Hace poco leí «La peste», de Albert Camus. Y confieso que me dolió no haberlo leído antes de publicar mi novela «El vaivén de las horas»; pues de esa manera, tendría una idea más amplia de lo que fue una peste para Camus y, asimismo, enfocaría de manera más universal mi visión sobre una peste a la hora de abordar la pandemia del Covid-19. Pero la razón que me motivó a escribir este texto no es la de lamentar, sino la de analizar la extraordinaria ironía de Camus al «Grand» escritor de «Madame Bovary», el padre de la palabra exacta «le mot juste».
Cabe aclarar que, si bien lo llamo ironía, puede que sea un homenaje; pero dada la curiosa inclinación del ser humano hacia el chisme, veámoslo como una ironía. Al final, que el lector juzgue por sí mismo.
Empezamos por el nombre del personaje dentro de quien Camus decide instalar a Flaubert: Joseph Grand. «Grand» adjetivo, que en español significa grande. A partir de aquí, podemos afirmar que Camus reconoce la grandeza de Flaubert y sería absurdo no hacerlo.
La primera vez que Joseph Grand aparece en la novela, la razón es baladí. Luego, Camus empieza a mostrarnos el interés de Grand por las palabras adecuadas cuando nos muestra su lucha para «escribir la carta de reclamaciones que estaba siempre meditando o hacer la gestión que las circunstancias exigían», pero «Joseph Grand no encontraba las palabras adecuadas», dice el narrador. Más adelante, Nos enteramos de que Joseph está escribiendo un libro, y le dice a Rieux, su amigo, con volubilidad: «Mire usted, doctor, lo que yo quiero es que el día que mi manuscrito llegue a casa del editor, éste se levante después de haberlo leído, y diga a sus colaboradores: “Señores, hay que quitarse el sombrero”.»
Sin embargo, pronto descubrimos la angustia de Joseph para dar con la palabra justa: «Compréndame bien, doctor. En rigor, es fácil escoger entre mas e y. Ya es más difícil optar entre y y pues. La dificultad aumenta con el pues y luego. Pero seguramente lo que resulta más difícil es saber si hay que poner o no la y».
Lo interesante es que Joseph Grand solo lleva escrito el inicio de la novela, que es un párrafo de tres líneas: «En una hermosa mañana del mes de mayo, una elegante amazona recorría, en una soberbia jaca alazana, las avenidas floridas del Bosque de Bolonia», y luego dice a su amigo Rieux: «Esto no es más que una aproximación. Cuando haya llegado a transcribir el cuadro que tengo en la imaginación, cuando mi frase tenga el movimiento mismo de este paseo al trote, un, dos, tres, un, dos, tres, entonces el resto será más fácil y sobre todo la ilusión será tal desde el principio que hará posible que digan: “Hay que quitarse el sombrero”.»
Pero para esto —dice el narrador, como contestando a Flaubert—, Grand tenía aún mucho que roer. Nunca consentiría en entregar esta frase tal como estaba al impresor. Pues a pesar de la satisfacción que a veces le causaba, se daba cuenta de que no se ajustaba enteramente a la realidad y de que, en cierto modo, tenía una ligereza de tono que le daba un carácter, vago, por supuesto, pero con todo perceptible, de clisé.
Una tarde, Grand dijo que había desechado definitivamente el adjetivo «elegante» para su amazona y que, de ahora en adelante, la calificaba de «esbelta». «Es más correcto», había añadido, y leyó a sus dos auditores la primera frase modificada en esta forma: «En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una soberbia jaca alazana, recorría las avenidas floridas del Bosque de Bolonia».
Y sigue la crisis de Grand: «…He preferido: “En una mañana de mayo”, porque “mes de mayo” alargaba un poco el trote.»
