Me gusta poco el cuento como género. Sé bien que decir esto es un pecado grave en Hispanoamérica, donde el cuento ha tenido tanto y tan importante desarrollo, pero a mí me deja siempre un molesto sabor de boca. Si el cuento es malo, va de suyo que sobran escritura y lectura. Si es bueno, me gustaría que el autor lo prolongase, le sacase todo el jugo posible y lo convirtiera en novela. Sin embargo, hallo algo mágico en los cuentos de Hemingway.
Para mí un cuento conseguido es aquel que roba de la realidad un objeto olvidado, un dato perdido, una palabra pronunciada así como al desgaire, y le da una fuerza tal que nos recuerda al niño perdido y hallado en el templo. El cuento, según mi personal gusto, es eso, un templo que acoge aquello en lo que nadie se fijó nunca, o pocas veces. En eso consiste la mayoría de los cuentos de Hemingway, como los que reunió en el precioso libro, Hombres sin mujeres, que ha publicado una editorial independiente colombiana, Tres Cantos.
El título ya llama la atención. Ignoro qué pensarán las feministas, pero es que al autor norteamericano lo que le importa es el “yo” enfrentado a la muerte. Un enfrentamiento que es siempre individual. Para Hemingway la mujer cumple la función de una pared en la que puedan rebotar las decisiones y los sentimientos del “yo”. Por eso, cuando el protagonista masculino se enamora profundamente hasta el punto de que, como en el famoso título de Vicente Aleixandre, el amor conduzca a la destrucción de la individualidad, la mujer debe morir. Recuerden el caso paradigmático de Adiós a las armas, de 1929. El tema que aparece una y otra vez en la obra de Hemingway es el de la muerte, mejor dicho: el de la frontera invisible, indescriptible, asustante, que separa la vida de la muerte. ¿Y qué situaciones vitales más evidentes para tratarlo que el toreo, la guerra, el boxeo, la caza o la pesca? En ellas, o bien el personaje se enfrenta a su propia y posible muerte, o bien asiste a la de otra persona o provoca la de un animal. Y si no hay muerte hay abandono, pérdida del otro.
“No quería dormir porque había vivido un largo tiempo sabiendo que si alguna vez cerraba los ojos en la oscuridad y me dejaba ir, el alma se me saldría del cuerpo. Intentaba no pensar nunca en eso, pero había empezado a irse desde entonces, en las noches”. Son líneas del último cuento del libro, “Ahora me acuesto”. No es un título baladí. Recuerden la oración infantil: “Con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Virgen María y el Espíritu Santo”. Pero levantarse en esa grave compañía no es sino morir. ¿Estamos seguros de que despertaremos después de un sueño?
Este cuento es uno de los prototípicos de Hemingway. He dicho que las mujeres no son para sus personajes masculinos sino campo de experimentación sentimental que hay que abandonar antes de que anule la personalidad. Así, leemos: “…pensé en todas las chicas que había conocido y en el tipo de esposas que serían. Era algo muy interesante en lo cual pensar, y por un tiempo desbancó a la pesca de truchas […]. Al final, sin embargo, volví a la pesca de truchas, porque descubrí que podía recordar todos los arroyos y que siempre había algo nuevo en ello, mientras que las chicas […] se volvían borrosas.”
He dicho también que el buen cuento, según mi gusto, es aquel que roba de la realidad algo olvidado, algo de lo nadie o poca gente se percata. Y en este cuento, el personaje narrador explica: “Aquella noche nos tendimos en el suelo de la habitación. Los gusanos de seda se alimentaban de hojas de morera en los bastidores y toda la noche podías oírlos comer”. Es muy posible que muchos de ustedes, como yo, hayan tenido de niños gusanos de seda guardados en una caja de zapatos en cuya tapa hicieron unos agujeros para que pudiesen respirar. ¿Y oyeron cómo comían las hojas de morera? Yo, desde luego, me he enterado de que hacen ruido al comer por el cuento de Ernest Hemingway. Un crítico francés dijo, refiriéndose a Flaubert, que lo que en una descripción realista produce el efecto de verdad es un objeto corriente dejado en un lugar donde no debería normalmente estar. El ruido al comer de los gusanos hace que la ficción se aproxime a la crónica, nos traiga verdad a la lectura. En ese territorio fronterizo entre la crónica y la invención circula siempre la narrativa de Hemingway. Él hace del periodismo literatura, al contrario de quienes, como Baroja o Azorín, hacen de la literatura periodismo. No por casualidad Hemingway admiraba a Pío Baroja y lo visitó cuando estaba en el lecho de enfermo ya terminal.
Y no olvido el cuento “Ahora me acuesto”. Hacer que todo parezca fácil es lo más difícil para un escritor. Avanzamos por sus líneas como resbalando por el significado de unas palabras que parecen llevarnos fácilmente. La descripción va desgranando aspectos del personaje, que pasa de la aparente soledad a estar acompañado por un ayudante, y ambos comparten habitación con otros hombres que duermen profundamente. También el espacio va poco a poco perfilándose en nebulosa, hasta que comprendemos que está próximo a un campo de batalla y los hombres que allí duermen son militares.
Como siempre en Hemingway, las distancias temporales se borran, porque el futuro no existe en realidad y el pasado está presente. En otro cuento el personaje se recupera de unas heridas en el hospital y “tenía mucho miedo de morir, y a menudo me tendía sobre la cama solo en la noche, con miedo de morir”. Esa muerte que ronda a los compañeros de sala acaba posándose, aunque no sobre en uno de ellos.
Muchos retratos fotográficos de Hemingway lo muestran escribiendo a máquina de pie. Los novelistas del siglo XIX, como Dickens o Hugo, tenían unos escritorios altos en los que se escribía de pie. Con ese hábito se facilitaba la circulación sanguínea de las piernas. Creo que Hemingway no temía mucho la circulación de su sangre, sólo deseaba esperar a la muerte de pie, como los toreros, como los boxeadores, sin protegerse en la trinchera. Ya por eso merece que lo leamos.