Nada sabíamos aún de la vida o de la muerte. Pero aquella mañana de octubre de 1949 la clase se sintió conmocionada.

Decidido, con lágrimas imposibles de retener, el corazón en la boca, salí del aula, crucé el amplio vestíbulo del vetusto edificio, antiguo teatro incendiado, colegio extranjero después, consejo supremo de los jueces más tarde, descendí las escaleras a la calle y eché a correr por la acera que, desde pocos días antes, andaba con mi padre todas las mañanas y con mi madre, en sentido inverso, cada tarde. Alcancé la boca del metro, bajé a saltos los escalones perseguido por una señora que atendía las necesidades, y al parecer las huidas, de los niños de aquel jardín de infancia.

¿Qué hubiera yo hecho al llegar a la taquilla, al control de ingreso de aquella boca de Bomarzo que se abría ante mí y en la que yo, ansioso Jonás, deseaba penetrar para acercarme al paraíso de aquella infancia que sentía en peligro? Fue mi primera huida, tal vez del fuego, tal vez del colegio, tal vez de la justicia. ¡Cuántas veces escapé luego, de la autoridad paterna, de una mujer, del amigo mendaz, de la ciudad, del campo, de aquel perro que dormía en un desmonte cerca de casa, de la política, de mis responsabilidades!

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Parece que los héroes nunca huyen, pero no soy siquiera un antihéroe y, además, del héroe sólo sabemos de sus actos heroicos, de su amarrarse a una lata de gasolina, de sus luchas al pie de la muralla, de sus batallas muerto, de las oposiciones que prepara para ser estatua; nunca nos hablan de sus dudas, de sus miserias, de sus traiciones. Incluso los revolucionarios más crueles caen a veces en la sentimentalidad. Las mismas ideas crean los héroes y los cobardes, los criminales y los locos, los sabios y los ignorantes, los inútiles y la gente para todo. Y no importa la idea, sino comprenderla, estirarla, cultivarla, tornearla.

Más tarde, pero mucho más tarde, cuando ya casi no me servía de nada, aprendí que el mundo es una cera que nuestra voluntad no puede moldear pero sí dejar en ella una marca.

Cuando me interrogo ahora, al cabo de tantos años, por la razón de aquella huida sólo siento melancolía. ¡Que me asustó y, sobre todo, qué me asustó precisamente aquel día que no era el primero de colegio? Sé que descubrí, a primera hora de aquella mañana de octubre de 1949, mirando desde el aula, los castaños marrones del otoño. La realidad. Pero no fui capaz de consumar mi huida.

Muy pronto descubrí que había una España vencida y un silencio que guardar. Supe que mi prima tenía padre pero que no estaba con nosotros, sino en una cárcel. Aprendí que la cárcel muchas veces no significaba maldad, sino todo lo contrario. Conocí que, como en los cuentos que me leían por la noche, los malos podían mandar. No siempre era mi padre quien leía. No siempre estaba en casa pero, cuando llegaba, me remetía la cama y así yo me reconciliaba con un mundo que apenas si llegaba a entrever.

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Más tarde, pero mucho más tarde, cuando ya casi no me servía de nada, aprendí que el mundo es una cera que nuestra voluntad no puede moldear pero sí dejar en ella una marca. Pequeñita. Como un ojo de pájaro.

Los niños de clase me miraron volver. Sudoroso. Colorado. Temeroso. Pero ninguno se rio. Creo que, incluso, me admiraban.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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