Un café me despierta. Antes de abrir mis ojos, solo de pensar en una taza café, siento la sensación del despertar de cada día. O, más bien, el deseo –o la voluntad– de hacerme un café, me despierta. Más aún, adivinar su olor, su aroma y su sabor, ese ritual cotidiano y matinal de llevarme la jarra o la taza, de la mano a la boca, del pulso a los labios, como en una suerte de reflejo condicionado.  Estas sensaciones presagian el acto mismo de beberlo, en una experiencia sensorial de la memoria visual, olfativa y gustativa, como la magdalena en Proust.

Un trago de café despabila, interrumpe el sueño prolongado y calienta el paladar. Combate el frío y disipa el escalofrío que provoca el invierno o la nieve. El café y el cigarrillo, el cigarro y la pipa van de la mano con el acto de fumar. Quien enciende un cigarrillo se bebe un café, y viceversa. Ambos vicios o rituales, en ocasiones, dialogan y coexisten. En el fondo, quien bebe café, muchas veces al día, lo hace para atenuar el impulso de fumar. “Fumar es un placer genial, sensual”, dice Alberto Cortez en una canción.  Como un reflejo al paladar, el ritus –o ceremonia– de beber café como acto social, representa una metáfora del sabor y una sinestesia del gusto. Tinta negra, amarga o dulce, líquido de un árbol milenario, el café es una droga menor, que enciende la mente, afila la visión y desentume los nervios, pero no mata ni a corto ni a largo plazo. Ahora bien, el café ha parido y gestado obras de arte porque estimula la creatividad y la imaginación. He ahí su magia, virtud y poder.

Quien inventó la magia de extraer esta sustancia negra del fruto del cafeto, inventó la mejor excusa para la conversación y el diálogo. De una reunión con un café de pretexto han surgido grandes e insospechados negocios, célebres amores e históricas amistades. También ha dirimido o disipado enormes conflictos familiares, personales y políticos. Como el ritual de fumar en el cine o en el teatro, la ceremonia del té y del café afina la memoria y activa las ideas. El café sana y, en exceso, como todo en la vida, enferma. Balzac escribía para beber café y bebía café para escribir. Cuentan que, al morir a los 51 años, exclamó: “¡Dios mío, cincuenta mil tazas de café me han matado!” Así fue como pudo escribir los miles de páginas que conforman las 98 novelas de La comedia humana, que escribió para pagar las deudas con sus acreedores. Murió con el hígado destruido, se dice.

Beber café activa la mente, despabila el cerebro y acelera los nervios. Los cafés hicieron a Europa, refiere George Steiner. “Mientras haya cafés, la idea de Europa tendrá contenido”, afirmó. Es decir, Europa es un paisaje de cafés en las calles, los barrios, los bulevares y las avenidas. O, mejor aún: Europa es un solo café pues cada ciudad o capital está poblada de hileras de cafés. En NY, conté, hace cinco años, en un tour en bus, prácticamente, un Starbucks, en cada esquina del down town de Manhattan.

La virtud que tiene el café es que se puede beber muy temprano en la mañana, sin caer en el alcoholismo, como sucede con el alcohol. Amén de que puede beberse en una reunión de trabajo o empresarial, y no es un acto que riña con el protocolo, la ética o las buenas costumbres. Ni tampoco hay tantas restricciones como tiene el fumar en espacios cerrados y en ciertos lugares públicos.

En la tradición doméstica dominicana, brindar café es un acto de cortesía y aun de educación. Se brinda a cada visitante. Por lo tanto, se cuela varias veces al día. En oficinas públicas y empresas privadas no falta el café caliente, no así el chocolate o el té. Beber café era, en el pasado, una práctica de adultos, como la de fumar. Un niño, al graduarse de adulto, podía consumir café. Antes, era visto como un acto de irrespeto a los mayores. En casa de mis abuelos paternos, se colaba tres veces al día: para el desayuno, el almuerzo y la cena, sin contar para las visitas. La ceremonia del café es, por tanto, una costumbre, con sus usos y sus rituales. Unos amigos franceses beben un café cada dos o tres horas. Habría que hablar de que, si existe el alcoholismo, también exista el cafeísmo.

“Cada día se consumen más de dos millones de tazas de café en todo el mundo”, leo en un reportaje de la BBC. De modo pues que, al despertarnos y bebernos un café, en el tiempo que tardamos en hacer ese ritual diario, diez millones de personas del resto del mundo, hacen lo mismo. Lo que hace del café la bebida más consumida del mundo, mucho más que el té, el vino, la cerveza o el whisky. Mezclado con whisky o ron, crema, chocolate o leche, el café se transforma en gourmet, con estilos diversos y presentaciones diferentes, de acuerdo a la cultura del país. Con azúcar o sin ella, este hábito también puede generar adicción a la cafeína y afectar la salud. Pero, en dosis moderada, los científicos dicen que es saludable y que previene o cura enfermedades. Nacido en Etiopía, otros apuntan que fue en Yemen, hacia el siglo VI de C., pero tostado y molido, su práctica se desarrolló a partir del siglo XIV. Su origen se remonta a la leyenda de que un pastor vio sus ovejas muy contentas y activas, tras consumir el fruto de estas plantas.  Al principio tenía funciones medicinales y algunas personas lo usaron para sus vigilias. Poetas, dandis, bohemios, escritores, artistas y filósofos beben café como estímulo de creación, y para imantar la imaginación y atizar las ideas. Un sorbo o taza de café puede parir palabras mágicas, imágenes sorprendentes, ideas asombrosas y obras fabulosas de creación.