Quiero antes que nada expresar mi profundo agradecimiento al prestigioso historiador doctor Roberto Cassá, director de esta importante institución del Estado, custodia de la memoria histórica del pueblo dominicano, por abrirme sus puertas y permitirme exponer algunas consideraciones sobre el tema que nos apasiona a todos los aquí reunidos, que no es otro que el relato de los hechos de nuestro presente y pasado.
Deseo extender también mi reconocimiento a la directiva de la Academia Dominicana de la Historia, de la que formo parte, en la persona de su presidente, el licenciado Juan Daniel Balcácer, por acoger mi sugerencia sobre un ciclo de charlas sobre nuestro acontecer histórico, en momentos en que el debate de los acontecimientos de nuestro pasado es objeto de interpretaciones ajenas a la realidad y a los hechos que condujeron a la formación de la República.
Quiero centrar mi exposición sobre la importancia del relato en la narración histórica y en la vieja discusión acerca de cuándo la versión escrita de una época o un hecho en particular entra en la categoría de Historia periodística o periodismo histórico.
Para fundamentar mi exposición apelo inicialmente a los dos más grandes historiadores de la antigüedad, Heródoto de Halicarnaso y Tucídides, quienes escribieron en la segunda mitad del siglo V, a. C., con apenas pocas décadas de diferencia, entre uno y otro.
“La guerra del Peloponeso”, de Tucídides, considerado un modelo de narración científica es una voluminosa obra de ocho libros. Es un crudo relato, en los que el autor vierte opiniones y muestra simpatías por personajes y hechos por él estudiados y les fueron contados.
En el primero de los ocho libros que componen su obra, Tucídides dice en referencia a los hechos narrados, que no creyó necesario endosar las informaciones obtenidas, ni valerse de su opinión personal, fuera que los presenciara o que lo investigara cada uno “con toda la exactitud posible en cada caso”.
Y admite que en su investigación confrontó dificultades pues los testigos (y más o menos lo cito) “presentaban versiones de los mismos que variaban según su simpatía sobre uno u otro bando, y según sus recuerdos”.
Tucídides admitía que probablemente lo que él llama “mythodes”, o ausencia en el relato del elemento fuera de lo común o fabuloso, restaría atractivo a su obra en el auditorio, es decir, en sus escuchas o conocedores de sus historias.
Y entendía igualmente que si quienes se proponen examinar la verdad de los hechos acaecidos y de los que han de ser en el futuro iguales o similares a los que narra en su obra, de acuerdo con la condición humana (anthropinon), con que ellos, los lectores de “La guerra del Peloponeso” los consideran útiles, “sería suficiente”.
Por tanto, dice el historiador ateniense, su obra, fue escrita como un testimonio para siempre, más que como una pieza de concurso, destinada o concebida para una escucha o auditorio del momento.
En su explicación de los propósitos que guiaron su obra, Tucídides advierte que se trata de un relato de situaciones de su época, contemporáneas en su momento, sin aureolas míticas, tratando de narrar la verdad, por la selección de fuentes, ceñido a un estricto orden cronológico, por entender que el motor de la historia es el hombre, su verdadero y único protagonista, no Dios, como causante y actor final de los acontecimientos.
Heródoto, por su parte, fue un escritor que incorporaba muchos detalles a su narración, agregando a ella toda la información que entendía relevante, obtenida de terceros, debido a que entonces no se disponían de archivos oficiales históricos, sino registros o versiones de particulares.
Debido a esa realidad, Heródoto, considerado el “Padre de la Historia”, se vio precisado a incorporar en sus textos los recuerdos de otras personas y los cuentos populares de entonces.
Según los estudiosos del personaje, Heródoto solía recopilar información de aquellas personas que le parecían más confiables, donde quiera que llegaba, y por tanto estaba forzado en apoyarse en testimonios que no siempre eran confiables y esa es la razón, según algunos estudiosos de su vida, por la que no toda su obra cumple con el rigor y las normas aceptadas por los historiadores modernos, 25 siglos después.
Sin embargo, se reconoce que en su obra hay un esfuerzo notable para separar lo que pudiera ser una leyenda de la realidad. Y se le atribuye haber confesado que no siempre creía todo lo que se le contaba, esforzándose por llegar a sus propias conclusiones después de un exhaustivo análisis y comparación de los relatos o versiones adquiridas.
Otro gran historiador, el doctor Frank Moya Pons, en su obra titulada “Otras miradas a la historia dominicana”, aborda con claridad y precisión el tema de la relación existente en el trabajo del historiador y el del periodista.
En ese texto, Moya Pons dice, y lo cito, “El periodista tiene ante sí el mismo objeto de análisis que el historiador, esto es, las sociedades, el acontecer social en todas sus dimensiones y la vida de los individuos actuando en determinados contextos sociales. La diferencia fundamental entre el periodismo y la historia, a pesar de la similitud del objeto de trabajo, es clara y se refiere más bien a la temporalidad de la ocurrencia de los hechos que cada disciplina maneja” (Cierro la cita).
Y más adelante, señala abundando sobre el tema, lo siguiente: “Con todo, las semejanzas y coincidencias epistemológicas son mayores que las diferencias. De ahí que el ejercicio del periodismo sea más cercano al del historiador que el del sociólogo”.
Por tanto, según Moya Pons, el periodista como el historiador están obligados a trabajar dentro de los límites temporales impuestos por la realidad que les toca manejar”.
