(AM): La filosofía cibernética e innovadora que he sustentado durante décadas, la incluyo en lo que es categorizado como ciberecosofía (libro inédito), que se ocupa de todo lo híbrido entre la ecología, la filosofía, la cibernética, el ecosistema digital y la inteligencia artificial.

No se trata de la exclusión del ciberespacio, del cibermundo virtual para quedarnos con el espacio y el mundo natural, como pretende Byung-Chul Han, cuando en su texto La tonalidad del pensamiento (2024) expresa con nostalgia que “volver a la tierra significa volver a la felicidad”, porque “hoy estamos abandonando el orden terrestre, el orden de la tierra, debido principalmente a la digitalización e informatización del mundo” (p. 35).

Este enfoque ciberecosófico implica el mundo y el cibermundo, el espacio y el ciberespacio, lo estudia desde lo transdisciplinar, apuntando a una ética no solo teórica sino práctica, vivida. Por lo que nos proporciona una brújula ética aplicada con relación al ser humano, al medio ambiente con la IA, la tecnología cibernética, la robótica y lo digital.

Esta transformación disruptiva, articulada a lo que es el proceso de la ingeniería genética y acompañada de “la mundialización del conjunto de los mercados y del trabajo humano”, conduce a una autocomprensión de que el “hábitat ya nunca volverá a ser lo que eran hace tan solo algunos decenios” (Guattari, 2012, pp.16 -17).

Ese hábitat ya no es lo mismo, incluso cuando Guattari escribió el texto Las tres ecologías, a mediados de los noventa del siglo XX, porque después de que este filósofo abordara la ecosofía, con el tiempo se fueron construyendo nuevas visiones filosóficas, como la Jardinosofía de Beruete (2018), que es la celebración del gozo intelectual y sensorial de los jardines, la sabiduría de la vivificadora experiencia de cultivar el cuidado de sí y el contacto benéfico con la naturaleza, que nos ayuda a vivir con más serenidad, con una tranquila posesión de uno mismo, es decir, con una auténtica terapia filosófica para la salud física y mental.

La ciberecosofía nos invita a considerar nuestras acciones cibernéticas, digitales y IA: cómo estas afectan no sólo a la sociedad sino también al ecosistema planetario. Lo que no quiere decir que no valoremos la importancia que tiene esta dimensión cibernética para el bien de la humanidad.

¿Hemos de pensar sistémico e interrelacionar lo natural y lo artificial, lo cibernético, lo ecológico y lo social?

Sabelle Stengers, filósofa, historiadora de la ciencia y epistemóloga (Wikipedia)

(AC): Me parece muy interesante tu propuesta de elaborar una “ciberecosofía”, para comprender las complejas interacciones entre la biosfera y la tecnosfera, tal y como se están dando en el contexto histórico del capitalismo fosilista e informacional. En la época del Antropoceno ya no es posible seguir disociando los fenómenos naturales, las prácticas sociales y los entornos artificiales, y por tanto no cabe un pensamiento crítico a la altura del siglo XXI que no adopte el paradigma de la ecología política, como señalaron hace tiempo Félix Guattari,  John Baird Callicott, Isabelle Stengers, Bruno Latour y muchos otros. Necesitamos un pensamiento bio-eco-tecno-socio-político que interconecte las ciencias naturales, las ciencias sociales, las innovaciones tecnológicas y los debates ético-políticos. Los dos últimos capítulos de mi libro Grecia y nosotros (2023) están dedicados a este nuevo paradigma de pensamiento.

El enfoque “genealógico” de Foucault, del que hemos hablado al comentar su concepto de “biopolítica”, es claramente sociocéntrico. Yo me planteé este problema en mi tesis de doctorado, al estudiar la génesis de la física matemática galileana. El enfoque “genealógico” de Foucault no basta para comprender los cambios ecosociales de nuestro tiempo; para seguir siendo útil, debería ser corregido y complementado con el enfoque “geohistórico”. Esto no afecta sólo a Foucault sino a una gran parte de las ciencias sociales contemporáneas. Y, a la inversa, el enfoque “geohistórico” debería recurrir a la “caja de herramientas” foucaultiana para analizar las complejas interacciones entre el gobierno de los grupos humanos y el gobierno de los territorios y de los demás seres vivos.

