El hombre es un ser trágico por naturaleza. Millones de espermatozoides que no pudieron fecundar el ovulo, quedaron en el vacío. Cayeron en una masa nebulosa y sin destino. Cayeron, en un terreno desconocido, puede ser, en el terreno de la nada. Por lo tanto, al momento de nacer y desde muy antes de nacer el hombre arrastra consigo la dramática idea de la tragedia. De ahí, que el instinto trágico sea concomitante a la vida del hombre. Esta es la razón por la que el triunfo de la muerte actúa como una sombra, mientras se transita por la vida. Muerte y vida confluyen como un río sobre el cauce del tiempo. Por su condición racional el hombre tiene conciencia de la muerte, no así de su destino final. Tanto va la vida a la muerte que ambas son inseparables y necesarias, sin embargo, el hombre no podrá elegir el tipo de muerte que prefiere, ni mucho menos el tiempo de su muerte.  Por esta causa, el tema de la muerte siempre ha resultado un misterio por descifrar, un hecho que con el tiempo se ha convertido en mito.

Colegimos entonces que la vida sin la muerte no tendría razón de ser porque ambas se superponen en un plano irracional, sin consecuencias finitas. Para que podamos valorar la vida en su justa dimensión tenemos que sentir el inevitable peso de la muerte, o mejor dicho, el temor a enfrentarnos con el mito de lo desconocido. Para que aliviemos un poco ese sentimiento de lo trágico, Schopenhauer recomienda el consumo del arte como una manera tramposa de darle sentido a la vida. El arte sirve como refugio y como catarsis para alivianar la angustia que provoca la idea del morir. Así que el arte nos permite también, en cierta medida ese afán inexplicable por alcanzar la felicidad espiritual.  Sin embargo, sabemos que la felicidad, en todo el trayecto de la vida, se convierte en un sueño, en una esperanza del hombre por alcanzarla, en otras palabras la felicidad es una quimera. Así que el arte nos crea la ilusión psicológica de lo que queremos evadir, pero que, en el fondo profundo de nuestra psiquis, es una realidad patente.

El instinto trágico que acompaña al hombre parece que se sostiene en un embrión genético. El instinto violento que hay en el hombre tiene pues, un carácter de salvajismo puro, que ha sido controlado en parte por el poder de la civilización. Aun así, a pesar de su poder civilizatorio, es posible que el hombre lleve a cabo planes de destrucción masiva y masacres espantosas, en contra de sus semejantes. Con razón o no, las primeras manifestaciones para el control del instinto salvaje del hombre, la encontramos en Cherezade, aquella extraordinaria narradora que relata las historias de Las mil y una noches, quien, a través de contar una historia distinta cada noche, pudo calmar el instinto asesino de su verdugo y salvar así su vida. Esta hazaña de Cherezade nos da la idea de que el poder de la palabra puede evitar desastres y contratiempos, puede evitar muertes y guerras. Pienso que muchos eventos de violencia tienen su origen en la falta de comunicación de los humanos, quienes, ante su incapacidad para convencer a través de las palabras, acuden a los actos de violencia. De ahí que el lenguaje, como materia principal de la comunicación humana, tiene un poder altamente civilizatorio.

Las mil y una noches.

¿Qué hay en el germen de la vida que nos atrae hacia le sentimiento de lo trágico? ¿Qué gen domina a lo interno del hombre que lo lleva a transitar el camino de la tragedia? ¿A caso es necesaria la existencia de la tragedia en la vida humana? Si la repuesta es positiva, parece que esta afirmación no necesita refutación. Esta premisa, también parece estar amparada en lecturas bíblicas: La humanidad todavía se pregunta por qué Caín mató a Abel.  Así que cuando el hombre comenzó a tener un comportamiento desigual en la faz de la tierra, Dios envió el diluvio.  Significa que, desde su aparición el hombre está hecho para el sufrimiento, pues cohabita con el dolor y con la angustia para fortalecerse en el trayecto de la vida. De esta manera taladra paso a paso el sentido de resistencia, tratando de vencer la muerte y sobreponiéndose a los avatares del tiempo y del dolor. Pero en otras instancias, el dolor fortalece los caminos del espíritu humano. El dolor se congrega y se anida así en el alma fortalecida. Por eso, siempre tratamos de sobreponernos a él, a pesar de las circunstancias. Sin embargo, para que la vida sea menos trágica debemos de ignorar un poco la influencia de las angustias y las penas que se anidan en el alma, que son en definitiva, las antesalas del dolor. Las penas del alma pueden ser por causas circunstanciales, puede ser por la pérdida de un gran amor, por cusa del divorcio, la pérdida de un amigo o ser querido, sin embargo, para decirlo con la frase de Margarite Yourcenar. Como el tiempo es el gran escultor, debemos dejar que este transcurra, para que cure las heridas del alma.

Así que no habrá momento más preciso para valorar la vida que cuando sentimos dolor. El dolor en sí es la causa de nuestro reconocimiento vital. Nadie elige el hecho de nacer, pero al momento de nacer ya has elegido también la muerte.  De manera que nacimiento y muerte tienen ciertos parecidos, porque transitan el camino del dolor.

 

Eugenio Camacho en Acento.com.do