Presentar esta entrevista es, a la vez, presentarles a Elaine Vilar Madruga. Naturalmente, aquí no se podrá apreciar en toda su dimensión la escritora que ella es, y mucho menos su personalidad; pero servirá, por lo menos, como un acercamiento oportuno a su trabajo y su manera de entender la literatura. Su más reciente novela, El cielo de la selva (LAVA, 2023; Elefanta 2024), está aquí en República Dominicana, debutando en la Feria Internacional del Libro de Santo Domingo 2024, en el stand de Elefanta Editorial, ahí en el Pabellón de Editoriales.
Conocí a Elaine allá por 2020, tras un concurso de poesía que tuvo un final trágico pero que nos dio, como recompensa, la amistad que desde entonces hemos construido. Hija del Caribe insular, Elaine se ha consolidado como una de las voces más importantes de la literatura cubana actual. Además de narradora, es poeta y dramaturga, y la lista de reconocimientos y premios que ha alcanzado desde que ejerce el oficio de escribir es extensa. Aunque ya tenía una carrera bien perfilada, fue con la publicación de su novela La tiranía de las moscas (Barret, 2021) que ocurrió para ella una especie de Boom que no ha dejado de crecer, y en medio del cual publicó el poemario Sakura (Libero, 2022) y, luego, la novela que nos ha traído aquí: El cielo de la selva.
El cielo de la selva es una obra en la que Elaine crea una selva con espíritu propio, una selva ambiciosa cuyos deseos superan ampliamente sus generosidades. Esta selva da, sí, pero arrebata aún más; toma tanto que evoca a la diosa hindú Kali, quien, aunque venerada como madre protectora y fuerza transformadora, también es temida por su lado devastador. De manera similar, esta selva demanda sacrificios humanos, pero no cualquier sacrificio: exige que se le den niños, niños que nazcan solo para que ella los devore, y no a cualquiera, sino al que la selva escoja.
Tengo toda una reseña sobre esta novela en mi artículo El cielo de la selva, una lectura como ninguna otra, que pueden leer en cuanto deseen. Por ahora, dialoguemos con Elaine.
Víctor Andrés De Oleo: ¿Cómo se te ocurre la idea para escribir esta novela, recuerdas ese momento?
Elaine Vilar Madruga: Muchas veces —¡muchas!— la idea para un libro llega como el flash de una cámara, como una imagen que se queda prendida a la retina, como un disparo entre la niebla: la vieja, caminando desnuda en la oscuridad de la hacienda, la chocha al aire, los niños observando, entre risas y terror, a aquella mujer que parece escapada de una pesadilla y, en el fondo de todo, el resplandor rojo de la selva. Aquel fue el cuadro, el disparo, la imagen en el ojo de mi cabeza que arribó para quedarse, y fíjate si se quedó que con ella construí todo un capítulo de la novela. Confío mucho en ese primer instinto de escritura, porque aún no está contaminado de un procesamiento intelectual. Es un instinto piel, un instinto vinculado a mis entrañas y a mi corazón, como la literatura debería ser. No sé si hay un momento más hermoso en la escritura que ese. Más puro, seguro que no.
VAD: No importa cuántos libros uno haya escrito, siempre la posibilidad de uno nuevo es una sensación tan emocionante como llena de inseguridades, ¿en qué puntos de la novela sentiste dudas de lo que estabas haciendo, y cómo las superaste?
EVM: Cuando ya el libro está editado, maquetado y en imprenta, unos días antes de salir al mercado y llegar a los lectores, es que me hago preguntas. No dudas, no inseguridades, sino preguntas: ¿tendrá mi hijo un viaje feliz?, ¿logrará lijar, rozar, acariciar la sensibilidad de alguien? Simplemente eso. Cuando ya es irreversible el hecho de que el libro pronto dejará de ser solo mío, y viajará a las manos de otras y de otros ocurre el salto al vacío, el salto maravilloso, la belleza del salto.
VAD: Más allá de la literatura, las primeras referencias de todo escritor son sus propias experiencias; entonces, ¿qué escenas o episodios de la novela están basados en eventos de tu vida personal? Cuéntame aunque sea una.