Hay un segundo punto en el que también es preciso ir más allá de Foucault. No podemos reducir la comprensión de las relaciones sociales (o, más bien, ecosociales) a la dialéctica entre el poder y la resistencia, la dominación y la liberación. Siguiendo a su maestro Nietzsche, Foucault reduce todas las cuestiones morales a relaciones de poder, al conflicto entre el “gobierno de los otros” y el “gobierno de sí mismo”. Como he argumentado en muchos de mis trabajos, las relaciones sociales son, de manera simultánea e inseparable, relaciones de poder y relaciones de responsabilidad. En este punto, estoy más cerca de Arendt y de Derrida que de Foucault. Hemos de tener en cuenta que las relaciones sociales son también relaciones de responsabilidad y de cuidado, de respeto y de amor, de solidaridad y de justicia, y no sólo entre los seres humanos sino también con los demás seres naturales con los que compartimos la morada terrestre. Esta importancia crucial del “cuidado” ha sido defendida por Vandana Shiva y otras muchas pensadoras ecofeministas.

Jacques Derrida

(AM): Con la pandemia en 2020, se entró en otro escenario en el que el encierro dimensionó lo virtual. Al combinar la biopolítica y la ecopolítica, ¿surgieron nuevos acontecimientos?

(AC): La pandemia de covid-19 fue la primera pandemia global del Antropoceno, y, en cuanto tal, hemos de considerarla como un “gran experimento ecosocial” en el que se pusieron a prueba no sólo las relaciones de interdependencia entre todas las comunidades humanas, sino también la ecodependencia de la humanidad con respecto a la Tierra y a los demás seres que la pueblan, incluidos los virus y las bacterias. Muchos análisis de la pandemia se centraron en su dimensión biopolítica, sea en clave positiva (la gestión política y sanitaria de la enfermedad como un problema de salud pública global en el que convergen la salud humana, la salud animal y la salud ambiental, como propuso la OMS y como fue abordado también por Roberto Esposito, Vandana Shiva y Achille Mbembe), sea en clave negativa (la “invención de la pandemia” como una estrategia política para imponer a escala mundial un “estado de excepción permanente”, según la teoría negacionista, conspirativa y supuestamente foucaultiana de Giorgio Agamben).

Otros análisis, como los de Rob Wallace, David Quammen, Mike Davis y Andreas Malm, se centraron en la dimensión ecopolítica de la pandemia: el extractivismo, la agroindustria, el mercado de animales salvajes, el cambio climático, la destrucción de los ecosistemas y la proliferación de “zoonosis” como origen de nuevas enfermedades infecciosas. Pero necesitamos que nuestros análisis críticos del Antropoceno sean capaces de combinar la biopolítica y la ecopolítica, las relaciones de interdependencia y las de ecodependencia, para no seguir cayendo en el dualismo cartesiano, para reconocer que en nuestra condición de “animales políticos” (retomando y reelaborando la definición de Aristóteles), la política es inseparable de la vida en todas sus dimensiones: la vida humana, la vida de las demás especies y la vida de los ecosistemas terrestres. Las luchas emancipatorias del sigo XXI ya no pueden seguir siendo pensadas siguiendo la moderna idea de progreso, como una emancipación prometeica de nuestra condición viviente y terrestre, sino más bien siguiendo la posmoderna idea de variación, como una protección, cuidado y afirmación de la vida terrestre en todas sus formas.

Por eso, desde que estalló la pandemia y se produjo el “gran encierro” de más de un tercio de la humanidad, promoví la creación del Laboratorio Filosófico sobre la Pandemia y el Antropoceno (y lo coordiné entre 2020 y 2023), como un espacio iberoamericano de debate interdisciplinar (en formato digital), y publiqué varios artículos sobre este “gran experimento ecosocial” en los que traté de combinar el enfoque biopolítico y el ecopolítico, así como la crítica del capitalismo y la defensa de una nueva cultura ético-política, a un tiempo cosmopolita y ecológica. Una selección de los numerosos debates promovidos por el Laboratorio, en los que intervinieron más de setenta colaboradores iberoamericanos de las más diversas disciplinas, la publicamos en 2023 con el título El desconfinamiento del pensamiento. La obra está disponible de manera digital y gratuita en la web del Laboratorio, que tras la pandemia ha pasado a denominarse Laboratorio Filosófico del Antropoceno y del Decrecimiento.

