1

Descubrimiento

 Que “Un Tríptico”, doblego lírico de la muerte y por la que todos atravesamos, sea, formalmente, la última experiencia y acabamiento metafórico del universo poético de la obra Recodo, evidencia, en la sumatoria de la triada, el espectro del asombro, “Era mi primera muerte verdadera”;  la reflexión, “la carne articulada que me sostenía a ratos”; y, finalmente, el cortejo tras la tumba, “la tarde desciende”. Tanteos, en verdad, de que todo está resquebrajado, reducido al desengaño y al tegumento de polvo que nos ata.

En sus tres cotas sucesivas de proclamación poética, José Enrique García, el poeta de la imagen, recorre todo un trecho que, sin recato, resuelto, comienza, en Descubrimiento, con el último acoso del destino, “Amaneció…así de simple, muerta”, para continuar, en Disquisiciones, con las premoniciones tenebrosas que, “abandonado entero a lo desconocido”,  habrían de mudar, en El entierro, un cuerpo de carne viva a otro de piltrafas corrompidas, terminantes, indulgentes unas, despiadadas otras, hasta el lecho seco y gélido de la fosa, “el estado en que nos recogemos / polvo bueno o polvo malo”.

Así, en su reto tripartita, el poeta  colapsa su angustia existencial sobre aquella “joven mujer” que, justo al romper el día, “sin ningún alboroto, mucho menos aspavientos”, expira sosegada, “murió de sí misma”, apegada a su belleza, “hermosura”, que hogaño se corrompe, “se deshace”. ¿Para qué, entonces, existen los primores cuando de pronto serán nada? Esa moza, “que siempre flor aparecía” en lo más hondo del poeta, fue, a pesar de todo, su “primera muerte verdadera”. Aquí, precisamente, en esa criatura, el poeta, desde su “inicial niñez”, entrampó, “sueños retenidos”, el fuego fatuo de la impudicia, “el gozo de la carne”, que pretendió ahogar, “lo posible y temprano”, de los oficios mundanos o erotismo que él desentendía.

José Enrique García.

Además, en este lúgubre y turbulento panorama, a la “joven mujer”, en su “andar de danza [con la parca]” hasta cerrar los ojos, “desde los pies, al instante del ojo”, los compueblanos suyos la “ritualizaron…perplejos no por ella: vano y leve el espejo”, sino que los mismos avecindados, “las gentes del pueblo”, incluso, “los mismos hombres [que] la buscaban en las calles”, mirándose, taciturnos, a sí mismos, terminaron reflejados, igualmente, en “todo aquel silencio [de muerte] que venía de la carne”, “flor” o doncella. Empero, aunque “el mar” o sepultura vuelva, “una y otra vez en olas y espumas”, hasta pisar, inamovible, “tierra de cementerio”, siempre existirá, a partir de las tensiones inherentes a las disputas, “el aire… [para tañer] “las campanas” y el clima para que “la primavera… [se abra] en sus colores. 

Descubrimiento

Amaneció muerta. Así de simple, muerta.

Sin ningún alboroto, mucho menos aspavientos.

Murió de sí misma, joven mujer todavía:

los hombres la buscaban en la calle

iban detrás de hermosura que ahora se deshace

dentro de una extraña suavidad

que no conoce manos para tocarla.

Era mi primera muerte verdadera,

la admiraba desde mi inicial niñez,

quizás en algunos de mis sueños irretenidos

adelanté el gozo de la carne,

con ella que siempre flor aparecía

y que distanciaba lo posible y temprano

que yo desconocía como tantas otras cosas

del mundo en que vivía

y del aquel más distante.

 

Amaneció aquella mañana sin ninguna sonrisa,

lejos del alboroto, quiero andar de danza

que asciende desde los pies,

al instante del ojo.

 

Y las gentes del pueblo,

de pronto alborotaron

todo aquel silencio que venía de su carne,

y ritualizaron por ella,

solamente, extrañados,

perplejos no por ella: vano y leve el espejo.

Las campanas sacudieron el aire,

la primavera, tiempo para entonces,

se abrió a sus colores.