EVM: Mis bisabuelas parieron muchos hijos, diez cada una. Les dediqué a bisabuela Lucía y bisabuela Mamaíta el libro. Mientras escribía, pensaba en ellas, que habían dado tanto a luz, que habían vivido para pujar y parir y criar y soplar mocos y buscar comida para tantas bocas. Mis bisabuelas con los cuerpos abiertos en la molienda de dar vida, esos cuerpos frágiles y duros que maternaron como mejor podían hacerlo. La novela, obvio, no es una vivisección exacta de sus historias, pero ellas estuvieron presentes —en la carne que es el espíritu— durante todo el proceso de creación.
Por otro lado, el personaje de Ananda está inspirado, muy remotamente, en la tía abuela que más quise en mi vida: mi tía Cuca. Recuerdo la sensación de perderla, poco a poco, mientras su mente se deterioraba. Yo era muy joven entonces, casi niña, y la enfermedad me producía furia, me alejaba, me ensombrecía. Creo que la dejé sola. Que todos en la familia, de alguna forma, la dejamos sola. Por eso le pido perdón ahora en mis libros.
VAD: Una pregunta que siempre me hago cuando leo libros tan sórdidos, tan inquietantes, con esas escenas perturbadoras, es ¿cómo alguien puede escribir algo así?, es decir, si los lectores experimentamos todo eso, ¿qué siente el escritor a la hora de hacerlo? Pero esencialmente, ¿qué sentiste tú, cuál fue tu paleta de emociones con esta novela?
EVM: La escribí en frenesí. No hubiera podido hacerlo de otra manera. No hubiera sabido. Es que la novela habla de las miasmas del dolor generacional, del dolor de las mujeres, del daño ancestral y las violencias que otros han ejercido sobre nuestros cuerpos (entre ese otros, la cultura, la historia), de la tiranía del instinto, de un supuesto “mandato” biológico nombrado maternidad y hasta de fatum. Es un libro de furia. Es un libro de aullidos. No sé si en mi vida volveré a escribir, como me sucedió con El cielo de la selva, con las vísceras volcadas hacia afuera. El libro es espinoso. Yo entro a él sabiendo que me va a pinchar los dedos y que luego los dedos me van a sangrar, y que me van a sangrar también los ojos, pero no por la brutalidad de lo que cuenta la ficción, sino porque esa brutalidad misma no es otra cosa que el reflejo de lo que las mujeres hemos vivido (y vivimos aún) en buena parte del mundo “civilizado”. Que nuestros privilegios como escritoras o como lectoras no nos cieguen, porque hay muchas Rominas, muchas Anandas, muchas Santas, muchas Copitas que deberían, carajo, pesarnos en los hombros a todas y a todos.
VAD: Algo que se recoge rápidamente de novela es que está sobre la línea del realismo mágico, pero es un realismo mágico como nunca jamás lo habíamos visto. Es como una revitalización del género. ¿Qué significa el realismo mágico para ti y qué tan importante entiendes que es para esta novela?
EVM: Trabajo siempre en las costuras de la realidad, porque con la “realidad” (estrictamente hablando) no me entiendo del todo. Me entiendo con lo kafkiano, con lo absurdo, con el delirio de lo dictatorial, con lo fantasmagórico, con la realidad manchada de miedo: ese es el terreno de mi vida y, por tanto, el de mis historias. Tal vez en el fondo de mi escritura exista algo mágico, pero va manchado de oscuro, y rezuma una pulpa de oscuridad si al artefacto literario se le toca con un dedo.
VAD: La tiranía de las moscas está ubicada en un país sin nombre, aunque se intuye que es Cuba, y en esta novela repites la fórmula de no nombrar el espacio en el que ocurre la historia, de no nombrar esa selva que, como buen realismo mágico, bien podría tener un nombre memorable como Comala o Macondo, ¿por qué decides no nombrar ese espacio, esa selva?
EVM: En Cuba tenemos un dicho: “a quien le sirva el sayo, que se lo ponga”. Existen muchos cuerpos, países, realidades a las que podría bien ajustarles el “sayo” de mis historias. Me interesa que la literatura sea eso, un viaje a lo posible, un territorio sin fronteras, un caldo mestizo, un espejo incómodo que nos sirva para analizarnos. ¿Por qué apuntar con un dedo hacia solo un punto en el mapa? ¿Por qué marcar un sitio único? ¿Por qué renunciar a lo vasto y a lo que, en esa vastedad, nos singulariza para bien o para mal?
