El realismo maravilloso, una arriesgada teoría del cubano Alejo Carpentier, se origina a partir de la visita que hizo el escritor a la Ciudad del Cabo en el año de 1943, donde entró en contacto con las ruinas de San Soucí y la Ciudadela La Ferriere, las cuales habían sido construidas durante el reinado del general Henri Christophe en el siglo XlX, cuando esa parte de Saint Domingue era todavía una colonia francesa.
Esa visita fue la que hizo reflexionar al autor, precisamente cuando sintió la atmósfera que se impregnaba en aquellas tierras prodigiosas. Haber encontrado “advertencias mágicas” en los caminos de la Meseta Central y por el hecho de haber escuchado los “tambores de Petro y de Rada”, pura herencia de la cultura africana; lo hicieron pensar que la realidad vivida en estas tierras era un portento y un prodigio maravilloso, que al mismo tiempo invitaba a la creación y a la invención de una realidad nueva a partir de esta. Sobre todo, por las constantes vibraciones que suscitaron en él, lo extraño, lo inesperado y lo ignoto. Al tener la oportunidad de encontrarse a cada paso con el mito y con lo desconocido, en las tierras visitadas debió concluir que este mundo de cosmogonías reunía elementos extraños nunca vistos, ni vividos.
A partir de esta experiencia Alejo Carpentier hizo comparaciones, entre lo “maravilloso sugerido” y entre “lo maravilloso suscitado”. O sea, lo maravilloso vivido y lo maravilloso fingido o actuado por ciertos elementos de la cultura francesa. Al comparar las características de una cultura y la otra, Carpentier critica lo maravilloso europeo a partir de una realidad elaborada mediante trucos de prestidigitación y a partir de trucos visionarios de la pintura surrealista francesa. También encuentra esa carga de hipocresía en la utilería escalofriante de la novela negra inglesa y sus apariciones fantasmagóricas, a las que Carpentier llama manifestaciones fingidas de la cultura, o lo que es lo mismo, lo “maravilloso actuado” o lo “maravilloso inventado”, que se diferencia de lo maravilloso suscitado o lo maravilloso invocado como el autor lo vivió personalmente en su viaje por Haití.
A estas manifestaciones fingidas de la realidad europea, es a lo que el autor les llama “lo maravilloso pobremente sugerido”, fabricado a través de cliché o personajes de ferias. “Manifestaciones de pobreza imaginativa”, como bien las llamaba Unamuno. Es lo que Carpentier califica como “inversión de la realidad”, surgidas específicamente en los códigos fantásticos de los cantos de Maldoror y en las pinturas de André Masson.
Esa visión deformada y fingida de la realidad se contrapone a la natural y desenfrenadas formas de la naturaleza americana, con sus ritos, simbiosis y metamorfosis, magistralmente expuestas en la pintura del cubano Wifredo Lam y que son precisamente las que encontramos también en su magistral novela El reino de este mundo. Por estas razones Carpentier critica férreamente “lo maravilloso invocado” bajo la premisa del descreimiento, o lo maravilloso invocado sin fe y sin sentido de la verdad como lo hicieron los surrealistas franceses y sus “artimañas literarias”. A esta literatura Carpentier la califica de “aburrida y cargada de falsedad onírica”, sobre todo, aquella que fue escrita bajo la famosa técnica del automatismo psíquico.
El autor plantea muy bien que para la existencia de lo maravilloso, el acto debe estar basado en un hecho milagroso, amparado en la fe inquebrantable del que realiza el llamado o del que religiosamente invoca. A propósito de esto dice: “los que no creen en santos no pueden curarse con el milagro de los santos”. Más adelante advierte sobre la inutilidad de pensar que “lo maravilloso está en encontrar placer violando cadáveres de hermosas mujeres recién muertas, sin pensar que lo maravilloso está en violarlas vivas”.
