Empiezo mis vacaciones de verano. Sé bien que mi trabajo no es físicamente muy cansado. No soy leñador, ni minero, ni pescador en alta mar. Sin embargo, periódicamente, necesito detenerme, pasear, mirar el paisaje en silencio, y callarme. En lo de callar incluyo también escribir. Si no tiene uno tiempo de mirar alrededor y escuchar lo que se dice por la calle, no existe forma humana de escribir algo sensato.

—Mire, don Jorge, muy sensato, lo que se dice muy sensato, no siempre es lo que usted escribe. Acuérdese de cuando se empeñó en convencernos de que el francés no es el inglés, como si no lo supiéramos ya.

—No me refería a que un inglés no es un francés (aunque vaya usted a saber), ni a que sean lenguas distintas, sino a que el idioma inglés se enseña como un diccionario automático con poca chicha y, en cambio, a que a un estudiante de francés se le intenta introducir en una cultura. Fíjese usted, estimado y quejoso lector, hay programas informáticos que sustituyen al “mister”, pero no pueden con el “Monsieur”. Callo lo referente a la llamada Inteligencia Artificial.

Pero el caso es que me voy de vacaciones y, mientras escribo este artículo, recuerdo mis veranos de infancia, en aquel pueblo blanco de la campiña andaluza, cerca de Gibraltar. Por las tardes, cuando el abuelo dormía la siesta, los nietos, llegados de las cuatro esquinas de España (si es que España, país de por sí esquinado, tiene esquinas) y nos íbamos a jugar entre los cortes de corcho, en el patio de los hornos. Las placas de corcho se bajaban en mulo desde el monte, se almacenaban y se domaban en los hornos. Luego, los camiones debían trasladar la carga a las fábricas. A nosotros nos gustaba jugar por entre los montones de corcho. Atrincherarnos y rebuscar. Lo teníamos prohibido a causa de las víboras que allí anidaban. Pero nosotros no queríamos víboras, sino lagartijas.

Veo en internet (no oculto mis fuentes) que hay 46 nombres en español para este reptil común y pacífico, yo me conformo con el de “lagartija andaluza” o, por aquello de internacionalizar, “lagartija ibérica”, vamos, una simple lacertidae podarcis para los más científicos. Estos tranquilos y a la vez nerviosos animalillos nos liberaban en la casa del pueblo de todos los insectos indeseados. Pero las lagartijas tienen otra particularidad interesante y atrayente. Cuando un animal la persigue y la atrapa, un gato maléfico que le pisa la larga cola nerviosa, la lagartija se desprende de ella y, ante la sorpresa del enemigo, escapa a esconderse. La cola sigue agitándose durante minutos que era lo que nosotros (¡Ay el sadismo de nuestra infancia!), buscábamos encantados.

Lagartija anduluza. Fuente: Wikifauna.

Probablemente fue un aprendizaje para la vida. Tenemos que saber hacer trincheras, escondernos tras ella, protegernos de todos los enemigos visibles o invisibles, siempre silenciosos y, si nos es posible, dejarles una suerte de rabo para que se distraigan. Claro que, cuando nos creemos a salvo, basta encender la radio o abrir el periódico para encontrarlos de nuevo y que se nos ponga cara, así, verdosa, de lagartija.

Total, a lo que iba: que me marcho de vacaciones. Nos veremos (bueno, vernos exactamente, no) en septiembre. Sin pillan una lagartija, que no siempre se deja, guarden la cola. Yo así haré. Luego las podremos comparar. Si les perdonan o, al menos, se olvidan de ustedes la policía de tráfico, los cobradores, los inspectores de hacienda, el administrador del condominio, el corrector de los exámenes (en el caso de los estudiantes), el vigilante de la playa, el vecino ese que siempre pone el sonido de la tele muy alto, y todos los otros gatos malvados que les persiguen como a lagartijas, protéjanse la propia cola (¡uy lo que he dicho!). Yo así lo haré.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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