Salomé Ureña.
Todas las cosas encierran un misterio, la poesía es el misterio que encierra todas las cosas. (E.P.)
La poesía revela la esencia irrevelable de las cosas que nombra, en su luz misteriosa lo encontramos todo. Trasciende al propio sujeto que la forja, más allá de su condicionada temporalidad. Aunque la poesía esté hecha de un tiempo, que es la estación del poeta, ella no es transitoria sino eterna, porque atrapa la eternidad de un instante. La poesía es la pureza de la lengua, donde todos los actos del hombre y su naturaleza son compensados hacia la permanencia suprema de las cosas, engrandece. Nos abre todos los sentidos para buscar el sentido trascendente que habita en todas las cosas y en nosotros.
Es su magia concretizada la que atemorizó a uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos: Platón, quien expulsó a los poetas de la «República Ideal», por su magnífico dominio de la supremacía que tiene la palabra cuando se hace poesía, estableciendo que los gobernantes tenían y deberían censurarla desde el estado y el gobierno.
Escribo ambos vocablos en minúsculas, porque de esta manera se debe simbolizar su pequeñez ante la dignidad de la poesía. Hasta un solo poema es capaz de trascender un estado y un gobierno. La praxis alucinada y revelada de la poesía está por encima de ambas representaciones. De qué le valió a la dictadura española mandar a fusilar a Miguel Hernández y a Federico García Lorca, para mostrarle al mundo que la poesía sobrevive ante la muerte, porque está hecha de humanidad.
Nada es más humano y trascendente que la poesía, hace posible la concreción hasta de lo imposible, al darle una nueva vida a las cosas que nombra. Su excelencia es tan fulminante, que supera la propia realidad que le da vida, que es el hombre. Es decir, la poesía se construye desde un sujeto que la habita y la concreta a través de la palabra, empero lo supera, en procura de su conservación eterna.
El poeta es una partícula del universo, igual es el lenguaje como condición natural, pero uno y otro se unen para hacer posible y eterna la poesía, haciendo viable que el poeta sea el más humano de las humanidades. Es Cómo hacer cosas con las palabras (1955), como dijo el filósofo del lenguaje John Austin; en dicha obra, con la que construyó su teoría de los actos de habla y los actos comunicativos, quien para que no haya equívoco la subtituló Palabras y acciones. Me atrevo a decir que fue donde el genio de la poesía e intelectualidad mexicana y Premio Nobel de Literatura, Octavio Paz, sacó la frase que dice, sobre la poesía: «No es un decir: es un hacer» (poema: Decir, hacer). El poeta convierte la palabra en acciones que también tienen sus efectos, más allá de su enunciador y su enunciatario.
La cultura de la lengua es la fuente ideal para aprender desde otra manera más apropiada en el saber humano en sus distintas manifestaciones. La lengua es un sistema transversal de interrelación social que construye todo lo que somos, hacemos, pensamos, creamos y decimos. Nos lleva hasta un plano más noble y trascendente que el mero conocimiento, que es la sabiduría como fuente natural y más abarcadora, porque pone en práctica el uso de todos los sentidos humanos, hacia la hondura más profunda de todo lo que existe, de forma material, espiritual y creativa en nuestra naturaleza.
La literatura es el mayor esplendor de la evolución de la cultura, dentro de ella existe la madre suprema, que es la poesía. Con ella, los pueblos más antiguos del mundo comenzaron desde la oralidad a la escritura a verter sus saberes, costumbres y sus heroicidades, como lo hiciera el poeta Homero. El mismo que condenaron y quisieron borrar de la faz de Grecia, porque revelaba verdades poéticas que querían que fuesen ocultadas, ese aeda que también nos mostró las debilidades humanas y las de los dioses, que algunos de los filósofos del pasado querían esconder, para mantener un modelo social atrapado en un esquema político, económico y religioso, donde los dioses, los faraones y los reyes eran los dueños de todo, y los plebeyos no eran nada.