(AM): En el libro El lugar del juicio. Seis testigos del siglo XX: Arend, Canetti, Derrida, Espinosa, Hichcock y Trías (2009), tu abres una perspectiva sobre Derrida como un intelectual que “no tiene papeles” en el campo del pensamiento, que ha tenido el “atrevimiento de no respetar las fronteras entre las diferentes disciplinas académicas, porque ha puesto en comunicación territorios muy diversos y ha transitado libremente a través de ellos”, y ha demostrado un “excelente dominio del territorio en cuestión (la filosofía, la lingüística, la crítica literaria, el psicoanálisis, la antropología, la política, el derecho, la economía, la pintura, la arquitectura, etc.), cuestionando así los supuestos títulos de propiedad de quienes estaban cómodamente asentados en sus viejos hábitos, prejuicios y privilegios de gremio” (p. 22).

¿Cómo visualiza Derrida la filosofía, con su discurso de disolución de la frontera entre la filosofía y la literatura?

(AC): Comenzaré diciendo que, en mi opinión, Jacques Derrida es uno de los más relevantes pensadores de las últimas décadas. Era un “pied noir” nacido en una familia judía sefardí descendiente de los judíos expulsados de España en 1492, que pasó su infancia en la Argelia francesa y sufrió la discriminación antisemita del régimen colaboracionista de Vichy. Todo eso le llevó a desarrollar una visión excéntrica y muy crítica con respecto al Occidente europeo y a la sacralización de las fronteras y de las identidades. En su formación intelectual confluyen líneas muy diversas: los “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud), la fenomenología existencial (Husserl, Heidegger y Levinas), el giro estructuralista de las ciencias humanas (Saussure, Lévi-Strauss, Lacan, Althusser, Foucault, Barthes, Bourdieu, etc.), y la vanguardia literaria francesa (Gide, Valery, Artaud, Camus, Blanchot, etc.). Con todo ello construyó un pensamiento propio, muy original y muy riguroso, capaz de dialogar con las más diversas disciplinas y corrientes filosóficas.

Suele decirse que en la evolución de Derrida hay dos etapas: una primera, en los años 60 y 70, centrada en cuestiones ontológicas, antropológicas y epistemológicas; y una segunda, a partir de los años 80, centrada más bien en cuestiones éticas, jurídicas y políticas. Esto es cierto, pero conviene precisar que a pesar de esos desplazamientos temáticos mantuvo una sorprendente coherencia conceptual en la construcción de su pensamiento.

Si tuviera que resumir en pocas palabras lo esencial de su filosofía, diría que se dedicó a “desconstruir”, cuestionar o problematizar los grandes dualismos jerárquicos de la tradición metafísica occidental: ser/no-ser, presencia/ausencia, vida/muerte, forma/materia, espíritu/naturaleza, significado/significante, concepto/metáfora, oralidad/escritura, original/copia, identidad/diferencia, universal/singular, ley/decisión, justicia/violencia, hospitalidad/hostilidad, amigo/enemigo/, nosotros/los otros, etc. Pero “desconstruir” estos dualismos no significa en modo alguno borrarlos y confundirlos en un continuo indiferenciado, sino más bien repensarlos, reformularlos, poner en evidencia toda su complejidad, abrir la puerta a sus muchas variaciones históricas.

(AM): ¿Cuál es su visión filosófica con relación a la conceptualización de la diferencia? ¿qué es realmente lo que Derrida quiere cuestionar o indagar con este concepto?

(AC):  Aquí volvemos a encontrarnos con el principio de “variación”, que se corresponde conceptualmente con lo que Derrida bautizó con el neologismo “différance” (con “a”) para elaborar su filosofía de la diferencia. Pensemos, por ejemplo, en la dualidad hombre/animal: él no pretende negar las diferencias entre los humanos y los demás animales, sino cuestionar el rígido antropocentrismo de nuestra tradición filosófico-teológica y poner en evidencia los muchos vínculos que nos emparientan con los demás seres vivos y que han sido puestos en evidencia por la biología, la etología y la ecología actuales.

