Cada vez son más quienes, no necesariamente en voz muy alta, ponen en duda el valor y la necesidad de la literatura. Si siempre ha sido así, pues los miembros mercantilistas de la sociedad la acusan de inutilidad o de no ser productiva, en los últimos tiempos las críticas arreciaron. En los planes de estudio va perdiendo presencia, los jóvenes (y ya no tan jóvenes) la desconocen pero, en ciertos niveles sociales, en cambio, se mantiene su conocimiento como una marca de distinción. En el mundo anglosajón, que tanto queremos que nos sirva de modelo (cuando ya en todos los terrenos son otros los países y las culturas que despuntan), no extraña la referencia de ciertos textos clásicos en la conversación. Me sitúo, claro es, más allá de la locura de la llamada “cancelación” (la última noticia que me llega es que en los institutos de bachillerato del estado de Florida, en los Estados Unidos, no podrán hacer leer obras de Shakespeare, como Romeo y Julieta, por sus posibles alusiones sexuales).
Tal vez uno de los motivos del menosprecio se deba a que, en una cultura tan deseosa de las definiciones concisas, claras y lo menos discutibles, no conseguimos encerrar en una frase qué sea y qué no sea la literatura. Así, la propia palabra “literatura” se confunde muchas veces con la cultura, la condición del escritor, un nivel de lengua, cualquier escrito (“la literatura del medicamento”, se dice), el conjunto de los escritos, la falsedad (“eso es literatura”), etc.
Ni siquiera algunos críticos y profesores de la materia la conocen bien. Tampoco han reflexionado sobre su naturaleza. Tengo sobre la mesa un libro de un profesor universitario francés de cierto nombre y leo: “Huxley, en Brave New World, y Truffaut, en Farenheit 451, describen…”. Sabe de la existencia de la novela Un mundo feliz, de Huxley, pero ignora que la película de François Truffaut es adaptación de una espléndida novela de Ray Bradbury, uno de los clásicos de la ciencia ficción. ¿O es que le parece lo mismo una novela que una película? Una profesora centroamericana asegura que la literatura de testimonio es sólo latinoamericana, nació tras la revolución cubana y la escriben habitualmente mujeres; desconoce que el testimonio literario, directo o indirecto, es habitual en el mundo desde los años diez del siglo pasado, se desarrolla con la primera guerra mundial y, además, la profesora inventa su feminización.
Entremos en una clase donde deba explicarse literatura en cualquier centro de bachillerato de la República Dominicana.
¿Cómo van a distinguir corpus de obras, sistemas de comunicación o canon literario, quienes no han pensado realmente en qué sea aquello que enseñan? Sin haber aclarado el concepto principal, empiezan a emplearse términos y expresiones como “literatura oral”, “literatura popular”, “literatura para-popular”, literatura del pueblo”, “literatura fundacional”, “literatura marginalizada”, “infraliteratura”, “subliteratura”, “paraliteratura”, “contraliteratura” y otras calificaciones que olvido.
Entremos en una clase donde deba explicarse literatura en cualquier centro de bachillerato de la República Dominicana. El profesor tendría que dejar claro a qué llama literatura y si, a la hora de explicarla, debe pesar más la lengua o la nacionalidad. Por ejemplo, ¿debe limitarse a tratar de las obras escritas en la República Dominicana o tener también en cuenta lo escrito en los otros países de lengua española, tanto en América como en España. ¿Y qué hacemos con la literatura guineana, puesto que Guinea Ecuatorial es un país que habla español? ¿Citará, por ejemplo, Filibusterismo, de José Rizal, novela filipina del siglo XIX, puesto que el español fue lengua oficial de las Filipinas hasta mediados del siglo XX? Si decide el profesor limitarse a la literatura antillana, ¿deberá hacer referencias a la obra de los afrodescendientes, a la poesía de la negritud, por ejemplo? ¿Y cómo calificará, entonces, la mayor parte de la literatura de nuestra República? ¿Ello significa que se preocupe también de Haití, aunque sus autores escriban en francés? Y, no lo olvido, ¿los escritores dominicanos que viven en el extranjero deben entrar en el programa de estudio, incluso si no escriben en español, por ejemplo Junot Díaz?
Pero hay más, sin salir del país ni cambiar de lengua. ¿El profesor elegirá las obras, aunque sean repetitivas y su calidad mediocre, debido a su importancia histórica, política o nacional? ¿Con qué criterios resulta preferible contemplar la producción literaria, con aquellos que estaban vigentes cuando se escribió, aunque algunos de sus valores sociales, morales o estéticos no coincidan con los nuestros, o sólo deben contar los criterios actuales?
La literatura y su enseñanza, como vemos, tocan de lleno la problemática del concepto que tenemos del país, los valores humanos, la evolución del pensamiento, la influencia de la política… No son cualquier cosa, sino que exigen una importante responsabilidad que no podemos echar en saco roto.