Todos los filósofos son una construcción verbal, desde la verbalización de Sócrates a la escritura de Aristóteles. La poesía es la mejor concreción de la filosofía del saber y del pensar, en una metáfora o una imagen poética, nos puede decir y revelar más que cualquier otra cosa. Desde ella, surgieron los diálogos como espera de pensamiento que tanto usaron los mismos filósofos, que quisieron desahuciarla porque podría revertir el orden de las cosas, pero sobre todo, educar desde los sentidos más recónditos que nos proporcionan la naturaleza humana, para construir un pensar y un sentir, desde la esencia misma de las cosas que hacemos, que tenemos, que nombramos y que creamos.
He ahí el poder de encantamiento peligroso, que según Platón y otros pensadores tenía la poesía, por lo que se debía deshacer en bien de la gente, cuando era todo lo contrario, porque desde la antigüedad al poeta también se le nombra vate, que proviene de vaticinar. El poeta se anteponía a las cosas, porque posee la capacidad de vaticinarlas antes de que acontezcan. Es decir, es un revelador de lo irrevelable que usa la palabra para engrandecerla, no sólo en su doble significación, sino en la esencia misma de las humanidades.
En el marco de lo que digo, además de que el tiempo no es suficiente, ejemplificaré algunos casos, con un poeta de Santiago. Manuel del Cabral es uno de los poetas fundamentales de la literatura dominicana y caribeña, quien escribió dos libros fundacionales: Compadre Mon (1940) y Huéspedes secretos (1951). El primero de un decir poético que resalta y rescata la cultura de la lengua como cobija de una identidad lingüística, pero que la empalma más allá de lo geográfico para llevar el corazón y alma de lo humano.
Su padre fue Fermín Cabral, quien fue el esbirro más grande que tuvo Trujillo en nuestra ciudad, hasta el extremo de que ideó que se le hiciera el Monumento de Santiago para elogiar la figura del dictador dominicano. Aprovechando las oportunidades del régimen, quiso que su hijo estudiara abogacía, sin embargo; su hijo Manuel lo que atesoraba era ser poeta, por lo que le responde:
Lo que siempre me ha obsesionado es que a mi paso por este planeta, no quise nunca dejarlo sin entregarle mi compromiso…. cuyo deber me hizo fracasar como futuro abogado y salvar al perezoso útil, el haragán que entra en la historia sin un centavo. ¡Oh, la inmortalidad del pobre! (…) Desde Jesucristo a nuestros días, se viene diciendo que ella no es negociable, pero si lo fuera, ya sería útil… y ella, la poesía –con permiso de la razón- es eterna por ser. La utilidad es tiempo. El tiempo es un acto de consumo, y la poesía es el más alto desprecio de ese acto. Que me perdone quien me trajo al mundo, pues pocos hombres en este universo fueron tan útiles, tan serviciales para los extraños como mi padre. Pero como un manso Pilatos, tuve la media hora oportuna para lavarme las manos adolescentes ante mi hábil, preocupado y calculado hacedor: «¿Qué más quieres de mí? ¿Qué otras cosas mejores? / Padre mío, / lo que me diste en carne te lo devuelvo en flores. / No puedo/ hacerme licenciado mi corazón desnudo/. Era mucho pedirle, padre mío, no sabes/ lo grave que es a veces/ un hombre que en el pecho le entierran viva un ave (Manuel del Cabral: Permanencia inmortal. Obra poética completa, 2011, págs. 37-38).
Esta fue la repuesta que le dio a su padre Fermín Cabral, de que su innegable misión verdadera en la vida era hacerse palabra en las cosas, entonces asume su irrefutable compromiso humanístico en la poesía. Su papá le consigue funciones en algunas embajadas extranjeras, donde se relaciona con importantísimos poetas de nuestra lengua, pero su nostalgia lo hacía regresar poéticamente a su amado terruño: «Como frente a una carta de raíces, / para saber el mapa de la tierra/ yo me puse a leer tus cicatrices» (ibidem, pág.56).
Este extenso y bello texto, convertido en el único poema ciertamente épico de nuestra poesía, en ningún otro aparece un caso parecido, pero el mismo nos hace aprender la importancia que tiene la tierra cibaeña, con una poeticidad que dice más que cualquier libro de geografía escolar o universitario, porque nos hace ver y sentir el compromiso telúrico y espiritual que posee nuestra tierra natal. Manuel del Cabral no sólo tiene el mérito de ser uno de los más grandes poetas del siglo XX de América, también posee la virtud de ser uno de los escritores más diversos o multitemáticos de la poesía dominicana, con más de una veintena de obras escritas, a sabiendas de las que pudo quemar.
