Sobre el paisaje se dibujan las notas de los acordes como viajan los sonidos en el tiempo: El acordeón suena y evoca el pasado. Una música que se ha quedado grabada en el corazón de los árboles como una alegre sonrisa. No hay nada de extraño en este sueño: el merengue está ahí con su música contenida en las palabras. Es así como Franklin Mieses Burgos, en su ya clásico Paisaje con un merengue al fondo, pone de relieve el secreto sentido de la poesía, a la que apropiadamente Robert Graves ha denominado, la diosa blanca. Todo parece indicar el inicio de un rito, el espacio donde la danza se acopla de manera imperceptible: Música y poesía se bifurcan para concretar este encuentro del espíritu frente a la idea de saberse dominicano. Mientras tanto, la poesía es la pasión, el merengue al fondo es el sello, es la marca de identidad que nos convoca. El símbolo que concretiza el ser histórico a la luz de la conciencia patriótica y la llama incandescente de la nación.
El paisaje, veloz como una gacela va creando su propia danza. En otras palabras, Mieses Burgos intenta imaginar que es un poeta perteneciente a estas lides caribeñas y sus hermosas metáforas cabalgan en el lomo de un lenguaje lúdico y sutil, junto a una sonrisa de corazón de coco, con tonos suaves y azules. Un saxofón lejano va franqueando alegremente los compases, las pautas y el espíritu de esta improvisada música de Miro Francisco, el prodigioso saxofonista del Conjunto Típico de Tatico Henríquez. A lo mejor, Miro no conocía la historia del merengue, pero lo componía y lo ejecutaba, algo que era mucho más importante para un músico. En definitiva, es mejor hacer poesía que conocer su historia. Así que el saxofón de Miro tiene su propia jerga musical, tanto así que casi establece un diálogo con las notas y con los acordes. Por esta causa, su música tiene una marca inconfundible. En el mejor de los casos, el merengue de Miro es un ritmo infinito, sin pausa. Una pieza que desborda las aguas de una poética, o mejor dicho: Un río por donde gota a gota desangran tus palabras.
Pero lo más seguro es que Miro no conociera a Mieses Burgos. Sin embargo, el universo los juntó en una especie de azar, una especie de danza sideral. Cuando yo era pequeño conocí a Miro Francisco, un tipo simpático, agradable y regordete con un saxofón a cuesta. Ensayaba su música en una enramada de la comunidad de Hoya Grande de donde era oriundo; un paraje enclavado en el centro de las lomas del Municipio de Guananico, en la provincia de Puerto Plata. En esa danza de las palabras que es Paisaje con un merengue al fondo junto a las notas musicales que salen del saxofón de Miro, se bifurcan dos universos. Tanto así que parecen la idea esencial de un destino donde se fragua una pasión. Por eso, veo a Miro ejecutando las siete pasadas, una pieza emblemática de la música típica dominicana. Siete acordes diferentes en siete tiempos diferentes. Un acontecimiento sin precedentes en la historia musical dominicana. Es difícil llegar donde llegó este músico, pocas veces se pueden explorar las regiones ignotas donde los mapas de la cartografía musical no han podido llegar. En esa ejecución de Miro está también el merengue al fondo del poeta y lo más probable es, que esta sea una obra del azar, porque Miro nunca conoció a Mieses Burgos, perdón, no lo leyó.
Me parece que Miro Francisco fue un niño sin escuela, sin embargo, su genio musical le permitió ser un jazzista acabado, un hombre que improvisaba como nadie, como el que quiere dibujar las notas de unas partituras que imagina mientras ejecuta el saxo. Una vez le dijo a mi madre, que él quería dedicarle una pieza a ese niño que llevaba cargado entre sus brazos. En ese momento yo no sabía distinguir qué cosa tocaba. Ahora, transcurrido el tiempo, sospecho que Miro me dedicó un jazz, o a lo mejor evocó una de esas melodías que vivían en oídos de las nanas de su época. Por eso el poema de Mieses Burgos, que también es un epígrafe del jazz, provoca en mí cierta nostalgia, porque me acerca sin quererlo, a la danza de Miro.
Bailemos un merengue es una frase muy simbólica que encierra la pasión del dominicano por su música. La furia de un ritmo acompasado y cadencioso, que nota a nota va contagiando la cintura de una mujer. Que nunca más se acabe, representa así, la eternidad de nuestro sentido altamente danzante. La verdadera encomienda, el goce, el mandato espiritual y ancestral cuyo origen lo encontramos en estas islas sembradas de huracanes.
En Paisaje con un merengue al fondo, Mieses Burgos no especula en lo absoluto, tampoco es un poema cargado de sutilezas, ni de fantasías. Tal vez de la condición imaginaria que necesita el poeta para mostrar su dolor humano. Unos versos que anuncian verdades amargas y definen conceptos universales, o quizás el universo mítico que aguijonea el ser dominicano en su cruel y justa dimensión. Por ese motivo, creo que en estos versos se concretiza muy bien la condición ética del poeta. Un poema escrito con hondura y responsabilidad conceptual y con una apabullante carga estética.
Este poema refleja además, la alegría y el dolor como elementos contractuales de la supervivencia humana. Sobre todo, reúne aquellos símbolos que forman parte del patrimonio esencial del dominicano: El acordeón y el güiro. El machete y el cuchillo. El acordeón, polizón infiltrado para llevar alegría en las travesías marítimas del pasado. El machete, la pluma y motivo de refriegas patrióticas de antaño: instrumento que ha derramado la tinta con la que se ha escrito la historia en la defensa de la soberanía.
Lo alquímico, en los versos de Mieses Burgos no es que sean exclusivamente musicales, sino que nos dejan sembrada una idea y provocan un pensamiento, a partir del cual debemos reflexionar sobre nuestras falencias y sobre nuestra condición de ser dominicano. El poeta arma pues, una manera especial de la ficción poética. Nos cuenta un relato sobre los vericuetos de la historia dominicana y un brutal ajuste de cuentas con los sentimientos.
Si Miro fue un poeta de la música, no lo fue por decisión ni gusto propios, sino porque lo asaltó la poesía. Al igual que Mieses Burgos, ambos representan la voz de un pentagrama donde podemos leer el poder avasallante de una estética que universalmente define la cultura dominicana. Los símbolos por donde gota a gota, corren ríos de dolor junto a la alegría que somos: ¿Que somos indolentes? ¿Que fuimos y que somos los mismos marrulleros; los mismos reticentes del pasado y de siempre? ¿Que únicamente amamos la botella de ron? Mieses Burgos se pregunta y define así la condición de un paisaje interior sin aspavientos ni conjeturas. Mientras tanto, el poema avanza hacia el encuentro de dos cuestiones fundamentales en literatura: El concepto y la imagen. De ahí su insistencia por aflorar los sentidos de un profundo dolor histórico y la celebración eterna: Entre tanto, bailemos un merengue de espalda a la sombra de tus viejos dolores. Bailemos un merengue que nunca más se acabe, bailemos un merengue hasta la madrugada, el pimentoso merengue que ha sido la historia dominicana.