La industria editorial dominicana, si es que podemos llamarla industria, parece un ejercicio de vanidad colectiva en un país que no tiene más de cinco librerías. Un espejismo cultural que busca convencer al mundo —y a nosotros mismos— de que aquí la literatura está viva y coleando porque se publican libros. Pero la verdad, amigo lector —si es que existes—, es que quizás, muchos de esos libros sean olvidados incluso por quienes los escribieron.
La semana pasada se celebró en República Dominicana la XXVI Feria Internacional del libro. Según la publicación de la periodista Kendry Rivera, en el periódico digital Elperiódico.com.do del 12 de noviembre del 2024, en esta feria se publicaron 130 obras de autores nacionales e internacionales. Esa cantidad me sorprende. Me sorprende porque repetimos mucho el mantra ese de que en este país no se lee y que la industria editorial dominicana no existe. ¿A ustedes no les sorprende que se publiquen tantos libros en diez días si no hay lectores? ¿Dónde terminan esos libros?
Diez días. Una avalancha de publicaciones, presentaciones, firmas y fotos para Instagram. Así es como la XXVI Feria Internacional del Libro nos deja una postal digna de una contradicción cultural: un país que no lee, pero que publica como si de un Silicon Valley literario se tratase. Un país con más escritores que lectores. Publicar se ha vuelto tan accesible como abrir una cuenta de redes sociales. Donde, siempre que tengas dinero y un editor dispuesto a venderte sueños para engañarte, publicarás, aunque luego tus libros se llenen de comején y se transformen en comida para cucarachas y ratones. Si hablamos de rigor editorial podemos decir que estamos ante una fiesta sin romo ni música ni portero.
¿De qué hablamos cuando decimos que aquí no se lee? ¿Del ciudadano promedio que no encuentra tiempo entre el tapón, los apagones, los atracos, la cerveza, el dembow, la bachata y el calor, para abrir un libro? ¿De los estudiantes que prefieren TikTok o videojuegos antes que páginas impresas? ¿De los que entienden que Netflix es una mejor opción de entretenimiento que una novela? O quizás, ¿de las mismas personas que escribimos y publicamos, esos que no podemos leernos porque estamos enredados en visibilizarnos en redes sociales? Son muchas cosas para un mercado tan pequeño.
Pero, claro, si nadie lee, ¿quién compra todas estas páginas entintadas? O mejor aún, ¿qué diablo pasa con estos libros cuando las luces de la Feria se apagan? ¿Terminan como decoración de salones, como soporte para camas cojas, almacenados en lugares humedecidos del Ministerio de Cultura o como una estadística que infla currículos o el ego cultural?
Publicar sin lectores es como poner un puesto de empanadas en una esquina de Los Cacicazgos o Piantini. Puedes presumir de relleno de pollo, de salsa pizza o de cuatro tipos de queso, pero sabemos que, en esos barrios capitaleños, nadie saldrá a comprarte dos empanadas y un mabí de tamarindo para desayunar. Publicar sin lectores es como escribir al vacío, y lo único que se escucha de vuelta es el eco de nuestra propia vanidad.
Pero, espera, ¿de verdad que aquí no se lee? Porque, como bien advertía el nazi Joseph Goebbels —aunque algunos prefieran ignorar de dónde viene la frase—, “una mentira repetida mil veces se convierte en verdad”. O, para los más bíblicos, allí está Proverbios 18:21: “La muerte y la vida están en poder de la lengua, y el que la ama comerá de sus frutos”.
¿Y si esta narrativa de que aquí no se lee fuera más un mito que una realidad? ¿Cómo podríamos saberlo? ¿Medimos la cantidad de libros vendidos, los préstamos en bibliotecas, las descargas de e-books? ¿O contamos las veces que alguien sube una foto con un libro en redes sociales sin haber pasado de la página cinco? Quizá nos convendría más preguntarnos no si se lee, sino qué se lee, cómo y para qué. Porque leer, al igual que escribir, tiene muchos matices: desde devorar una novela como Los Miserables, hasta buscar respuestas en un post de Facebook. Entonces, ¿vale la pena publicar tanto? ¿Por qué empeñarnos en algo que parece no dialogar con el público?
Cuando la periodista Odalis Mejía del periódico Hoy (14 de noviembre 2024), preguntó al Ministerio de Cultura cómo andan los niveles de lectura en el país, las autoridades dan versiones que leídas entre líneas nos confunden y provocan dudas. Dicen que se vendieron 50 millones en ejemplares, pero al mismo tiempo, casi como un lamento, dicen que hay una merma alarmante de bibliotecas, ya que el último inventario que se realizó en 2015 indicó que había 250, lo que luego bajó a 50 de las cuales solo 30 están funcionando. En el mismo periódico podemos leer que el pasado año (2023) la Editora Nacional publicó 36 títulos y 32,000 ejemplares. ¿Dónde están esos libros? ¿Quién lo está leyendo?
Me encantaría que las autoridades estén diciendo la verdad. Como escritor lo ruego. 130 títulos publicados en diez días me parecen muchos libros. También me parece que 50 millones de ejemplares vendidos en diez días —casi cinco por personas— es una sorpresa para celebrar. Estaríamos ante un milagro literario. Y si fueran ciertas esas cifras, tendríamos que comenzar a cambiar la narrativa esa de que aquí la gente no lee ni compra libros y si no lo fuera, quizá sea hora de aceptar que seguimos publicando para un país con más escritores que lectores.