VAD: Esta novela es un juego esplendido de técnicas, te mueves entre la primera, segunda y tercera persona, vas del pasado al presente, de voces plurales a voces singulares, todos los que actúan aquí tienen voz y funciona tan bien que pareciera que si no fuera así, la novela no podía escribirse. Háblame brevemente de cómo descubriste que era así como tenías que escribir El cielo de la selva.
EVM: Me gusta jugar a la escritura. Y tratar de entender los “niveles” del juego que forman parte de esa dinámica. Como es un juego, en el fondo, muy serio, siempre me ha preocupado la orfebrería del lenguaje, la arquitectura de las historias, los puntos de vista, el empaque que uso para contar. Luego, el tema es decidir qué sirve y qué no para un libro determinado, así que el proceso también incluye probar, desechar, probar de nuevo, hasta encontrar una fórmula. En el caso de El cielo de la selva, la fórmula es coral, una coralidad oscura y llena de huesitos de mujer, llena de susurros de la abuela mala que es la selva. En definitiva, es un canto de las llamadas locas, de las desposeídas, de las putas, de las rotas, de las que, en definitiva, heredarán el otro reino.
VAD: De ese conjunto de voces que posee la novela, ¿cuál fue la más desafiante para ti y por qué?
EVM: La voz coral de Los Niños (las crías) me costó empastarla. Lograr que se notara, en ella, la pérdida de la identidad individual, la aparición del flujo de la conciencia colectiva que juzga el bien y el mal, el cielo y el infierno, e incluso el particular purgatorio que la selva misma es. El hecho de que, además, fuera un narrador infantil, le puso la guinda al pastel de la dificultad.
VAD: De las cosas más enriquecedoras de El cielo de la selva son, sin duda, sus personajes. Los lectores escogerán sus favoritos y sus más odiados, pero en tu caso, como la verdadera paridora de todos ellos, ¿hay alguno que haya sido especialmente desafiante o gratificante de escribir?
EVM: Romina y Ananda, mis dos jibaritas. A ambas las amé durante todo el proceso de escritura, tanto, que a veces pensaba que sería ideal contar la novela solo desde el punto de vista de cada una de ellas. El más desafiante de todos, por su complejidad humana, el de la Abuela. La Abuela es el hilo conductor de la historia, el alma de la hacienda, su mente es tan intrincada como la selva misma, y tan circular como ella. Su mente es el verdadero infierno de la novela.
VAD: Sé que estás trabajando en una nueva novela, La piel hembra, que está resultando un verdadero reto para ti. Cuéntame, ¿cómo te sientes con este nuevo proceso mientras lidias con todo lo que está pasando con El cielo de la selva?
EVM: La piel hembra es un cierre de un periodo de escritura. Resume un poco las miniaturas de los mundos que viven dentro de mí y que de repente aparecerán reunidas, de una forma y otra, en esta novela que publicará Barrett en 2025. El proceso de escritura ha sido extenuante: es mi libro más extenso, tiene muchos personajes, muchas líneas dramáticas, y la intensidad de un baile de sombras chinescas. La piel hembra es mi canto a la zozobra, y creo que solo volveré a respirar como antes cuando la termine. Así me tiene: desmelenada de amor. Por su parte, El cielo de la selva ha llegado ya a su séptima edición en España, ¡séptima edición!, y le ha ido muy bien en México y Argentina. Pronto llegará a Colombia, y más tarde a República Dominicana, a Puerto Rico y a Chile, y en 2025 empezarán a publicarse las primeras traducciones. ¿Qué te puedo decir que no sea lugar común? Queda todavía por dar machete a la selva y alitas de polvo a las tataguas del presagio, y todo eso gracias a las lectoras y a los lectores.
VAD: Y ya para terminar, háblame de cuáles libros o autores estás leyendo actualmente.
EVM: Estoy fascinada como siempre con Jeffrey Eugenides, y recientemente con Ottessa Moshfegh y Tiffany McDaniel. El último libro que me voló las entrañas fue La llamada, de Leila Guerriero.