La idea de igualdad se sitúa en el origen de la ciudadanía. Ella surge como una reivindicación de derechos, centrando su atención en las diferencias sociales y culturales. Esto implica el problema del reconocimiento del otro. En ese sentido, la perspectiva que propongo es que la revisión de este último concepto sea realizada desde el punto de vista de la filosofía hermenéutica. Pensamos que esta puede enriquecer el debate en la esfera política y jurídica, a la vez que fortalece el proyecto de una ética hermenéutica que defiende la compasión, la solidaridad y el pluralismo.

Esta ética es capaz de atender toda condición humana que se encuentre en una situación de inferioridad respecto al poder totalizador y reductor del sentido. Por eso, prefiero hablar de ética de la debilidad en oposición a la fuerza que pretende toda metafísica del poder.

En el contexto de la globalización, del multiculturalismo y la posmodernidad, el reconocimiento tiene que ser entendido como “reconocimiento del tú”. En este sentido, las minorías o las diferencias luchan por obtener su reconocimiento en el otro, quien es la “cultura mayoritaria” o hegemónica que pretende el dominio y la centralización de todos los componentes sociales.

Para que se realice un verdadero diálogo, la “cultura hegemónica”, a través del Estado, debe reconocer la posición de las minorías y las diferencias. Reconocimiento que se traduce a una conciencia moral respecto a su condición en el mundo social. Georg Gadamer arroja luz sobre esta cuestión, la cual pensamos necesita retomarse desde una perspectiva ética, preocupada por fundamentar un pluralismo razonable.

Retomando las líneas maestras de Gadamer, con intención de aplicarlas al problema abordado, decimos que frente a una posible cosificación de las minorías y las diferencias culturales existe una manera distinta de comprenderlas, que consiste en ser reconocidas como personas. Nuestro contacto con ellas ha de entenderse como la «experiencia del tú» que provoca la dialéctica entre el yo y el tú. Sin embargo, como diría Gadamer, la relación entre el yo y el tú no es inmediata sino reflexiva.

En esa reivindicación del interés por (re)conocer a la persona, el tú pierde la inmediatez y, por ende, el prejuicio negativo se diluye. De tal manera que el diferente es comprendido, en el sentido de que es aprehendido reflexivamente desde la posición de la cultura hegemónica.

En ese mismo orden, una «identidad no reconocida» significa que las diferencias culturales no son comprendidas, es decir, no están siendo integradas por parte de una política cultural que garantice su derecho y libertad. En contraposición a dicha actitud, desde nuestra perspectiva las minorías y las diferencias culturales no son vistas como “objetos exóticos”, sino como personas diferentes o culturalmente distintas.

Esta es la razón por la cual una política multicultural dentro de un Estado nacional ha de alcanzar una “dialéctica de la reciprocidad” que culmina en una ética de la debilidad y defensa del pluralismo. Sin embargo, es mediante el previo reconocimiento de su historicidad que mejor se perfila su verdadera incorporación, posibilitando un diálogo entre culturas como apertura a las tradiciones, tanto locales como no locales. Tanto minoritarias como mayoritarias, a fin de comprender la pertenencia y el reconocimiento de derechos.

Pero una observación más. Las minorías y las diferencias deben reconocer el Estado donde viven, o sea, la sociedad donde se encuentran amparadas. Esto debería traducirse a una relación de equivalencia, de reconocimiento mutuo, redescubriéndose un “potencial de alteridad”.

El reconocimiento de las minorías y las diferencias culturales nos ayudaría a entender otra característica: que un ciudadano es una persona que está integrada en una comunidad. Y que, sin importar las diferencias, tiene que aprender a escuchar las voces de sus interlocutores si no quiere caer en el reclamo violento por la igualdad de condiciones.