Los escritores que escriben en dos lenguas o integrados en varios países provocan dificultades históricas y críticas. Hay casos singulares, como la china Ying Chen, quien estudió en Quebec y decidió quedarse a vivir allí. En 1995 publicó su novela, La ingratitud, pensada desde la cultura china aunque escrita en francés. Citaré también al iraní Kader Abdolah, exiliado en Holanda y cuyas novelas, en holandés, no despegan de su cultura originaria. ¿Para quiénes escriben? ¿Sus lectores canadienses u holandeses superan el exotismo y hacen suyas las tragedias que narran? ¿El campo cultural del que surgen puede ser recogido y atravesado por una lengua nueva?
Pero resulta ya del todo incomprensible el rechazo que, primero en la España peninsular y luego en Cuba, sufrió Gertrudis Gómez de Avellaneda. Nacida en Puerto Príncipe (desde 1898 Camagüey), en 1814, residió en la isla hasta los 22 años. Cuba era aún provincia española y La Habana la ciudad más rica e importante del orbe hispánico. Cuando busca integrarse en el mundo intelectual peninsular y publica un libro de Poesías y una novela, Sab, en 1841, la acogida es contradictoria y se la considera insistentemente, incluso entre elogios, perteneciente a una geografía ajena. Una historia de la literatura veía en ella “una exaltación ardiente y continua” debida, entre otros motivos, “a las condiciones del sexo y a las del país en que meció su cuna y se deslizaron los primeros años de su infancia”. Blanco García, el crítico, era un sacerdote que no siempre había leído a los autores que comentaba en su libro de 1891. Precisamente quienes conocían bien la obra de Gómez de Avellaneda consideraban (como José Martí), que poseía una inteligencia “masculina” aunque su correspondencia, más tarde publicada, desvela una mujer de una dulzura y una sensibilidad extraordinarias. No olvidemos que la poesía de Albert Samain, de Francis Jammes o de Juan Ramón Jiménez se calificaba en la época de “femenina”. Eran clasificaciones estéticas, no sexuales.
El puertorriqueño Eugenio María de Hostos (1839-1903), que tantos lazos tuvo con la República Dominicana pero, antes, con España, donde vivió muchos años, no dejó de sentir el apartamiento que padecían los antillanos y lo permite entrever en su novela, tan romántica, La peregrinación de Bayoán (1863), escrita y publicada en la Península, tomando el nombre de quien se dice fue el primer indígena americano que dudó de la inmortalidad de los españoles.
En 1859 regresa Gertrudis a Cuba, pues su segundo marido es nombrado para un cargo oficial. Desarrolla allí una amplia actividad literaria, que no siempre es acogida con alabanzas, debido a su “indiferentismo con su tierra natal”, incluso se la acusa de poco religiosa y, considerada ya madrileña, se la excluye de una antología de escritores de Cuba. La publicación a su costa de una revista quincenal titulada Álbum cubano de lo Bueno y lo Bello, donde publican autores de primera fila, entre ellos varios cubanos, no es del todo apreciada. Todavía en 1958, el importante poeta Cintio Vitier escribe injustamente que no hay en su obra “una captación íntima […] de lo cubano en la naturaleza o en el alma”.
¿Tenemos que dejar a Gertrudis Gómez de Avellaneda en una tierra de nadie? ¿Tal vez, utilizando un concepto del antropólogo Marc Augé, abandonarla en un “no-lugar”? Porque no se trata en su caso de disputar la nacionalidad, sino de negársela, como si la lengua y la literatura frenaran de repente al llegar a la frontera.