 

Pájaro iban y venían en vuelos por los aires,

y el mar, no distante, volvía una y otra vez

en olas y espumas que tocaban tierra de cementerio.

2

Disquisiciones

 Apostando a los juegos, de linderos en linderos relativos de la triada, luego del primer acto, Descubrimiento, el doblego de la muerte trasiega al intermezzo, Disquisiciones, cargando a cuestas, introspectivo, su trasvase alejado, pues, de “la imagen leve” de los restos o “carne articulada” de aquella moza que fuera la “primera muerte verdadera” del poeta. Quien, precisamente, ahora, en este lóbrego entreacto, re-enacta en esa dimensión opaca “que separa el volver y el ir” de cada “instante nomás de dimensiones múltiples”. No importa, en absoluto, el cambio de vestuario o la muda a otros “sitios”, ya que “no existe otro instante” donde no monte, invicta, la muerte que nos toca.

En efecto, conminados los humanos desde arriba atravesar las vías primitivas e inescrutables de polvo, “agotados por la fuerza de ser ambiciosa arcilla”, el poeta, José Enrique García, osado nos confiesa, dado el alcance de sus lapsos cotidianos, “horas ordinarias”, la certidumbre de su cita nuestra con la muerte, “este estado mío, jamás en otro sitio”. Y es que en el talonario del poeta, tal lo había amonestado el salmista, a cada quien le tocará su periquete, “vendrá su tiempo”, en su viaje de retorno al verdadero territorio que habrá de aposentar, finalmente, nuestros “íntimos tejidos” amasados con las “sales [y las] aguas” de la tierra, aunque, en nuestro fuero, pendiendo, en vano, de las “dudas”.

Para un mayor discernimiento de los juicios ocurridos en cuanto a un destino incierto e inevitable en esta parte, basta con mostrar las honras luctuosas, tributos [también] de otros”, ofrendadas a la doncella eternamente exangüe desde el primer acto. Así las cosas, ¿qué le habrá de esperar, “ocurrir”, al poeta de la imagen que no fuera el augurio colectivo de cada uno de nosotros a un paso del exterminio inexorable de uno mismo? Precisamente, inclusive, aquí habríamos de arribar exentos, exhaustos, absueltos de nuestros consuetudinarios males o menesteres, “sin voluntad, sin ansia, indiferencia plena”, hasta el mar de la caída. Mas, desamparado, pleno, en un mundo anónimo, extraño, el poeta, José Enrique García, “abandonado entero a lo desconocido”, recala en un punto crítico de inflexión al preguntarse: “cuánto se me demoraría esto que llevo encima”, obligándolo a discurrir acerca de la permanencia de la propia finitud del hombre.

Disquisiciones

Lejos ya otra,

atrás la imagen leve

la carne articulada que me sostenía ratos.

No existe otro instante, sino el que mudamos

para todos los sitios, definitivamente.

Ese instante nomás de dimensiones múltiples

que separa el volver y el ir…

¿Lo que me aguarda es este homenaje,

Tributo de los otros que se hacen a sí mismos?,

cada uno en silencio se envuelve en presentimiento

-cuánto se me demoraría esto que llevo encima-

sin voluntad, sin ansia, indiferencia plena,

abandonado entero a lo desconocido,

pero al vez tantas veces soñado

como tantas también disuelto en la neblina

espesa de los sueños…

Lo cierto está en este estado mío,

jamás en otro sitio

de los que procuramos en las horas ordinarias

que agotamos por fuerza de ser ambiciosa arcilla.

lejos, los desechos vivos

pensando cada quien cuándo vendrá su tiempo

de regresar a esa tierra que acomoda sus íntimos tejidos

en sales, aguas

y dudas.

