no tiene lengua. Puede tener bocas, claro, pero son bocas de metro. Segundo, cuando la RAE se ha confundido generalmente ha sido por tener prisa por la calle. Es cierto que la lengua cambia, crea palabras, pero también las hace desaparecer. ¿Quién dice ahora “llevo un cuaderno de adversarios en el bolsillo”, para referirse a un cuaderno de anotaciones? Pues lo decía nada menos que Azorín, probablemente el mejor prosista en español del siglo XX. En cambio los académicos tuvieron la sorprendente idea de incluir en el diccionario la palabra “clinero”, así, con todas sus letras. Invito a cenar hoy mismo a quien asegure que utiliza esa palabreja para referirse a los vendedores de kleenex y otro pañuelos de celulosa que, encima, el diccionario afirma que son de papel. Fue un término que pasó por la lengua como una exhalación a mediados de los años ochenta, y desapareció. Lexicológicamente es difícil de comprender su inclusión en el diccionario, un derivado de una marca registrada, sin sustantivo del que derive, etc. Pero todos, usted y yo, también los académicos, hemos cometido algún pecadillo. El que tiene boca…, incluso se equivoca de línea.

— O más de un pecadillo.

— Que sí, señor lector, no sea usted quisquilloso. Pero para pecados, incluso mortales, los que cometen quienes atacan a las academias. La RAE tiene más de trescientos años, ha experimentado, se ha comprometido, supo acomodarse con las de todos los países de lengua española, mantener su independencia política y crear un territorio de acuerdo por encima de las ideologías. Cuando la Academia Mexicana quiso poner distancia para no dejarse influir por el franquismo, gentes como Ramón Menéndez Pidal o Dámaso Alonso supieron buscar modos de encuentro y mantener un diálogo. El viejo maestro Menéndez Pidal y quien llegó a ser profesor mío, don Dámaso, eran liberales, pero un franquista convencido como José María Pemán también supo estar en su sitio y facilitar la colaboración.

Luis Cernuda, que no llegó a ser académico, defendió que la patria era la lengua. Para él España estaba en la novela de Benito Pérez Galdós. Pero también en Coyoacán, cuya plaza alcanzaba a contemplar desde su ventanita en la casa de Concha Méndez.

Diccionario de la RAE.

Quienes hablamos español, ya camino de los seiscientos millones de personas, sabemos los límites de nuestros dialectos, de nuestros usos cotidianos, de nuestras construcciones sintácticas, porque las academias nos ofrecen la referencia. Gracias a ellos nos entendemos. Yo lo sé, porque hablé tanto con un presidente del gobierno de España, como con dos premios Nobel latinoamericanos o con una mujer indígena que, en el mercado de Oaxaca, me explicó como había hecho, sin torno, la cerámica que le compré. Con todos me entendí. Todos me enseñaron cosas. Todos nos comprendimos. Y ninguno prescindió de sus peculiaridades idiomáticas, nuestra mayor riqueza intangible. O no tan intangible.

Se equivocan a veces pues es normal equivocarse. Los académicos, más que equivocarse, tal vez se precipiten. Pero pongamos pie en pared para defender a quienes, como esos personajes exageradamente grandes que montan guardia desde las murallas estampadas en los manuscritos medievales, custodian, certifican y archivan nuestras palabras tan asediadas. La lengua es demasiado importante como para dejar su estudio y administración a quienes sólo viven galopando en los corceles de la urgencia y la demagogia.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

Página de Jorge Urrutia