Jeannette Miller documenta el debate -importante en su momento y único en su género- de Paul Giudicelli con Jaime Colson y su defensa firme y vehemente del arte abstracto. Aquel debate en torno al arte figurativo y no-figurativo es uno de los mejores debates de ideas habidos en la historia cultural dominicana. Fue un debate llevado a cabo con tal altura y peso argumental que, aún hoy, es delicia y envidia de intelectuales y críticos.

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Baño de hojas – dibujo, carboncillo, papel – 1958

El joven Giudicelli refuta las objeciones de un Colson veinte años mayor -su viejo maestro en la Escuela Nacional de Bellas Artes- sobre lo “antinacional” y poco identitario del arte abstracto con una tesis meridianamente clara: se puede expresar lo nacional a través del abstraccionismo. Intuye y postula la idea de una temática étnico-cultural -o, como él mismo también le llama, de “lo étnico-social-sicológico de nuestro pueblo”. Esta idea se ve ilustrada en toda su obra plástica -pictórica y cerámica-, y de modo particular en sus cuadros sobre las danzas de los guloyas de San Pedro de Macorís y los ritos del gagá dominicano.

Miller resume el aporte de Giudicelli a la plástica dominicana en estos términos:

“Una búsqueda definitiva dentro de las fuentes precolombinas, especialmente en las raíces taínas, por el sentido de diseño, materiales, colores y traducciones formales (uso de pigmentos y de rojo, blanco y negro), al igual que las pictografías precolombinas y los esquemas geometrizantes” (página 27).

Y, más adelante, precisa: en el país se llega al arte abstracto a través del arte cubista. Giudicelli es un nombre señero de ese lenguaje de la abstracción. En un largo párrafo abunda:

“La obra de Paul Giudicelli se desarrolló dentro de una temática étnico-cultural, donde las raíces precolombinas y las influencias negras posteriores tan enraizadas en nuestros rituales populares afloraban permanentemente. Porque, volviendo al arte abstracto en República Dominicana, lenguaje dentro del cual Giudicelli fue un puntal, hay que decir que en nuestro país se llegó al abstraccionismo a través del cubismo, porque las formas esenciales que se encuentran en todo objeto (círculo, triángulo, cuadrado) resultan ser el primer paso a la esquematización de la figura. Y no solo eso, los artistas nuestros, todos poseedores de un innegable soporte geometrista (Hernández Ortega, Pichardo, Giudicelli) encontraron en este procedimiento una forma de reforzar sus ancestros, en vista de que habían sido estos esquemas geométricos el soporte del arte primitivo taíno y del arte africano, que resultaban de hecho las raíces más arraigadas dentro del contexto popular, condición que reforzaba nuestro movimiento abstraccionista de base geometrista” (página 34).

Reconociendo en la obra de Giudicelli la influencia ostensible de otros creadores, Miller señala las reminiscencias de grandes artistas como Picasso, Dubuffet, Tamayo y Torres García. Estas influencias son tanto más sorprendentes cuanto que, a diferencia de otros artistas de su época y de la época anterior que podían viajar por el mundo, más allá de los años de formación artística en la ENBA, Giudicelli apenas tuvo contacto con el mundo del arte extranjero.

No obstante, a Miller no le interesa tanto identificar las posibles influencias externas, sino más bien ahondar en el significado de la poética y la estética giudicelliana. De ahí que observe que hay en esta obra reveladora un ritmo dinámico, evolutivo, que se desarrolla hasta alcanzar nuevas formas, nuevos estadios creativos. Toda ella es producto de un largo proceso de selección, de eliminación y de síntesis. Síntesis evolutiva, síntesis de valores: de forma y contenido.

Miller reseña la recepción de la obra de Giudicelli en la crítica de arte de su tiempo. Afirma con sobrada razón que, junto a Eligio Pichardo, es el precursor de la modernidad artística, el introductor en el país de la vanguardia modernista y un maestro de la plástica dominicana. La crítica de arte nacional ha sido unánime sobre el valor artístico y estético de su obra. Lo fue la crítica de su tiempo y lo es la crítica de hoy. No es que haya sido justa con él: es que ha caído rendida, cautivada y deslumbrada por una obra singular y poderosa. La obra de Giudicelli fue admirada y reconocida unánimemente por los principales críticos de arte de su época (los años 50 y 60): Pedro René Contín Aybar, Aida Cartagena Portalatín, el español Manuel Valldeperes, el rumano Horia Tanasescu…Igual le reconocen los críticos de hoy: Myrna Guerrero, Marianne de Tolentino, Cándido Gerón, Laura Gil Fiallo.

Manuel Valldeperes, crítico eminente y conocedor de su vida y su obra, escribió sobre él unas palabras hermosas, inmejorables: “Giudicelli vivió quemándose constantemente en esa vida sin reposo que fue la suya, consumiendo su materia para convertirla en algo vivo y permanente para los demás; seguirá iluminándonos a nosotros y a los que nos seguirán con su obra de artista, que es como tal y en virtud de su genio, materia en equilibrio de la que se desprenden todas las posibilidades del hombre”.

Un creador auténtico, un artista genuinamente innovador, tanto en la unidad dinámica de forma-sentido como en la ejecución técnica, un hombre devorado por la pasión creadora. No le agradaba el aceite, pues causaba dolores de cabeza, principalmente a los coloristas. Prefería usar otro tipo de material. Por eso, preparaba él mismo sus propios materiales. Lo hacía para satisfacer su necesidad expresiva. Y así creó algo nuevo, una técnica que llamó “óleo-temple-plastílico”, su invento, que hacía ver a las pinturas con cierta apariencia de fresco. Su textura arenosa, como de arenilla, parecía imitar los dibujos de las cuevas taínas, las pictografías indígenas. Sin embargo, para su delicada salud este invento resultó ser peor que el aceite. Como consecuencia de su trabajo intenso y febril con sustancias químicas y materiales tóxicos que manipulaba, Giudicelli contrajo cáncer, mal que le costó la vida en junio de 1965, en medio de la Revolución de Abril.