Jean Price-Mars

Se ha hecho un tópico achacar una condición racista a los dominicanos, en primer lugar por actitudes atribuidas respecto a los inmigrantes haitianos y, tal vez, los haitianos en general. Tal acusación se ha incrementado por las denuncias que formulan publicistas haitianos, radicados sobre todo en el exterior, elevadas a razón de ser, en sustitución del examen responsable de la tragedia humanitaria que sufre el pueblo haitiano.

La acusación no es nueva, y ya acompañó la voluntad ampliamente mayoritaria de los dominicanos por constituirse en Estado desde 1844. La genealogía de la acusación corresponderá a otro artículo. Ahora resulta suficiente glosar su utilización por Jean Price-Mars, una de las figuras de mayor relieve de la intelectualidad haitiana en el siglo XX. En su fallida tentativa de justificar la agresividad del Estado haitiano contra la búsqueda de libertad de los dominicanos, este intelectual asevera que los dominicanos sufren de un defecto congénito que conceptualiza como bovarysmo, tomado de un tratadista francés para significar la pretensión de apropiación de algo que no es propio. Cito a Price-Mars, en la traducción de su libro La Republique d´Haïti et la Republique Dominicaine. (Tomo II, página 623, Santo Domingo, Sociedad Dominicana de Bibliófilos, 2000):

“Ahora bien, en el otro campo, vemos que los dominicanos, en una exaltación de bovarysme colectivo, creían pertenecer a la raza blanca, dueña del universo. Se persuadieron de que eran blancos. Aferrados a dicho postulado, debieron creerse, como sus semejantes de igual especie, superiores al resto de la creación”.

En esta cita se presenta un abuso de generalización. Con la alusión a “los”, Price-Mars alude a todos los dominicanos. Pretende que la población dominicana, en su generalidad, se solidarizaba con los preceptos racistas enarbolados por la dictadura de Trujillo, a través de intelectuales como Manuel Arturo Peña Batlle, cuyas tesis somete a crítica.

En un pionero artículo acerca de aspectos de las mentalidades colectivas en la población dominicana, Rolando Tabar alerta frente a la atribución de criterios al margen de especificaciones de momentos históricos, pertenencia a sectores sociales y distribuciones territoriales (Rolando Tabar, “Algunas caracterizaciones sobre los dominicanos”, Estudios Sociales, Vol. XXXIV, No. 123, enero-marzo de 2001, pp. 25-44). Tabar registra la escasez de estudios previos acerca de la temática. Y, aunque la variable “racial” no está contemplada en los resultados presentados en el artículo, en comunicación personal me explicó que, en la encuesta que practicó junto a otros investigadores, después de una preferencia de convivencia con dominicanos, seguía los haitianos, por delante de nacionales de países de la cuenca del Caribe.

El ingrediente más agudo de la persistencia de la desigualdad en variados órdenes radica en la formación de una masa migrante, carente de derechos, sometido a condiciones más fuertes de explotación social, objeto de mecanismos de discriminación étnico-nacional.

Al margen de la objeción metodológica a la pretendida homogeneidad que no ha existido nunca, Price-Mars revela desconocer claves de la constitución del colectivo dominicano, muy distintas a las del haitiano.  Lo que ha sido característico en nuestro caso es la aspiración a la integración social y cultural, sin que se borraran, como es de rigor, distinciones y conflictos de variados géneros. Para refutar el hispanismo de los intelectuales trujillistas, y a causa de la mayoritaria proveniencia africana en la población dominicana, Price-Mars aduce que entre Haití y República Dominicana únicamente existe una diferencia de grados. Se niega, así, a reconocer las diferencias cualitativas entre ambas formaciones sociales, definidas por procesos divergentes de colonización y la subsiguiente formación de los respectivos pueblos. En definitiva, sustentando la teoría de la negritud, escamotea los fundamentos diferenciados del pueblo dominicano en cuanto a cultura, relaciones sociales y constitución nacional. Por tanto, rechaza implícitamente, el corolario de Juan Pablo Duarte, fundado en una interpretación en clave democrática y liberadora de la historia dominicana, de que no puede haber fusión entre dominicanos y haitianos.

No hay dudas de que, en el siglo XVIII, los criollos de clase superior se consideraran blancos, como lo atestiguan documentos y textos, como el de Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la Isla Española. Pero se trataba de una percepción exclusivista y racista, no compartida por otros sectores sociales. La inevitable distinción de mentalidades se derivaba de posiciones en las relaciones de producción y en la propia complejidad étnica.

Ahora bien, ciertamente se formuló una diferenciación respecto al francés de la colonia vecina, que incluía al esclavo de la plantación. La espantosa condición de estos últimos era más que evidente, ya que una constante de la historia de ese siglo fue la continua huida de esclavos del infierno de la plantación, siempre bien recibidos por autoridades y pueblo dominicanos por razones que no vienen al caso ahora detallar y que están examinadas en escritos de Raymundo González.

Ciertamente, se asimiló el negro al esclavo de plantación llegado de allende la frontera. De todas maneras, este (incluyendo esclavos adquiridos en los intercambios comerciales) proporcionó un aporte demográfico fundamental a lo largo de ese siglo, habida cuenta de la no renovación del tráfico negrero desde África.

