En 1787, Friedrich von Schiller, el escritor alemán que fue claro antecedente del Romanticismo, publicó la obra dramática Don Carlos, Infante de España.
El hijo loco de Felipe II era sin duda carne, tanto para el misterio como para la leyenda, y rico argumento para la novela y el teatro. ¿Se enfrentó con su padre por el deseo de heredar cuanto antes algunos de los territorios de la corona? ¿Hubo verdaderamente celos porque la reina Isabel de Valois había sido antes dirigida a ser la esposa del infante? Esto último, que daba excusa a un drama de familia tan de moda en el siglo XVIII (como los de August von Korzebue), parece poco creíble, dado que los acuerdos matrimoniales entre reinos poco tenían que ver con los enamoramientos.
Como drama familiar comienza Don Carlos pero, al final del tercer acto se produce un cambio y el infante empieza a pronunciarse sobre la independencia de los Países Bajos, con la ayuda del Marqués de Poza quien, por haber nacido en Malta, no llega exactamente a ser un traidor.
La trama teatral insiste en elementos de la llamada “leyenda negra”: la crueldad de Felipe, la dudosa historia amorosa, la Inquisición o la rebelión holandesa presentada como un canto a la libertad. Esto último dará pie a Giuseppe Verdi para su ópera Don Carlo, de 1867.
No olvidemos que los hechos se sitúan en la época de la Reforma y que Schiller era protestante, por lo que la figura de Felipe II no podría serle nunca simpática. Así, la Inquisición aparece como símbolo del poder español, sin preocuparse el autor de que esa institución u otras semejantes actuaron en todos los países europeos, entre ellos la Suiza calvinista que quemó a Miguel Servet, el aragonés descubridor de la circulación de la sangre.
Más allá de la exactitud histórica, lo que sigue hoy interesando del drama es que los personajes, tanto Felipe II como el encubierto Poza, o el Duque de Alba, todos salvo el infante Carlos que siempre muestra, como en la realidad, su inestabilidad psíquica, todos —repito— se comportan en virtud de los imperativos categóricos que el dramaturgo aprendió a distinguir en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, de Kant. Dice el filósofo: “obra sólo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal”.
¿Qué debe hacer un padre que se descubre gravemente traicionado por su hijo? ¿El perdón personal puede conciliarse con el perdón institucional, ya sea un reino, ya sea una empresa? Trasladado esto a la tensión política de la tragedia, Schiller plantea, más que un drama de conflicto familiar o un nuevo capítulo de la “leyenda negra”, una reflexión sobre la moralidad pública del poder. De ahí su permanencia y su modernidad. Porque los filósofos deben pensar el mundo, pero los políticos tienen el deber de construirlo, y la moral no puede atentar contra la ética.
Teatralmente lo había resuelto el sevillano Diego Ximénez de Enciso, en 1634, cuando en su comedia sobre el mismo tema, El príncipe Carlos, le hace decir a Felipe II: “Yo os perdono como rey, / no me atrevo como padre”.