Uno de los teóricos y críticos cubanos de mayor valía y más influencia en Hispanoamérica pudo ser el cubano Roberto Fernández Retamar. Su amplio caudal de lecturas y su capacidad argumentativa hicieron de él un autor de referencia. Pero la Revolución lo convirtió en un agente del pensamiento totalitario, que perdió cualquier sentido de vergüenza por las contradicciones en las que caía o por los vacíos conceptuales. Su inteligencia, eso sí, obliga a reflexionar sobre lo que dice en cada ocasión, aunque dejó de tener ideas personales para limitarse a referencias de los clásicos, no ya del marxismo, sino del comunismo práctico. El número de veces, por ejemplo, que encuentra coincidencias o similitudes entre Martí y Lenin pudiera parecer cómico si no formara parte de una estrategia de proselitismo. Y esto no es por mi parte juicio alguno sobre la obra teórica ni del uno ni del otro, ni toma de partido ideológico, sino denuncia de cómo la urgencia política puede llevar a coser defectuosamente y a que las costuras del razonamiento salten constantemente.

Todas las revoluciones tienen un componente genesíaco y la cubana desde luego, pero un intelectual teórico de la cultura no puede aceptar que, antes de ella, no hubo prácticamente nada y solo la Revolución despertó el interés del mundo por América y su literatura. Cortázar, Vargas Llosa, Paz, García Márquez y otros, no habrían tenido éxito por ser grandes escritores, sino porque en Cuba había habido una revolución. ¿Qué decir entonces de Darío, Ciro Alegría, Isaacs, Gallegos o Asturias, por ejemplo?

Desarrollando una idea de Martí, en la que insiste una y otra vez, sobre la necesidad imperiosa de que exista una literatura realmente autóctona americana (“No hay letras, que son expresión, hasta que no hay esencia que expresar en ellas. Ni habrá literatura hispanoamericana, hasta que no haya Hispanoamérica”), idea que, por otra parte, proviene de Emerson, Fernández Retamar afirma que “las teorías de la literatura hispanoamericana no podrían forjarse trasladándole e imponiéndole en bloque criterios que fueron forjados en relación con otras literaturas, las literaturas metropolitanas”, pues sería manifestación del colonialismo cultural sufrido y que aún se sufre, como secuela del colonialismo político y económico. Hubiera venido bien que definiera “metropolitana”, palabra que, como tantas otras en estos escritos ideológicos, queda como término vacío en el que cada lector puede descargar el significado que quiera suponer. De las cinco acepciones que el diccionario ofrece para la palabra, y dando por hecho que Fernández Retamar no piensa ni en un arzobispo ni en los ferrocarriles subterráneos, aceptamos que se refiere a lo relativo a la metrópoli o a la urbe. Dado que el teórico no hace referencia a la influencia de la única metrópoli colonial con influencia evidente en la cultura latinoamericana de los años revolucionarios, los Estados Unidos, la acepción 2ª permitiría entender que Fernández Retamar lamenta que la teoría literaria olvide la literatura no urbana, lo que sería posible y muy digno de consideración, ya que la generación del boom abominó de la literatura del terruño.

Roberto Fernández Retamar con Fidel Castro. Gabriel García Márquez aplaude.

Hay una serie de términos que utilizamos sin tener en cuenta su verdadero alcance. Me refiero a  “Occidente”, “Occidental”, “Europa”, “Eurocentrismo”, “Países de nuestro entorno”, “Literatura”, “Globalidad”, “Globalización”, “Colonia”… Parece que también “Metropolitano”. Así, Fernández Retamar (Para una teoría de la literatura hispanoamericana; Bogotá; Instituto Caro y Cuervo, 2013) jamás se especifica a qué metrópoli cultural se refiere. ¿A la vieja colonia española de la que los países americanos se han ido despegando desde 1810 y que carecía de una fuerte tradición teórica? ¿A la cultura estadounidense que tanto admiraba José Martí? ¿A la francesa durante el Modernismo o, luego más tarde, con el estructuralismo o la semiótica? ¿A las reflexiones teóricas de Lenin, Stalin, Bodganov, y luego de Mao? ¿Al desconstructivismo norteamericano? Como puede apreciarse, se trata de echar balones fuera y de buscar cualquier culpa fuera de uno mismo y, sobre todo, de ir ofreciendo el pensamiento cubano revolucionario, que tanto ha pesado en Latinoamérica, más como nueva percha de la que cada uno pueda colgar su abrigo, que como guía y modelo filosóficamente madurado. La teorización que se considere progresista no puede elaborar su pensamiento sobre tópicos, eslóganes y palabras vacías, lo que los lingüistas denominan “términos ómnibus”, a los que cualquier idea puede subirse.

Pero aceptando que tuviera razón Fernández Retamar, ¿los teóricos españoles. Italianos, portugueses y sobre todo francófonos deberían sentir complejo de culpa por haber visto su pensamiento teórico literario marcado por el dominio francés durante los años sesenta y setenta del siglo pasado? ¿Y los franceses deberían maldecir a la escuela de Praga? ¿Tildamos de imperialistas a los pensadores de la escuela de Constanza? Los norteamericanos deberían iluminar sus famosos campus universitarios con imágenes en llamas de Paul de Man y Michel Foucault.

Roberto Fernández Retamar culmina este párrafo que vengo analizando, con una frase gloriosa: “Una teoría de la literatura es la teoría de una literatura”, lo que borra de un plumazo toda la historia literaria desde la Iliada. Y se cae la ropa de la percha.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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