La diferencia era, pues, patente. A inicios del siglo XIX, en la crónica de un francés, se registra la identidad del dominicano de piel oscura como “blanco de la tierra”. ¿Racismo popular de sus víctimas, es decir, alienación sin más? ¿O mecanismo de la forja de una identidad particular? En efecto, cuando se dice “de la tierra” se significa la diferencia respecto al blanco, aunque también al negro esclavo de plantación.

Más adelante, como parte del mismo fenómeno integrativo, fue ganando cuerpo la identidad común a través de la categoría de “indio”. La genealogía de esta denominación está pendiente de examen histórico, pero no resulta difícil asumir que alude a una gama variable de tonalidades de piel, que oscila entre tonos oscuros y claros. Con ella se ha tendido a designar al dominicano en su generalidad, aunque de seguro sus significados han estado atravesados por variaciones en el tiempo. Su tendencia hoy es a la universalización. Me consta la atribución de la categoría de indio en la cédula a un alemán casado con dominicana y a un africano párroco en el Suroeste. El primero lo ha celebrado, mientras el segundo, al protestar argumentando ser un negro, fue tomado por chiflado por el empleado que preparó su expediente.

De semejante fenómeno integrativo surgió otra categoría, ciertamente de validez discutible pero no menos efectiva en el ordenamiento social: la de “raza dominicana”. Su examen devela que representa exactamente lo opuesto del racismo: todos los dominicanos, al margen de su tonalidad de piel, quedan comprendidos en la categoría. Cierto que contiene un matiz de exclusión al no dominicano, acaso en primer lugar al haitiano. Pero uso espontáneo del concepto de raza no se vincula con su acepción “académica”, sino con la de pueblo. “Raza dominicana” es ni más ni menos pueblo dominicano, integradora de todas las tonalidades de piel.

Este concepto espontáneo concuerda con el ideal expuesto por Juan Pablo Duarte, al formular el principio de “Unidad de raza”. Como lo explicó magistralmente el doctor Alcides García Lluberes, el padre de la patria aludía tanto a una realidad empírica constitutiva del pueblo dominicano a través del mestizaje y, como a un programa normativo para lograr una comunidad plenamente integrada, al margen de distinciones étnicas o de color, en sentido contrario al exclusivismo de la ideología racista colonial. Nada que ver, ciertamente, con la negritud reivindicada por Jean Price Mars, acaso no ajena al apoyo que le otorgó al espantoso tirano François Duvalier.

Pedro Francisco Bonó, adalid de la democracia social, nada sospechoso de racismo, como sostendré en otro artículo, ponderó el contraste entre el exclusivismo racial haitiano y el cosmopolitismo dominicano, abierto a los blancos y a la diversidad. Para este intelectual, la misión que tenía la nación dominicana no era otra que la reivindicación de la dignidad humana de los negros. El ejemplo de Bonó ilustra que el racismo trujillista no recogía la herencia democrática de la generalidad de los pensadores dominicanos del siglo XIX, como muestro en mi libro Pensadores decimonónicos.

Ciertamente, el ideal de la democracia social no se ha materializado en el país. Pero los problemas existentes en materia étnico-social y cultural no autorizan la tesis del bovarysmo, fórmula para achacar un abusivo racismo generalizado. No hay dudas de que han existido y siguen existiendo problemas de color entre los dominicanos, puesto que se han recreado criterios racistas provenientes del universo ideológico del mundo occidental. Su abordaje es una asignatura pendiente en la búsqueda de la consecución de una sociedad democrática en lo social. La consideración del inmigrante haitiano, asimilado al negro y al pobre, guarda matices particulares. Pero en ningún caso estos autorizan la atribución del racismo generalizado que se pretende hoy más que nunca endilgar al común de los dominicanos. Prejuicios y diferenciaciones en planos clasistas, culturales, étnicos y de color (designados con la anticientífica categoría de raza) existen en todas las sociedades. La nuestra no es una excepción, pero no tiene nada que ver con el racismo agresivo que se observa en países conceptualizados como modelo de democracia.

Espero examinar, en una próxima entrega, algunos aspectos de las percepciones variables en materia “racial” en el país. Evidentemente, no puedo pretender pintar un panorama halagador, pero al mismo tiempo resulta inaceptable la adjudicación de racismo generalizado que endilga Price Mars a “los” dominicanos, y con él sus seguidores de toda laya.

El ingrediente más agudo de la persistencia de la desigualdad en variados órdenes radica en la formación de una masa migrante, carente de derechos, sometido a condiciones más fuertes de explotación social, objeto de mecanismos de discriminación étnico-nacional. La configuración de un conglomerado de equivalentes de ilotas conspiraría contra el ideal de integración social y nacional.

En tal sentido, también espero referirme más adelante al emplazamiento ominoso con que Price Mars concluye su libro, resultante de su virulenta denuncia de las “doctrinas de la superioridad de las razas y clases sociales…”: “Fuera de dichas contingencias no hay perspectiva sino para la matanza y destrucción de una comunidad por parte de otra”. “Los” dominicanos son emplazados nada menos que a asumir un punto de vista que los ha condenado en bloque con antelación.

 

Roberto Cassá en Acento.com.do