»…Después Grand se mostró muy preocupado por el adjetivo «soberbia». Éste no expresaba bastante, según él, y buscaba el término que fotografiase de una sola vez la fastuosa jaca que imaginaba. «Opulenta» no servía, era concreto, pero resultaba algo peyorativo. «Reluciente» le había tentado un momento, pero tampoco era eso. Una tarde anunció triunfalmente que lo había encontrado. “Una negra jaca alazana”. El negro siempre indicaba discretamente la elegancia, según él.
—Eso no es posible —dijo Rieux.
—¿Por qué?
—Porque alazana no indica la raza sino el color.
—¿Qué color?
—Bueno, pues un color que, en todo caso, no es el negro.
Grand pareció muy afectado.
—¿Qué pensaría usted de «suntuosa»? —dijo Tarrou. Y fue aflorando a su cara una sonrisa.
Grand le miró y se quedó reflexionando.
—¡Sí! —dijo—; ¡sí!
»Poco tiempo después confesó que la palabra «florida» le estorbaba. Además, había una rima.
» Pero un día Rieux lo encontró muy excitado. Había reemplazado «floridas» por «llenas de flores». Se frotaba las manos. “Al fin, se las ve, se las siente. ¡Hay que quitarse el sombrero, señores!” Leyó triunfalmente la frase. “En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana recorría las avenidas llenas de flores del Bosque de Bolonia”. Pero leídos en voz alta, los tres genitivos que terminaban la frase, resultaban pesados y Grand tartamudeó un poco, agotado. Después pidió al doctor permiso para irse. Necesitaba reflexionar.»
Luego de una conversación con el doctor, Grand le confiesa: “Pero estoy distraído y no sé cómo salir del final de la frase”.
» Había pensado en suprimir “de Bolonia” suponiendo que todo el mundo comprendía. Pero entonces la frase parecía darle a «flores» lo que en realidad correspondía a «avenida». Había tanteado también la posibilidad de escribir: “Las avenidas del Bosque llenas de flores” y un adjetivo, que arbitrariamente separaba era para él una espina.
Tras caerse enfermo, Grand creyó que le había alcanzado la peste «Si salgo de ésta, ¡hay que quitarse el sombrero, doctor!», dijo, y luego «rogó que le dieran el manuscrito que tenía metido en un cajón. Lo apretó contra su pecho sin mirarlas y se las entregó al doctor, indicándole con el gesto que las leyese. Era un corto manuscrito, de unas cincuenta palabras. El doctor las hojeó y vio que todas aquellas páginas no contenían más que la misma frase indefinidamente copiada, retocada, enriquecida o empobrecida. Sin cesar, el mes de mayo, la amazona y las avenidas del Bosque se confrontaban y se disponían de maneras diversas» … Debajo, con esmerada caligrafía, figuraba la última versión de la frase. «Lea», dijo Grand, y Rieux leyó:
«En una hermosa mañana de mayo, una esbelta amazona, montada en una suntuosa jaca alazana, recorría entre flores las avenidas del Bosque…»
—¿Está? —dijo Grand con voz de fiebre.
Rieux no levantó los ojos.
—¡Ah! —dijo Grand, agitándose—, ya lo sé, hermosa, hermosa no es la palabra exacta…
¿Por qué me he detenido a estudiar este personaje hasta descubrir la ironía de Camus? Sencillamente por lo tedioso que es para todo escritor el trabajo de autoedición. Yo no sé a qué nivel Flaubert disfrutaba su tediosa teoría, pero en esta ironía, u homenaje, intuyo lo mucho que le costó, a un Camus de 34 años, seguir ese consejo hasta tal punto de deshacerse de ella en una de sus novelas más importantes. Y si a eso añadimos el hecho de que Camus era argelino, entenderemos su venganza literaria contra uno de los franceses más importante.
En fin, donde sea que estés, querido Camus, comparto tu frustración, aunque todavía me falta el valor de liberarme de “la palabra exacta”.
(Camus, 1977, págs. p.45, 89, 91, 92, 115, 116, 117, 217)