Se podría decir que nuestra literatura, y especialmente a partir del “boom”, es lo que más ha contribuido a prefigurar la idea de que América es una civilización diferente y en proceso de emergencia. Resulta extraño que esto se haya logrado con leyes del juego ajenas, o sea, casi sin cuestionar la concepción occidental de ésta, que terminó de definirse, con el sentido que hoy se le atribuye, recién hacia el 1800, en Francia y Alemania. Lo que funda dicha concepción es el paso de lo oral a lo escrito y de lo sagrado a lo profano, así como el creciente olvido de todo lo que entraña la palabra viva, que aún apasiona al resto del mundo. O sea, la misma pretensión de autonomía frente a lo religioso y otras funciones sociales que se halla en la base del concepto de arte. Fuera de Occidente, en cambio, esto no constituye un objetivo, porque lo sagrado desempeña un rol distinto al que jugó el cristianismo en el Medioevo. Así, por ejemplo, la literatura guaraní es casi enteramente sagrada, si renegara de dicha dimensión quedaría poco de ella, y justamente lo más prescindible. Cabe señalar además que no hay una frontera clara entre lo sagrado y lo profano, y menos aún en las sociedades tradicionales, por lo que la pretensión de autonomía, además de carecer de universalidad, no resulta fecunda ni siquiera para el mismo Occidente. Es que toda literatura sagrada es en alguna medida profana, por cuanto añade al mito original elementos que hacen a las circunstancias existenciales del autor o intérprete, lo va desde el Cantar de los cantares y San Juan de Cruz a las plegarias indígenas. Siempre la palabra sagrada, para llegar a los fieles, establece lazos con lo cotidiano, con personas concretas y las situaciones por la que atraviesa la sociedad.
La oralidad constituye el mejor resguardo de los mitos; es decir, de los relatos fundamentales de la cultura. Y en cuanto a expresión del mito, el rito no puede ser ajeno a la literatura. Por el contrario, toda palabra viva se da siempre en una situación ritual que la escritura elimina al incorporar el relato a su esfera, como si careciera de valor, sin ver que tal mutilación es algo todavía más grave que reducir un film a su banda sonora. Es que el mayor poder de sugestión del relato reside con frecuencia en este ritual que favorece a la palabra, al crearle un marco propicio, y también al evitarle el desgaste que significa tener que describir pobremente cosas que pueden ser mostradas con alta expresividad, lo que le permite concentrarse en su función nombradora.
Cuando Occidente construye el concepto de literatura sobre la escritura alfabética, el etnocentrismo establece su dominio sobre un milenario arte narrativo y lírico que se sostenía en la palabra viva y sus complejos recursos semánticos y estéticos, desplazándolo hacia ese plano subalterno en el que aún se debaten las literaturas indígenas y populares.
El textualismo, que alcanzaría en Francia su más alta expresión, difundiéndose desde allí a ciertas elites de los países de América, que lo asumieron como una ideología de la escritura, configura la antípoda de la narración oral ritualizada. Diría que se cierra con él un largo proceso de desritualización iniciado con las primeras formas de escrituras, y que se aceleró con la invención de la imprenta. El relato perdió aquí lo último que le restaba, y que constituía su principal patrimonio: estrictamente narrativo, la historia que se cuenta, la que pasa a ser tan sólo un pretexto, narrativo, la historia que se cuenta, la que pasa a ser tan sólo un pretexto, o pre-texto. Ya todo sucederá en el plano del lenguaje, sin una auténtica correlación objetiva. Se cayó, por esta vía, según Julio Cortázar, en la masturbación verbal de desordenar el diccionario, sin ver que el lenguaje que cuenta no es el que se complace en sí mismo, considerando todo un mérito el decir poco o nada en un texto sino el que abre ventanas a la realidad. Es que tanto el formalismo como el estructuralismo y la semiótica que alientan esta visión de la literatura responden en realidad a modelos decimonónicos que muestran ya en Occidente clara señales de agotamiento, mientras crece el asedio de la epistemología. En la deconstrucción que ésta realiza del saber se ha constatado que la diferencia entre la escritura de ficción (artística o poética) y la de las ciencias sociales e incluso naturales, es mínima. Las tres tendrían un estatuto similar, en la medida en que operan sobre la base de metáforas. O sea, Europa retornará por este camino, aunque con nuevos lenguajes, hacia la concepción anterior a la que ella misma definiera alrededor del año 1880.
Salvo rara excepciones, se podría decir que durante la Colonia y el siglo XIX la literatura que se produjo en la región opacó nuestra identidad, al sobreponerle lentes distorsionantes, como la asimilación de lo propio a la barbarie y de lo ajeno a la civilización. Así, incluso hasta la mitad del siglo XX, los parámetros de creación y valoración partieron de Europa. Con el desarrollo de la conciencia política, a partir de los años 50, la literatura se va desfolklorizando, para definirse como una fundación mítica del modo de ser americano. Así como Europa partió siempre del presupuesto de la superioridad de su cultura, nosotros partimos del presupuesto de la insuficiencia de la nuestra, y quisimos suplir ese hipotético vacío con reverencias, con miradas extrañadas, exotistas como si fuéramos viajeros europeos de paso y no nativos de este suelo. Así se vio al indio, al mestizo, al gaucho, desde fuera, con ojos ajenos. Se tejieron versiones románticas de ellos, como Enriquillo de Manuel de Jesús Galván, La cautiva de Esteban Echeverría, Tabaré de Zorrilla de San Martín, Cumandá de José de León Mera y El guaraní de José de Alencar. En estos dos últimos, salta la influencia del Atala de Chateaubriand. Mientras los plásticos pintaban al indio como un héroe griego, ajustándose a las leyes de la Academia, también la literatura se complació con los indios nobles y valientes, colmados de virtudes cristianas y occidentales, porque todo lo bueno debía identificarse a la postre con lo occidental y cristiano.
Esta literatura de mitos, de paradigmas, no sólo se refiere al área rural. También la ciudad fue convertida en un espacio arquetípico. Obras como El juguete rabioso (1926) y Los siete locos de Roberto Artl marcan acaso el despegue de dicha actitud, que se afirma en obras como el Adán Buenosayres (1949), en La vida breve (1950) y todo el ciclo de Santa María de Juan Carlos Onetti, en Sobre héroes y tumbas (1961) de Ernesto Sábato, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, Tres Tristes Tigres (1965) de Guillermo Cabrera Infante, entre otras.
Los estudios de Ángel Rama, y en especial su libro Transculturación narrativa en América Latina muestran una preocupación recurrente por nuestra modernidad literaria, la que a su juicio se logró gracias a la conquista de una autonomía crítica, la que permitió reunir una serie de obras sin una relación discursiva evidente entre sí en un “sistema literario latinoamericano”, que hizo más visible la identidad de nuestra región. De todo lo anterior proviene nuestra riqueza cultural de negación y aceptación.