Orlando Muñoz es uno de esos escritores que nos hace pensar en el consejo que le remite Vargas Llosa al supuesto destinatario de Cartas a un joven novelista. Enfatiza que si alguien quiere dedicarse al oficio de escritor –novelista, poeta, ensayista, da igual– debe tomárselo en serio: “…entrar en la literatura con el fervor de quien entra en una religión”. Y aunque el epistolario del premio Nobel no sobrepasa la apología a Flaubert, su imperativo nos remite a los autores como Faulkner, quien escribió Mientras agonizo en los intervalos que le permitían la mecanicidad de trabajar en una fábrica. En este sentido, la vida de Orlando transcurre entre la docencia en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, la coordinación del Taller Literario El Aleph y su práctica escritural. Es decir, no se trata de un individuo que escribe como un apéndice de sus ocupaciones; toda su vida gira en torno a la literatura.

 

En la tradición literaria dominicana existe una seudorrivalidad entre lingüistas y escritores. Tal dicotomía no tiene sentido: muchos lingüistas también han sido excelentes creadores de la palabra. Pedro Henríquez Ureña, el más grande de nuestros intelectuales, nunca propuso la escisión entre literatos y científicos de la lengua. Insistir en la separación implica un sinsentido; el objeto de estudio de la lingüística es también la materia prima de la producción literaria. Así lo considera Orlando; no se radicaliza en ninguna de las posturas porque considera que se trata de una esterilidad. Por el contrario, se dedica a la enseñanza del español, incluso ha publicado textos de carácter didáctico, como La lengua en movimiento, un excelente compendio de la Lengua Española que suelo recomendar a mis estudiantes de nivel propedéutico; pero Orlando Muñoz no se queda en la teorización de las aulas, ya que cuenta con la publicación de tres poemarios: Entre pétalo y espina, Santo Domingo año cero y en curso y La piel del beso.

Podríamos afirmar que se trata de un autor cuyo hábitat es la academia. Quizás resulte una tautología para quienes lo conocen, sin embargo considero que merece ser resaltado, puesto que en nuestra tradición literaria ni siquiera nuestros mejores poetas fueron ni son estudiosos de la lengua, sin que esto implique su maestría en la cultivación del género. Pedro Mir, aunque escritor, historiador y profesor de Estética en la UASD, era abogado; ni Franklin Mieses Burgos, líder de la Poesía Sorprendida, ni Manuel del Cabral, completaron sus estudios universitarios. La mayoría de los poetas de la Generación del 48 fueron abogados. Entre los escritores más recientes se repite el patrón: José Mármol es filósofo, Ángela Hernández estudió Ingeniería Química, y Homero Pumarol se graduó de Derecho en la UNPHU. Y así ad infinitum. En la República Dominicana los escritores de formación académica, como Orlando Muñoz, aunque los hay, constituyen minoría.

El Taller Literario César Vallejo fue el espacio desde donde se dio a conocer. Luego pasa a formar parte del Círculo Literario El Aleph, fundado por Kary Alba Rocha, por el que han figurado autores del nivel de Valentín Amaro, Frank Báez y Jordan Hernández. El Aleph, al menos en su última etapa, funciona como una especie de incubadora de talento en que Orlando es maestro y mentor al estilo de los griegos.

La piel del beso recoge toda la poesía amorosa producida por Orlando en poemarios anteriores y alguno que otro texto inédito. Pero más que un libro sobre la posesión del otro, el erotismo o la libido, se trata de un texto articulado “desde la lengua de la ausencia y hasta la lengua del placer”, como si acaso se pretendiera la instauración de un nuevo mito sobre el amor, un nuevo tono para cantarle a uno de los tópicos fundamentales de la lírica desde Píndaro a Szymborska. A fin de cuentas la voz poética no se conforma con la consumación del amor, sino que se adentra en una especie de autoexégesis. Lo que da como resultado un imaginario particular, como si Orlando quisiera instaurar su propia filosofía del amor (y sus alrededores). El autor nos propone el amor como destrucción, como un no-ser que se diluye en la inconstancia (inconsistencia de lo informe), que sufre la eterna dicotomía del to be or not to be (quizás el gran tema de la poesía).