3

El entierro 

El doblego lírico de la muerte que, al acecho veníase tejiendo en el trasiego de los dos primeros actos, ahora, en el epílogo de Un Tríptico, traspasa la última frontera y desciende al escenario, exacerbado, de la efeba en el sepelio, El entierro que, extremo y afanoso, habrá de arrimar solícito a la fosa, “mar que recoge los despojos”, bajo el epígrafe postrero, “último favor”, que expiden los “hombros de cuatro ciudadanos” cargando con “una de las máscaras, la solemne y triste”, o la crónica de “un cuerpo” acaso aproximada, “tal vez semeje” a la “historia” de los mismos pobladores portadores del sumergible féretro. De ahí, aviénese aplazado el aspaviento, “suspendidos los gestos”, semblantes circunspectos, “sobrios los rostros”, secos, “a la hora de guardar la compostura”, resuelta la andadura decisiva o trayecto taciturno al camposanto.

Asimismo, en su vuelo permanente tras la búsqueda de ataduras innomidadas entre esa multitud en duelo y la occisa, El poeta, José Enrique García, acogiéndose a este instante deplorable de la muerte, advierte a los adultos peregrinos, “señoras y señores”, quienes acompañan a los dolientes y al ataúd con los restos lapidarios de la imberbe, “callados, muy callados”, sobre el desengaño que embelesan los placeres ordinarios, “juegos cotidianos”, ciertamente añagazas, “ardid”,  que, en vano, pretenden posponer o “demorar”, en “humo y…hedor”, la carne que aun, a paso tímida siguiendo el cortejo de la hermosa, poco a poco “se deshace”, quizás fingiendo “de dolores o piedad”, compelida por orgullo o el desprecio. Todo un “rito” que, de acuerdo al célebre poeta, “enmascara lo que se calla adentro.”

¿Pero y qué de aquellos que observan, “absortos”, a través  de un hueco, a sus iguales trotando al cementerio por la nada, mientras las bestias pacen, “animales que pastan”; el forraje retoña en derredores, “yerbas enverdecen”; y las montañas, “promontorios”, los nubarrones, “nubes”, las longitudes, “distancias”, permanecen? ¡Ah!.. El poeta, Enrique García, sumergido en lo que ya es parte de su autobiografía íntima y lo que somos: la tensión de los opuestos entre lo más alto y en un segundo bajo tierra. Soberbia paradoja del poeta: “la enfermedad más pura está en la propia vida”, o en la otra bruma cruel que a cada uno nos procura: “cada vez que respira crece más lo fugaz”. Precisamente, testimonio o alertas explícitas y tempranas del poeta sobre lo que ya está cercano: el “antiguo rumor” o voces de la tumba, “el mar…en su aire salado y en el revés del cielo”. Luego de atravesar los espacios fronterizos de Un Tríptico inmanejable, arribamos a la pendiente de la carne o al aplazado y fútil laberinto del  Recodo,  “estado en que nos recogemos: / polvo bueno o polvo malo.” Deplorable diseño como castigo, indulgente uno, despiadado otro. 

El entierro

Y ya lejos. Y la tarde desciende

y el mar que recoge los despojos.

En hombros de cuatro ciudadanos

que prestan el último favor considerablemente,

todos de sobrios rostros, suspendidos los gestos

en uno que detiene toda inflexión posible,

voluntario o no, hora de guardar compostura,

la solemne, y triste, algo que se consume definitivamente,

cargan con ellos, y todos: un cuerpo cuya historia

tal vez semeje a tantas otras historias,

un cuerpo con todo el tiempo que poseyó viviendo,

un cuerpo ya solamente…

Y advierte la adultez de los mayores:

esos mismos señores y señoras

dados a los juegos cotidianos,

van detrás, callados, muy callados,

con pasos que simulan no ser pasos,

ardid para demorar lo que ya se deshace

en humo y en hedor, en indiferencia toda,

simulacro quizás de dolores o piedad,

rito que enmascara lo que se calla adentro.

 

Lejos va ya, y el mar, cercano,

y antiguo salado y en el revés del cielo.

Lejos ya el horizonte gastándose de ojos,

esos que desde la ventana miran absortos el ámbito

de árboles y promontorios, nubes, distancias,

animales que pastan, caseríos, personas…

Para qué tanto tiempo por lo que ya es crecido

la enfermedad más pura está en la propia vida,

cada vez que respira crece más lo fugaz

el estado en que nos recogemos: / polvo bueno o polvo malo.

 

Luis Ernesto Mejía en Acento.com.do