Al referirse a las principales limitaciones que se enfrenta al reconstruir el pasado, Moya Pons dice que la Historia es “fundamentalmente narración y que lo que conocemos como hechos históricos son las versiones construidas de los acontecimientos, no los hechos mismos”.
Por tanto, de acuerdo con el historiador y académico dominicano, no se puede conocer lo sucedido en el pasado si no es a través o a partir de lo que estima es una narración construida que pretende representar un acontecimiento determinado de manera tal que todo aquel que quiera acercarse o conocer lo narrado tendría que llegar a conclusiones parecidas si utilizara idénticos materiales a los empleados por el narrador, sea periodista o historiador, para representar o conocer el pasado.
Muchos escritores yerran al calificar el tipo de narración que cuenta la historia a través del testimonio de sus protagonistas. Con evidente desdén, encasillan ese estilo de narración con el nombre de “periodismo histórico o historia periodística”.
El calificativo encierra un gran prejuicio sobre una manera de contar la historia. La creencia entre muchos de ellos es que los elementos de color en la narración, la parte anecdótica detrás de todo relato histórico le despoja de su rigor académico.
Hay distintas maneras de exponer la historia. Muchos académicos se aferran al método simple de la cronología y han hecho del relato histórico una de las formas más aburridas de la literatura. También hay quienes sostienen que el rigor del relato, riñe con la amenidad. Para ellos la única vía para la narración exacta o correcta de los hechos descansa en la reproducción textual de los documentos disponibles en los archivos o las referencias a lo que otros ya antes han relatado o descubierto. Todo lo que no se ciñe a estas reglas por lo tanto no es historia.
Desde mi perspectiva de investigador, el relato histórico necesariamente no se limita a los textos académicos; aquellos que se utilizan principalmente como referencia en las aulas universitarias. Cuando se minimiza el testimonio como uno de los valores de la investigación para reconstruir pasajes históricos, se pasa por alto un hecho fundamental. Y es que no todo lo que acontece aparece descrito en los documentos y que algunos de estos papeles son el producto de los prejuicios ideológicos, políticos o de cualquiera otra naturaleza de quienes lo redactan y que a veces están basados en apreciaciones falsas e incompletas de terceros, o en visiones llenas de prejuicios de acontecimientos a los que asisten no como testigos imparciales, sino como actores principales.
Una información falsa o inexacta puede ser mañana un documento de consulta. Una parte de los papeles encontrados en archivos extranjeros y nacionales sobre los que se han escrito infinidad de libros relativos a episodios de nuestra historia reciente, están llenos de inexactitudes y prejuicios.
En modo alguno pretendo invalidar el uso de este recurso. Pero es injusto rechazar que bajo ciertas circunstancias el testimonio personal tiene tanto o más valor que el documento escrito. Los calificativos de género no le restan importancia ni valor a la investigación. Lo primero que deberíamos establecer es qué persigue un autor al escoger entre los métodos.
Habrá quienes escriban para obras de consulta o textos para escuelas y universidades. Son los que llenan sus obras de referencias bibliográficas y citas de otros autores para sustentar opiniones o pasajes de sus propios relatos, sin tomar en cuenta muchas veces la legitimidad de las fuentes en que aquellos basaron sus propios textos. Otros escriben pensando fundamentalmente en los lectores. Figuran aquí los que optan por la narración fluida y amena, que toma en cuenta la experiencia personal de los protagonistas o de aquellos que de manera fortuita aparecen en un lugar o en una hora en que la historia hace sonar su claxon para perpetuar un momento, que puede ser tan fugaz como un suspiro, o tan duradero como la injusticia humana.
Como quiera que se le juzgue, el llamado periodismo histórico o historia periodística es historia; parte de la historia. El rigor de un relato no radica ni se obtiene únicamente acudiendo a un sólo método de investigación. Hay que ser ecléctico al asignar valor a un texto histórico. Siempre que esto sea posible, el documento como fuente de investigación puede y debe ser confirmado o completado con el testimonio personal y éste a la vez por el documento disponible de la época.
Es evidente que muchos escritores y académicos no comparten mis puntos de vista sobre el valor del testimonio personal en la narración de los acontecimientos de valor histórico. Y así se han encargado de hacérmelo saber.
Sin embargo, me parece absurdo que en la narración de acontecimientos recientes, los estudiosos de un tema menosprecien el valor documental del testimonio personal; las versiones de aquellos que en su momento formaron parte de los hechos y basen su relato sobre la base única de documentos de archivo que pueden ser tan falsos o inexactos como la versión más descabellada de un presunto testigo presencial. El rigor reside en la armonía, en la justa conjugación de todos los recursos de que pueda disponer un autor en relación con el pasado. Se apela por lo regular al calificativo de periodismo histórico o historia periodística para referirse a todo relato referente a hechos recientes de nuestra historia, como si solo lo muy lejano en el tiempo pudiera ser considerado como parte de la historia.
Por eso me inclino a pensar que existe un elemento de desprecio intelectual en esta denominación y que muchos académicos no terminan de aceptar la realidad que nos rodea como un elemento importante de la historia que hoy vivimos o presenciamos, y que cada minuto transcurrido deja el presente para convertirse inexorablemente en parte de nuestro pasado histórico, sin importar la trascendencia que cada uno de nosotros le asigne, en ejercicio de nuestros propios prejuicios e intereses.
A pesar del desprecio de muchos intelectuales y académicos por esa forma de narración, es indudable que algunos de los mejores textos históricos sobre el último siglo están basados en las experiencias personales de sus actores, o en las observaciones, experiencias y recuerdos de aquellos que estuvieron cerca de ellos.