Para Orlando no hay amor sin suspenso, sin riesgo, sin peligro:

no me dejes vivir en paz, no me

sueltes, no me digas tu silencio

             ni tu hielo ni tu muerte.

 

Orlando Muñoz es un renovador del tema amoroso en la tradición poética dominicana. Si consideramos la manera en que otros poetas han abordado el tema, como Fabio Fiallo, Arturo Pellerano, Manuel Rueda o José Mármol, para incluir la poesía actual, llegaremos a la conclusión de que estamos ante una voz auténtica, sobre todo si consideramos que en la posmodernidad se evade el tópico, como si se tratara de una diacronía. Aunque parezca una hiperbolización, el simple hecho de escribir un libro de temática amorosa en plena posmodernidad convierte a Muñoz en un avis rara. Escribir sobre el amor en el siglo XXI es un acto de irreverencia.

La telaraña de su poemario es la interacción de múltiples connotaciones, infinitas referencias, que se nos ofrecen a modo de alegoría o en juegos de intertextualidad. En la humareda del texto, de repente vemos un rostro que se asoma en el poema: Julio Cortázar, Rubén Darío, Jorge Luis Borges, Antonio Machado, César Vallejo, Pablo Neruda, Rainer María Rilke, Franklin Mieses Burgos, Manuel del Cabral. La piel del beso es un texto que sobrepasa su tema, o más bien, que no se puede encasillar bajo un solo tópico. Desde el poema que sirve de prólogo nos hace pensar en la famosa interpelación que aparece en uno de los relatos de Raymond Carver, y que le da título a uno de sus libros más leídos: ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?

El poemario de Orlando Muñoz es un texto que a su vez canta, cuenta y piensa. Es decir, no se paraliza en la ludicidad de poetizar el cuerpo del objeto-sujeto amado, también nos relata sobre las vidas que convergen con la voz poética, y, sobre todo, lo que para mí tiene más peso en su poesía: Orlando es un poeta emparentado con la tribu del pensamiento, como alguna vez lo expresó José Saramago al referirnos las coordenadas de su influencia. Cuando nos sumergimos en su cosmovisión es ineludible pensar en Fernando Pessoa, Lezama Lima, Octavio Paz, César Vallejo. En los versos existe una voracidad ontológica que contradice las pretensiones minimalistas en la configuración de su discurso.

El estilo de Orlando Muñoz tiende a la búsqueda de matices sonoros a través de los juegos de palabras, tanto que a veces nos da la impresión de ser un pescador de melodías. La configuración total del poema está caracterizada por la transgresión a la preceptiva; así, desnudo de los signos de puntuación, el poema respira libre, a veces a su antojo; el ritmo lo marca la disposición espacial del poema, lo que quiere decir que busca la perfección más allá de las palabras y su disposición. Pues si consideramos el aspecto de las connotaciones, Orlando es un escultor de versos, uno de esos poetas que eligen con paciencia cada vocablo en relación a la construcción total de su artefacto creativo.

El depurado estilo que nos exhibe por momentos tiene puntos de giro hacia su contrario, como si nos lanzara la otra cara de su poesía, la dicotomía de fluctuaciones, como un Bethoven que va de Para Elisa a la Quinta sinfonía. Por momentos Orlando nos parece un poeta minimalista, alejado del barroquismo y su sintaxis; pero de repente lleva al extremo estrategias de aliteración, como en el poema La lengua libre:

lame la luz de ti la lengua libre

la lengua lenta o loca

lengua viva

la lúdica

la lírica lengua del beso

 

El ritmo tiene que ver mucho con los signos de puntuación y la caída o terminación del verso, aunque la mayoría de poetas no lo domina a conciencia sino por intuición. En algunos de sus textos Orlando es respetuoso de este precepto; mientras que otros poemas parecen obedecer a una pragmática de lo lúdico. Entonces predomina la experimentación, la versificación transgrede la normativa, el ritmo se pauta con la disposición espacial del verso, como en el poema Tarde con Ángel. No se trata de malabarismo en la página en blanco, sino de una estrategia discursiva que demuestran su dominio del género.

Orlando Muñoz todavía no muestra lo mejor de su poesía. Sin dudas es una de las voces más importantes de la lírica dominicana del siglo XXI.