La producción novelesca de una época, contemplada en su conjunto, testimonia sin duda las preocupaciones de una sociedad durante el periodo que se considera. Personalmente no creo en la referencialidad inmediata de la obra literaria, que es siempre producto de un triple proceso de selección (de tipos, hechos, espacios, etc), concentración (pocos personajes realizan o sufren un número de hechos anormal en un espacio y un tiempo reducidos o controlados) y construcción (selección y concentración obligan a establecer relaciones nuevas entre tipos y hechos), ahora bien, cuando ciertos rasgos temáticos se repiten en varias, e incluso numerosas, novelas, pudiendo llegar a convertirse en moda, resulta necesario buscar la razón de esa coincidencia. Así sucede con el adulterio en las novelas del siglo XIX.

Tampoco debemos pensar en que un hecho repetido responda directamente a una actuación insistente en la sociedad que la obra literaria refleja, peor o mejor, sino que puede cumplir la función de símbolo o alegoría de otro aspecto temático oculto o disimulado. Así, en los dramas clásicos de honor, el cabeza de familia castiga gravemente a la adúltera y a su amante, pero ello no significa que en la España del Siglo de Oro padres, hermanos y maridos fueran acuchillando despiadadamente a hijas, hermanas o esposas. En cambio, esa imagen violenta del sentido del honor, ese tópico constructivo, subraya el concepto piramidal y teocéntrico de las relaciones sociales.

Las obras literarias, para ser grandes, aunque deban poseer validez en cualquier época, exigen también un esfuerzo de comprensión en el contexto en el que se escribieron.

Nada más publicarse La señora Bovary, Charles Baudelaire comentaba que Gustave Flaubert no había sorteado los tópicos a la hora de escribirla. Se hacía el poeta tres preguntas, a las que él mismo contestaba, que se referían al medio, los personajes y el tema de la novela. El ambiente más propenso a las imbecilidades intolerantes sería la provincia, y en ella transcurre la acción; los actores más insoportables, los pequeños profesionales o funcionarios, y el señor Bovary es un médico de pueblo; la propuesta más gastada, el adulterio, y este es el tema central de la narración. Ocho años antes, un personaje de La Gaviota, de Fernán Caballero, vista la pretensión que otros manifiestan de escribir una novela, les pide que, al menos, no describan un adulterio. Y en 1809, Las afinidades electivas, de Goethe, giraba también en torno al camino del adulterio. Estamos sin duda ante un tópico decimonónico que se manifiesta más o menos expreso, realizado o supuesto, en numerosas narraciones.

Si hacemos un poco memoria, comprobamos que algunas de esas narraciones son muy conocidas: Jacques (1833), de Georges Sand, La letra escarlata (1850), de Nathaniel Hawthorne, La señora Bovary (1857), de Gustave Flaubert, Thérèse Raquin  (1867), de Émile Zola, El comendador Mendoza (1877), de Juan Valera, Ana Karenina (1877), de León Tolstoi, El primo Basilio (1878) y Alves&Cª(póstuma), de Eça de Queirós, La familia de León Roch (1879), La de Bringas (1884), Lo prohibido (1885) y otras obras de Benito Pérez Galdós, La regenta (1885) y Su único hijo (1891), de Clarín, Un viaje de novios (1881) e Insolación (1889), de Emilia Pardo Bazán, Effi Briest (1892), de Theodor Fontane. Con La copa dorada, de Henry James, ya estamos en el siglo XX (1904). También encontramos el adulterio en obras teatrales como El gran galeoto (1881), de José Echegaray. Insisto en títulos españoles para mostrar que no estábamos separados de la moda europea.

La crisis del matrimonio, más o menos expuesta, es sin duda tema repetido a lo largo de la literatura, y en ello coinciden todas las obras citadas, ahora bien, en las novelas de los años setenta y ochenta del siglo XIX, lo importante no es tanto comprobar la insistencia en las buenas o malas relaciones matrimoniales de los personajes, sino entender que el adulterio podía ser símbolo del desorden social, de los peligros del desbaratamiento de la estructura económica de la burguesía triunfante. El adulterio viene a ser, pues, una metáfora de cómo el dominado puede rebelarse y de las consecuencias de la pérdida de autoridad que ello implica. Un libro de 1869, La esclavitud de la mujer, del filósofo y economista John Stuart Mill, ya explicaba que no podemos esperar sinceridad y franqueza de quien está bajo nuestro dominio absoluto. Aunque el ensayista escocés se refiriese a la mujer, su afirmación puede aplicarse en general a todas las relaciones familiares y laborales. El dominado, sea la esposa o el proletario, puede rebelarse y el efecto es destructor para la sociedad. Una podrá llegar al adulterio, el otro es capaz de incendiar la fábrica.

Las obras literarias, para ser grandes, aunque deban poseer validez en cualquier época, exigen también un esfuerzo de comprensión en el contexto en el que se escribieron. El giro que Edna, la protagonista de El despertar, de Kate Chopin, había dado a su vida, poniendo distancia entre ella y su marido y los hijos, dejándose arrastrar por el sentimiento en lugar de atenerse a la razón (justo lo contrario que ordenaba su educación puritana anglosajona), la dejó sin salida una vez que su amante decidió, dado que estaba casada, abandonarla. Si la tragedia de Nora, la protagonista de Casa de muñecas, de Ibsen, empieza realmente cuando abandona el hogar conyugal (¿a dónde ir en esas circunstancias y en esa época?), Edna carece de ánimo para seguir sola. Los efectos del matrimonio se han revelado indestructibles.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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