Pensado en la tesis de Schopenhauer todo lector es una representación de las ficciones que lee, en cuanto que constantemente muta y cambia de piel. Se podría decir, que frente al texto literario la identidad del lector tiene un efecto borroso, toda vez que este se convierte sin querer en un ser indefinido, sin espacio y sin tiempo. Tanto así que el discurso literario es capaz de diluir su imagen como una especie de solución química. Un efecto que contribuye a la pérdida instantánea de su identidad. Pues los lectores no son ellos, sino lo que las historias hacen de ellos. Una especie de humus gris crea una atmósfera alrededor del cerebro, la que atrasa o adelanta el tiempo de la ficción para transformarte en el otro que lee.

La magia que crea el texto se confabula para promover la desaparición del lector. Diríamos que el espectro de la metamorfosis ha hecho gala de una evasión temporal. Hay un instante en que desaparecen los sonidos, los ruidos y las palabras. Se anula así toda suerte de existencia material, para darle paso a un vuelo sin fronteras. De ahí que los verdaderos lectores son creadores de su propia realidad:  leen frente a un televisor, escuchando música, en un autobús de pasajeros, en el tren, en fin, se apodera de ellos un momentum  sin definición posible, pero capaz de conquistar un territorio inédito en la existencia del universo mental. Así que el lector deja de ser él, para convertirse,   pues, en un personaje de ficción.

Sin embargo,  no todos los textos literarios son capaces de lograr esa magia  que tienen las buenas ficciones literarias. Pues la maquinaria estética de la que deberá estar dotado el texto juega un papel primordial en la tarea de borrar todo atisbo personal. Tanto así que los mecanismos de la ficción son variados y obedecen a universos compuestos por trampas que convierten a los lectores en seres ingenuos. Cuando el lector se enfrenta al texto es un actor ingenuo dentro de la escala de la estética literaria. Por muy avezado que este sea, se exige de una cierta disponibilidad orgánica, aquella que, según Mario Benedetti, tiene que ver con el gusto y con el poder de la imaginación. Es un punto básico que anuncia la eficacia de una poética. Ese encuentro entre el punto neurálgico máximo que alcanza esta mecánica,  se justifica con la existencia de  una agazapada teoría de la ficción. Digamos que es una extraña cosmogonía literaria, en última instancia ignorada por el lector, pero tampoco la conoce el autor. Esa extraña mecánica obedece también a los efectos de una poderosa red de tramas verbales cuya complejidad, que todo lo contiene, hace que los lectores se conviertan en cómplices secretos de los textos que leen.

Jorge Luis Borges.

Borges y Kafka por ejemplo, logran ese eclipse neuronal y eléctrico que consagra a las buenas ficciones. Así que la ficciones desdoblan toda clase de lector, para  convertirlo luego en un renacuajo estéticamente bien concebido por la imaginación del escritor. ¿Quién no ha entrado en el caparazón de Gregorio Sansa? ¿Quién no ha sufrido junto con él las angustias de su penosa vida?  En buena medida asistimos a esa esperanza ineludible del escritor para desdoblar la imagen del lector.  En este caso, los territorios infinitos  de la invención  se mueven hacia  campos  indecibles de la trama textual,  porque penetran los espacios  incurables de la mente humana. De ahí que la lectura funciona como terapia de los sentidos y como refugio de las almas atormentadas.

Cuando un lector entra sin quererlo en el terreno de la duda, anula su existencia. Por este motivo mucha gente no lee literatura de terror, para no quedar al otro lado de la frontera imaginaria. ¿Quién niega que un escritor como Borges logre sus efectivos mecanismos fantásticos en la memoria de los lectores? De ahí que la memoria funcione como un acertado componente de la solución química de lo fantástico. Pues hace que el lector atraviese ríos, fangos, mares, túneles y ventanas imaginarias, como acontece en el famoso cuento de Borges: Tlon Uqbar orbis tertius.

Por eso, entre escritores y lectores se anidan secretos campos magnéticos hondamente perdurables, que no sólo guardan relación con el mundo espiritual, sino también con lo tangible, con el pasado y con el presente. Por esa razón es posible que la literatura de ficción tenga, desde el pasado, una secreta relación con la ciencia, con la física, con la astronomía y con la química, así sea con el progreso científico-técnico, debido a que en su punto de origen entró en contacto con la imaginación. De manera que hay un estado larvario de la ciencia en las entrañas de las artes. Da Vinci y Julio Verne son dos grandes ejemplos cuando la literatura se convirtió en caldo de cultivo para futuros experimentos científicos.

Franz Kafka.

Todo pertenece al mundo de la ficción ha dicho el mexicano Jorge Volpi en su texto más reciente. Hasta la propia realidad corre el peligro de pertenecer al campo de la ficción. A lo mejor, es probable que esta realidad inventada por la curiosidad de la mente sea el fragmento de un sueño o de una pesadilla, al estilo del Dr. Jekyll y Mr. Hyde.  Si la teoría del Big ban es una ficción, como bien plantea el propio Volpi, qué significado tiene la teoría de los agujeros negros de Hawkin.

Los campos de la imaginación se convierten así en especie de agujeros gravitatorios que atraviesan la mente de los lectores. Posiblemente, huecos por donde transita la materia gris del pensamiento. Por eso los lectores no son sino lo que la imaginación determina con ellos. Lo que ella es capaz de concebir mucho antes que la razón. De ahí que la ficción tiene así un efecto perverso: El lector deja de ser para transformarse en otro, en un hombre que imagina, alucina, sueña con mundos extraños. Es por esta razón que toda ficción plantea el mundo como hipótesis:  El mundo, como una posible representación de la mente humana.

Por causa de que los lectores son meras representaciones de las ficciones que leen, estos se deshacen a sí mismos en el plano imaginario. Frente al Quijote no somos más que lectores inventados por Cervantes. Nos imaginamos leer el Quijote mientras Cervantes nos toma de las manos. Frente a la Ilíada no nos queda otro camino que el de imaginar las guerras troyanas. No tenemos la idea cierta de unos acontecimientos sucedidos hace más de dos mil años. Ese mismo tiempo es el dueño de un lector que frente a unos hechos no tiene destino, ni tiene identidad, es un lector incierto, imaginado por la mente de un tal Homero.

Mientras que Dante ha imaginado La divina comedia, nosotros sus lectores hemos imaginado el infierno. No hay en la tierra un infierno tan real como el inventado por Dante y no hay uno tan imaginario como el inventado por nosotros. Un mito tan potente, tan privado y personal.

El lector de hoy no tiene pues, diferencia con el pasado. Es el mismo de todos los tiempos: Es el dios de la ficción, por lo tanto inventa las obras que lee. Desde el inicio de la lectura, deja de ser tú para darle paso a otro ser. Eres lo que la ficción ha hecho de ti. Eres la vida de los personajes, por quienes llora, ríe y por quienes has sufrido  una metamorfosis profundamente  estética. En este caso, el escritor ha logrado lo que se llama una “apropiación de la personalidad del otro”. Así que constantemente los lectores pasan de lo tangible a lo intangible. Son como aquel río de Heráclito que representan una metáfora: En el río del pensador griego, cada segundo interviene en el cambio de las aguas, por eso cada vez que te sumerges será un rio distinto. Así mismo, por causa de la ficción, eres un personaje diferente antes de haberla leído y serás otro después de haberla leído. Así que las consecuencias de la lectura te han sumergido en extrañas aguas cósmicas. Somos en definitiva, prisioneros legítimos de la imaginación, o divertidas fórmulas de una diminuta solución química.

Eugenio Camacho en Acento.com.do