A inicios de los años setenta del siglo pasado, el filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas acuñó el concepto de “crisis de legitimidad o legitimación” para referirse a la pérdida de confianza en las funciones administrativas de las instituciones, además, de que expresa incapacidad para responder a su misión, visión y valores con las que fue concebida. Esta condición provoca inhabilidad para crear estrategias o estructuras que sean eficaces. Ante este hecho, el ciudadano manifiesta inconformidad por la insolvencia administrativa, y lo peor es que se construye un imaginario negativo sin hacer el mínimo esfuerzo para sustituirlo.
Interpreto esta crisis de legitimidad como una pérdida de sentido. Donde lo institucional se va disolviendo lentamente para dar paso a la negligencia o a la falta de respuestas; al autoritarismo y a prácticas antiéticas que ponen en peligro su permanencia y pertinencia. Cuando esto ocurre, las instituciones se convierten en un cascarón vacío. Una estructura formal completamente ahuecada que, pese a seguir históricamente su “vida normal”, en ellas nada funciona: sus departamentos o estamentos, servidores y acciones ya no pueden generar esa dinámica con la que fueron concebidas desde sus inicios.
Las instituciones forman parte de la vida social. Ellas se convierten en una mediación entre individuo y sociedad. Ayudan a gestionar poder, bienestar y propuestas para solucionar problemas concretos. ¿Pero qué pasa cuando ellas dejan de obrar? Mi perspectiva es que se produce lo que llamo una “esclerosis social” que termina afectando la vida política. Lo execrable de todo es que en muchas ocasiones esto va acompañado de cierta alienación por parte del liderazgo y de los que participan de ella, pues la crisis de legitimidad también se produce en el liderazgo.
A las instituciones hay que replantearlas. Si se entiende que ya no cumplen ninguna función, su restauración es inminente
Las instituciones son espacios donde se reconoce al otro y con base en ello se construye la confianza, echando a andar los reglamentos que organizan su accionar. Sin embargo, ellas no se reducen a estos estatutos. Hay trascendencia de cualquier normatividad expresa, puesto que las instituciones son un reflejo de la vida social mediante las cuales canalizamos lo público y lo privado de nuestra existencia. Por tanto, se convierten en el puente de los servicios que se les puede ofertar a los ciudadanos para solucionar problemas, aparte de instituir significados o trazar una red de relaciones con el objetivo de viabilizar procesos.
También, las instituciones son espacios en la que se proyectan una serie de valores que terminan coincidiendo con los de los sujetos. Yo diría que son una proyección: las instituciones proyectan esos valores que los individuos poseen transfiriéndolos hacia la sociedad, razón por la cual las instituciones son claves para la construcción de sociedades decentes. ¿Pero qué ocurre si ellas se fracturan o llegan a alcanzar el ocaso? ¿Qué pasaría con nosotros?
Subrayo que este ocaso puede ocurrir por dos razones: sea porque van perdiendo vitalidad o porque dejan de tener significación social. Una institución puede durar cientos de años, pero eso no significa que sigan cumpliendo su función o que sean lo suficientemente eficientes. Son simplemente momias, esqueletos que funcionan por gravedad o caparazones que, a falta de cuerpos vivientes, deambulan por las calles sin ninguna dirección.
Hay tres cosas que considero vitales en las instituciones: la ética, el conocimiento y la comunicación. Sin ese trípode ellas podrían caer de espaldas y quebrarse las costillas. Y esto en virtud de lo que voy a decir a continuación: la ética, porque ayuda a reflexionar sobre sus valores y principios; a crear un código que garantice su accionar, orientando sus estrategias hacia el bien común a lado del deber de sus metas. El conocimiento, porque mantiene la constante producción de significados necesarios para su vitalidad interna. Define su mirada hacia el cómo y por qué. Genera la capacidad de dar respuestas, la conduce hacia la innovación y no el capricho; a tener conocimiento de causa para evaluar procedimientos, al mismo tiempo de que asegura la creatividad de los que dirigen los procesos. La comunicación, porque conecta al individuo con sus estructuras. Le orienta en el quehacer y canaliza su capital simbólico.
Desgraciadamente, rota esta cadena se pierde el núcleo de significaciones que aportan a la vida ciudadana. Esto es, pierde sentido y se condena hacia un vejestorio de cosas ya hechas o un accionar refrito de incapacidades, que no produce bienes útiles a la ciudadanía. Justamente, las instituciones provocan estos bienes, en oposición a la producción de malestares. De igual forma, ellas existen para enfrentar esos martirios sociales.
El malestar de la cultura inicia por el ocaso de las instituciones. La pérdida de confianza y la no solución de dificultades en el campo organizacional y administrativo, impulsan un deterioro que podemos denominar entropía social: la tendencia al desorden, a la disipación de fuerzas, a la pérdida de energías.
En este punto debemos ser sinceros. A las instituciones hay que replantearlas. Si se entiende que ya no cumplen ninguna función, su restauración es inminente, asumiendo con responsabilidad el costo político o económico que esto implique. A fin de cuentas, nuestra vida social se estructura basándose en ellas y lo que se pone en juego es la supervivencia de todos, frente a los intereses particulares de unos pocos.