Cierto día, el inventor de la escritura le presentó al rey su invento; afirmaba que haría más sabios a los súbditos y les aseguraría la memoria de las cosas y de los hechos. El monarca, inmediatamente, replicó que la autosatisfacción le impedía a Teut —que así se llamaba el inventor— prever los efectos de escribir, pues las gentes se confiarían y, más que memoria, obtendrían olvido. La escritura, además —le dijo—, ofrecería la sombra de la ciencia, pero nunca la ciencia misma. Sigue Platón, en su diálogo “Fedro o del amor”, asegurando que Sócrates insistió en que, al lado del “discurso vivo y animado que reside en el alma del que está en posesión de la ciencia […], el discurso escrito no es más que un simulacro”.

La escritura, efectivamente, no es sino un simulacro, mejor: la sustitución de la palabra por unos signos cuya representación aceptamos. Nunca puede ser el mismo objeto sonoro al que nombra o designa. La escritura es fruto de un acuerdo y se limita a una cultura. Hay lenguas que poseen representación para cada uno de sus sonidos tipo, como el español que, con la grafía /e/ representa las pronunciaciones de dicha vocal, cualquiera que sea el modo de pronunciarla. Otras buscan distinguir añadiendo tildes u otros signos. Hay culturas que no han poseído tradicionalmente una escritura que busque reproducir los sonidos, sino los conceptos, como es el caso de la China, con su escritura ideográfica. Y las hay que carecen de cualquier tipo de escrito.

El problema que planteó inmediatamente la escritura es el de la desaparición del hablante. En la comunicación oral, los sujetos que hablan están presentes, pero con la escritura el lector recibe un discurso cuyo autor no está ante él. Conviene saber que el término griego “sema” no solamente quiere decir “signo” (y de ahí palabras como “semántica”), sino que también significa “monumento funerario”, “sepulcro”. El hablante inicial, por lo tanto, está acabado, muerto y bajo tierra en el enunciado escrito. Acertó el crítico francés Roland Barthes cuando tituló un ensayo “La muerte del autor”.

Todos sabemos que el libro no habla, ¿pero quién habla entonces, dónde está el emisor de las palabras? La educación nos enseña a comprender que un día, en algún lugar, hubo un hablante que fijó los símbolos de su discurso en un papel y que, en el presente —un tiempo distinto tal vez muy posterior— y en un lugar muy dispar, otra persona tiene acceso a lo que aquel hablante-escritor pensó, dijo y escribió. Pero este sistema comunicativo no es natural, sino cultural, y hay que aprenderlo.

El paso de una cultura oral a una cultura basada en la escritura no fue sencillo y, para nosotros, es ya muy difícil comprender cómo se actuaba en un mundo sin referencias escritas. Pensemos, simplemente, en que las sumas, las restas o, incluso, las multiplicaciones pueden hacerse de memoria, pero la división exige la escritura. ¿De qué modo distribuir entonces, por ejemplo, las cabezas de ganado entre varios establos?

Tras la simbolización gráfica de los sonidos (en el caso de la escritura fonética) hubo que inventar la ordenación de los signos en el plano, es decir, la línea, y luego el paralelismo de las líneas. Pero, sobre todo, hubo que inventar el sujeto presente en el escrito, un “yo” que ya no es el de quien escribiera, sino una primera persona inserta en el escrito. Un monumento funerario griego datado del 540 a.C. comienza su inscripción así: “Yo, monumento de Phrasikleia, me llamaré para siempre jovencita”.

Evidentemente la piedra del sepulcro no puede hablar, sin embargo le hablaba al paseante por tierras de Mirrinunte (precisamente de donde era Fedro), al sur de Maratón, cuando se detenía a contemplarlo. Se ha creado una primera ficción. La primera persona que habla no es la jovencita, ni sus familiares que buscaron homenajearla y recordarla. Habla la piedra y ésta sólo puede hacerlo de modo figurado. Desde la escritura ha surgido, necesariamente, la literatura.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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