Según Alejo Carpentier lo maravilloso debe estar acompañado de un sentimiento y es propio de una virtud. Ambas cuestiones, amparadas en los santos oficios milagrosos de curanderos, leedores de tasas, brujos y chamanes. Para ello, se precisa de una acto completamente orgánico y espiritual y “comienza a serlo de manera inequívoca, cuando surge de una alteración de la realidad (el milagro), de una revelación privilegiada de la realidad (la invocación), de una iluminación inhabitual o singular favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad”. Surge además, de una ampliación de las escalas de valores y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de “estado límite”. Eso explica que lo maravilloso presupone un acto de fe, y es a la vez una conquista del espíritu.
Por estas razones, Carpentier ilustra su teoría con hechos y ejemplos basados en la creencia de ciertos personajes: Quien no cree en el Quijote no entra en el mundo de Amadís de Gaula o Tirante el Blanco. Asimismo, en los trabajos de Persiles y Segismundo se cree en las transformaciones de hombres en lobos. En otros pueblos del Caribe como en República Dominicana se cree en el galipote, un hombre que aprovecha la oscuridad de la noche, transformado en perro, arrastrando una cadena y acompañado de varios perritos. La leyenda de Enrique Blanco, un campesino del Cibao, dan cuenta de sus transformaciones en animales e insectos para acortar distancias y burlarse del temible ejército trujillista. Este mito, recogido en la cuentística de Bosch está hoy en día presente en la cultura dominicana. “Por su parte –sigue apuntando Carpentier—Marco Polo admitía que ciertas aves volaran llevando elefantes entre sus garras”. “Víctor Hugo creía en aparecidos, seguro de haber hablado con el fantasma de Leopoldina. A Van Gogh solo le bastaba con tener fe en el girasol para fijar su revelación en una tela”.
Es determinante que, quien llama a Satanás debe creer en él para poder llevar a cabo el efecto de su conjuro. Asimismo, quien invoca a los espíritus debe estar dotado de cierto sacerdocio o de una “mística válida” con la cual se juega el alma de la terrible y poderosa carta de una fe ciega. Por estas razones es común en los pueblos del Caribe encontrar a prósperos personajes de la vida económica y empresarial que supuestamente tienen pacto con el diablo, otorgándole a cambio un miembro de su cuerpo o la vida de algún familiar cercano.
En esa fuente misteriosa de lo ignoto fue que Alejo Carpentier fundamentó su estética de lo real maravilloso. Que lo evidenció cuando se puso en contacto con el temblor y la magia de lo desconocido, que encontraba a cada paso en Haití. Precisamente, cuando encontró a millones de hombre y mujeres, quienes “ansiosos de libertad creyeron en los poderes licantrópicos de Mackandal”. Momento en el que sus verdugos franceses lo tenían atado a un poste de palo, junto a una hoguera de leña para prenderle fuego.
Esas masas irredentas de haitianos, poseídas por el poder de una conciencia colectiva, basada en una fe ciega e inquebrantable, estaban más que seguras, de que su líder mesiánico produciría un milagro, aun así, el día en que fuera ejecutado. Años atrás, Carpentier había investigado y escuchado las historias y las hazañas prodigiosas de Bouckman el jamaiquino, así como las leyendas prodigiosas de los Luaces de la Otra Orilla.
Había visto la Ciudadela La Ferriere en Cabo Haitiano, –yo también las he visto– un portento arquitectónico construido por veinte mil hombres, entre cuyos materiales –se dice—se usaron piedras molidas con pezuñas de vaca y sangre de toros para darle consistencia a la mezcla con la cual se construirían los muros de aquella fortaleza que miden nueve metros de ancho. Este palacio, fue construido bajo el reinado de Henri Christophe, para defenderse de los franceses, después de llevar a cabo la revolución de los negros que terminó con la esclavitud y con la independencia de la nación caribeña en el siglo XIX, solo es propio de las tierras donde la realidad ha podido superar a la ficción
Por sus increíbles afueros, Carpentier había definido a este hombre como un “monarca de increíble desempeño”, cuyas acciones están muy por encima de las más fértiles de la imaginación de los hombres. Fue por esta razón que García Márquez advirtió que en América Latina, la realidad superaba la imaginación de los escritores.