Nos dejó una de las más breves y significativas definiciones de la poesía en estos versos: «Agua tan pura que casi/ no se ve en el vaso agua. / Del otro lado está el mundo. /De este lado, casi nada…/ Un agua pura, tan limpia/ que da trabajo mirarla» (ibidem, pág. 425). De este poema, el destacado escritor Paul Éluard, escribió: «No conozco mejor definición de la poesía que este poema de Cabral».
En su brevísimo poema titulado Cómo, que tiene la intensidad del haiku japonés, pero no su estructura versista, nos dice cómo se hace la poesía, escuchemos pues: «Cómo pesa en la mano/ lo que es de aire en la rosa, / lo que es más ella que cuando/ tiene forma» (ibidem, pág. 415). Esa simbología de que pesa en la mano lo que es de aire en la rosa, que cuando ella se hace forma, es la poesía. En la mano de un poeta cuando asume la palabra, el aire de la rosa es un poema. En el mismo libro, Huéspedes secretos, nos deja ver los huéspedes secretos de su poesía: «Poema. /Poema mío. / ¡Qué anciano estás, / ya naciendo!» (ídem). Sabía que con su poetizar, no sólo estaba construyendo un pasado de su patria, sino que la superaría porque su poesía, aunque él estuviese anciano o muerto, estaba naciendo todavía.
Así, hallamos muchísimos poemas tan esenciales y alucinados, de su genial autoría poetizante:
No camines conmigo, / no camines. / ¿Pero quién eres/ que me odias tanto? / ¿Quién? / No ves que soy tu voz. / (No camines, pág.416). Carne mía/ Barro mío. / ¿Qué quieres? / No ves que estoy cantando/ desde antes de tu forma. / (Carne mía, ídem). Aquí me encuentro, me dije, / y empecé a sacar arena. / Luego vi el agua en el fondo, / y en ella el cielo y mi cara. / Después…/ Me bebí el azul, pensando/ que mi sed/ no era de agua. / (Sed de agua, pág. 418). Me puse a cavar la tierra, / porque oí mi voz al fondo. / Y el hoyo cruzó la tierra. / Y allá…/ Más allá…/ la voz lejana se oía. / Seguí cavando. Cavando. / Es sólo una voz el fondo. (Voz, pág. 426).
Nuestro Manuel del Cabral me hace recordar la portentosa obra escrita por el famoso filósofo francés Michel Foucault: Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas (1968). Asimismo, me hace invocar al formidable pensador alemán Martin Heidegger, en su obra El ser y el tiempo (1927), igual que, cuando dijo: «llevar a la palabra aquello que desde el principio ya resuena».
La poesía es la más humana de las humanidades, por ser capaz de irse a los vericuetos más profundos y complejos de la naturaleza viviente, para mostrarnos sus virtudes, sus grandezas, sus dolores y sus desesperanzas. La mejor forma de filosofar en las humanidades se encuentra en la literatura, en su armazón más inconmensurable que es la poesía, desde donde podemos aprender y enseñar, a partir de una nueva manera de sentir, crear, pensar y actuar.
La poesía nos permite convertir la palabra en acción, haciendo con ella y sobre ella cosas que jamás podrán borrarse de la faz de la tierra. Con la palabra construimos todo lo que existe y nos sostiene como criatura humana, aunque no estemos físicamente vivos. La palabra trasciende lo inmediato, para hacerse permanente en nuestra posible y limitada existencia.
Si la humanidad es la existencia de nuestra especie como criatura pensante y creativa, entonces la poesía es su mejor actuante. La naturaleza de cada uno de los que vivimos y actuamos en el universo, es nuestra mejor poesía, porque toda la humanidad es un maravilloso y sorprendente poema. Qué sería de la vida y lo que la sostiene, sin la palabra: con ella procuramos el ser, porque de no ser, sólo seríamos nada. Con la palabra el verbo se hizo carne, entonces surgió el hombre y todo lo que lo habita, es por eso que somos palabra, y nada más.