La fiesta de Halloween que hemos vivido hace poco llenó las calles de personas mayores que jugaban a ser niños, mejor, que buscan huir de las responsabilidades adultas escondiendo sus rostros y parapetándose tras la ficción de que son como niños.

Vivimos una época de cartón piedra, de disfraz, de decorado, de mentira. Querríamos que nada fuera como es, o al menos que no lo parezca. Escondemos la cabeza en la arena como parece que hacen las avestruces (he visto muchas avestruces en circos y parques zoológicos, pero ninguna tan tonta que meta la cabeza en la tierra y se le llenen de polvo los ojos). Sólo el ser humano es capaz de no querer saber lo que ocurre. La fiesta de jalogüín, así escrito, tiene esa tremenda característica de ser un enorme monumento a la falsedad, al engaño de sí mismo, a la incongruencia.

Si no recuerdo mal, la novela de Malcolm Lowry publicada en 1947, “Bajo el volcán”, sucede el día de los muertos, en Cuernavaca, durante una festividad de la que el protagonista, inglés, no comprende nada. Paralelamente a la procesión, y bajo la presencia amenazante de los volcanes, el personaje prosigue una autodestrucción a través del alcohol. Como si la muerte celebrada llamase a la muerte de la personalidad.

Los anglosajones, que no gustan de hablar de la muerte, decidieron disimularla con el truco de un carnaval infantil de cuyo trato sólo quedan los caramelos. No pueden pensar en ella. Es de mal gusto; mejor quitarle la guadaña y ponerle un capirote de bruja dentona.

Y en esa huida permanente, tapamos la soledad profunda a la que la mundialización, la espectacularización del quehacer diario, el entreguismo y la irresponsabilidad como moral nos están conduciendo.

Los latinos, en cambio, prefieren acostarla a su lado, porque no es sino un componente más de la vida. Hay que saber, eso sí, que existe. Por eso las Catrinas acompañan el continuum mexicano o, a primeros de noviembre, los españoles comemos unos pastelitos de pasta de almendra con deliciosos rellenos que tienen forma de hueso, los huesos de santo. Los anglosajones se mienten con el Halloween. Los latinos, más ascéticos y auténticos, celebran el día de los muertos y, en algunos lugares, incluso van a almorzar al cementerio. La muerte es un canto a la vida: el muerto al hoyo y el vivo al bollo.

Pero de repente hemos decidido huir de la realidad. Tapar la muerte con los juegos de niños, pero convertirlo en juego de mayores, degradar la conciencia, la responsabilidad y el conocimiento. Engañarnos con el decorado. Representar el jalogüín. Y en esa huida permanente, tapamos la soledad profunda a la que la mundialización, la espectacularización del quehacer diario, el entreguismo y la irresponsabilidad como moral nos están conduciendo.

Al convertir la muerte en un telón de escenario ocultamos la vida real. Pero esta sigue ahí, vivita y coleando. Y mientras, como en los tebeos de Asterix, el cielo se nos cae en la cabeza.

 

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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