Escribo en una de las cafeterías donde sirven amplios desayunos, por la carrera quinta, no lejos de la Universidad Javeriana. Es una zona de la ciudad alejada geográfica y sentimentalmente de los barrios del sur. Aquí todo es media burguesía, incluso trajes y corbata. Los hombres llevamos el saco puesto. Me trae el camarero, un joven atento y simpático, unos huevos pericos. No hay gritos en el local, los clientes modulan el tono de la conversación. En ese medio silencio recuerdo la pregunta famosa sobre la prevalencia del huevo o la gallina, pero el no lejano ambiente universitario la transforma ¿qué fue antes, el lenguaje o la escritura?

A estas alturas de la civilización —y no me refiero a la distribución ciudadana por estratos, organización social colombiana que repercute en el precio de algunos servicios e impuestos, sino al porrón de años que el ser humano lleva levantando refugios, chozas, muros, tabiques, edificios o palacios— no estoy seguro de que tengamos claro cuál de los dos sistemas, lengua o escritura, haya sido el primero. En un programa de televisión de mi país, los jóvenes entrevistados por la calle no siempre sabían si el presidente Felipe González llegó al poder antes o después del general Franco. La gente empieza a saber mucho de memoria histórica pero poquito de historia.

Llamé al camarero y le pregunté si conocía el origen de los huevos, si eran de origen europeo o de gallina mapuche. El joven se quedó sorprendido. Mejor dicho, puso cara de no entender mi pregunta. Su compañera, una morena de ojos despiertos, vino riendo y me dijo, descuide señor, los huevos eran blancos. Es una tranquilidad, respondí. El camarero se fue arrastrado por ella y creo que pensando en que yo era un racista gallinero. La chica seguía riendo a su lado. Después, al cobrarme casi en la puerta, me dijo que estudiaba biología.

El ser humano tuvo que dar un paso muy importante para alcanzar la capacidad de abstracción. Sólo entonces pudo surgir el lenguaje. Después, y dado que Dios no le soplaba las palabras a Adán, como se cuenta, tuvo que ir acompasando movimientos, percepciones y objetos con distintas experiencias. Mucho después, a cada concepto o a cada sonido le diseñó un signo para ayudar a la trasmisión del conocimiento. Más tarde buscó articularlos y, entonces, empezó la escritura a seguir un camino propio hasta inventar modos nuevos de engarzar las palabras y las frases, el estilo. Mientras, la oralidad había ido ampliando sus posibilidades: presentarse como información, súplica, discurso, canto heroico o nanas maternales. Largos caminos ambos a través de las vidas y las migraciones.

Huevos.

Un día, ciertos soldados romanos llegaron a la Península Ibérica y quisieron hablar con los habitantes que allí cuidaban y daban de comer a sus gallinas, que también habían hecho un largo viaje desde la India por Asia Menor, Egipto, Europa central y hacia el sur. Romanos y gallinas por los pueblos, de casa en casa. Palabras mezcladas, de unos y de otros. Y aparecieron los árabes, con  chilabas y turbantes, hablaban árabe y también un ibérico latinizado. Se crearon nuevas palabras y tuvieron hijos los iberos con los romanos, y también con los godos, y luego con los árabes, y surgieron niños y niños mestizos que jugaban con las gallinas. Un día, algunos de esos mestizos cruzaron el océano dentro de barcos llamados carabelas, y llevaban gallinas que ponían huevos. Llegaron a una tierra para ellos desconocida. Al regresar algunos dijeron: Hemos descubierto un nuevo mundo. Pero otros mestizos se quedaron en aquellas —estas— tierras y tuvieron hijos con los indígenas, a los que llamaban indios porque habían pensado estar en la India, de donde venían las gallinas que ahora traían ellos en las caravelas.

Pero los hombres, mestizos de iberos, romanos, godos, árabes e indios, se equivocaban. No habían en verdad descubierto nada. Cien años antes llegaron, traídas por quien sabe qué destino, otras gallinas, las que luego alguien empezó a llamar gallinas mapuches, que ponían huevos azules. Las gallinas, ellas sí, habían descubierto América. Los europeos, en cambio, sabían hacer las tortillas.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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