A: Tony Raful Tejada, poeta.

Abro el libro del desasosiego y le pregunto a Bernardo Soares por la poesía, y una voz altercadora sale de mi frente y pregunta por los poetas. Sin más, yo también voy preguntando.

He visto a Alexis Gómez y a Antonio Fernández Spencer morir con sus vientres llenos de letras.  En “lápida circa”, de Alexis no aparece la inscripción de sus hazañas ni canto alguno anima garganta. Antonio dejó al mar sin copla y sin veleros.  Después de las muertes que vivían, dejaron su oficio de luces. Sus estaturas verticales cubiertas van de yerbas del olvido.

Fui testigo también de la tauromaquia de Manuel del Cabral, corriendo   con tijeras detrás de nadie, mientras gritaba: compadre Mon, solo quiero podar la patria. Así lo vi, poeta oceánico bañado de amor por su hijo que no lo deja morir en la mirada de unos cuantos ilusos pretendiendo ser sus Huéspedes Secretos.  Aquí los muertos, Manuel, no suben de sus ataúdes.

En esta ventana donde se divisa la rosa agónica, ondea también la raída boina de Franklin Mieses con su moho de recuerdos y amnesias, con su teatro de versos. Roza mis ojos todavía el Ángel de su asombro herido por el cielo. ¿Quién dará su mensaje a unas palomas de fierro o ala Rosa que muere?  ¿Quién tocará el Merengue furioso que apaga este crepúsculo y se aleja.?

Entonces, don Mariano Lebrón (las manos crispadas y un montón de palabras perfectas y una espada oxidada para defender la lengua y su correcto decir) nunca encontró la medicina a tanta ignorancia. Se encerró a morir, se fue con el silencio mientras un cadáver-escoria con guardia de honor hacia bufa esa misma mañana de su llanto. La bandera a media asta, mas no para el poeta., maestro, médico, panegirista.

En el carro de Rafael Hilario se pudría vivo Luis Alfredo Torres, una tarde de azufre de la isla. Abrazado a su botella de ron, mirando hacia atrás sin ver a Proserpina, miraba y miraba pero no se moría; tampoco se alejaba del infierno a donde fue a buscar el poema y descubrió que el diablo cambia de rostro a cada instante. Terminó descompuesto, hoja o cartón indiferente, consumido por las lluvias repetidas de la calle El Conde.

Los dos Carlos, a quienes aprendí a querer; uno los sábados de Silvano en que afanoso buscaba cuál era su generación, y otro, afeminado amante de la buena música y el poema, los domingos de la Cafetera. El primero, apuñalado por el destino filial, desangró su último poema sentado en su mesa de gnosis y desayuno. El otro, amordazado por un silencio venido del dolor que primero laceró sus ojos de muchacha, se hizo transparente, consustanciado con los adoquines y los muros coloniales. Uno, Gómez Dorly, otro, Lebrón Saviñón.

Así se van borrando los poetas.  Ramón Lacay, el Hombre de piedra, huyó buscando a su Mujer de agua; la casa Weber sigue hundiéndose en todos los crepúsculos; Víctor Villegas, cruzando de una estrella a otra en el vientre de la ballena que lo pare a veces, y Oscar Gil me escribe en un papel: “te quiero”, mientras disimula la metástasis de garganta.

Yo he sido testigo. He sido testigo de estas voces que no cesan en los labios de nadie su decir de madrugadas y flores. He sido testigo de la rueda del Samsara que ha hecho girar Lupo Hernández, donde todos naceremos con él en alguna hora en que ya habremos muerto, para volver   con nuestros padres niños infinitamente.

He visto muertos en su estatura inmortal, con sueños inconclusos, partir con recelo hacia un callar forzado. Los he visto irse, cortejos, oh cortejos, a una morada incierta donde sobrará tiempo para hurgar heridas. Cada uno con su pedazo de ciudad en heredad irrebatible.   Y con una lágrima pequeña, pequeñísima, guiña el ojo la perfidia. Es cruel este oficio, desmesuradamente amargo, ordeñando el matraz de las palabras que nadie beberá.

Ser poeta es el peor de los oficios. Peor que morder el polvo.  El poeta es un donador de sangre en un banco de cadáveres. Un donador de órganos en casa de Frankenstein. Ser poeta es morir de sífilis con rumores y vendas inasibles, poniendo la vida inútilmente en el poema. Ser poeta es dar su palabra a quien no la ha pedido. Ser poeta en Santo Domingo es ser nadie.

La más pura poesía se escribe en ausencia total de lectores, señor Pessoa.

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