O pensemos en el dualismo oralidad/escritura, que tuvo una gran relevancia en la génesis del pensamiento derridiano. Derrida descubrió la continuidad que va de Platón a Husserl e incluso a Austin, es decir, la jerarquía antropológica entre la conciencia intencional, el lenguaje oral y la técnica de la escritura en sentido ordinario. La conciencia intencional estaría dada naturalmente en el ser humano antes del lenguaje (el alma contemplativa de Platón no necesita del logos, y la “inmaculada percepción” postulada por los empiristas modernos tampoco), así que sería esa conciencia previa al lenguaje la que le daría a éste todo su sentido, sometiéndolo como si fuese un mero instrumento inerte a su viva presencia y a su soberana intencionalidad cognoscitiva y comunicativa, mientras que la técnica de la escritura sería una mera transcripción y fijación material del lenguaje oral, no tendría valor epistémico y comunicativo por sí misma, excepto su utilidad mnemotécnica, y además no contaría con la presencia viva e intencional de la conciencia del autor original. Derrida cuestiona esta jerarquía antropo-técnica entre la conciencia, el lenguaje oral y la escritura, y para ello generaliza y transforma el concepto de “escritura”, definiéndola como un sistema de marcas o huellas diferenciales susceptibles de repetición en el espacio y en el tiempo. Por ejemplo, las huellas dejadas por un ave en la arena de la playa, o los golpes físicos y psíquicos que se graban en el cuerpo de una persona maltratada, o los dígitos que se registran en un circuito informático, son diferentes formas de escritura. Esto le permite repensar el trascendentalismo kantiano sin recurrir a un sujeto trascendental e inmaterial. Los diferentes sistemas de marcas diferenciales serían la condición material de posibilidad de nuestra experiencia del espacio y del tiempo, del “diferir” de los seres en el espacio y del “diferir” de los sucesos en el tiempo.

(AM): A partir de su texto De la gramatología, Derrida pretende cuestionar todo el sistema lingüístico planteado por Saussure. ¿Hasta dónde llegó su alcance y por qué ha habido tanta vulgarización sobre el pensamiento de Derrida? ¿Ha sido mal comprendido?

(AC): Saussure no solo fue el padre de la “lingüística” moderna sino que también propuso construir una “semiología” como “ciencia general de los sistemas de signos”, de la que la lingüística sería sólo una rama dedicada a los idiomas como sistemas de signos orales o sonoros. El estructuralismo fue un movimiento que en los años 60 se extendió en diversas ciencias humanas (psicoanálisis, antropología, economía, historia, sociología, crítica literaria y cultural, etc.) y trató de aplicar la propuesta de Saussure, redefiniendo diferentes campos de la experiencia como otros tantos sistema de signos: el inconsciente (Lacan), los mitos y los sistemas de parentesco (Lévi-Strauss), los modos de producción (Althusser), las sucesivas “epistemes” históricas (Foucault), los objetos y las prácticas de “distinción” entre las clases sociales (Bourdieu), los códigos de comunicación de los medios audiovisuales (Barthes y Eco), etc. Pues bien, Derrida cuestionó el concepto de “signo” (sema, en griego) propuesto por Saussure en su póstumo Curso de lingüística general (1916), porque repetía la jerarquía platónica entre el “significado” inteligible o ideal y el “significante” sensible o material. Por eso, lo sustituyó por el concepto de “marca” (gramma, en griego), huella, traza o inscripción material, y la “semiología” de Saussure la transforma en una “gramatología” que sería la “ciencia general de los sistemas de marcas”. En cierto modo, toda la trayectoria de Derrida consistió en desarrollar este ambicioso proyecto de pensamiento.

Sobre Derrida se han dicho muchos disparates, todos ellos destinados a ridiculizarlo y descalificarlo, más aún, a negarle la condición misma de filósofo. El episodio más conocido sucedió en 1992, cuando Derrida era ya un filósofo mundialmente reconocido. Ese año, diecinueve filósofos y científicos vinculados a la tradición analítica anglo-americana firmaron un escrito para oponerse a que la Universidad de Cambridge le concediera el doctorado honoris causa. No lo consiguieron, porque la universidad le otorgó esa distinción tras organizar de manera excepcional una votación entre sus doctores, con el resultado de 336 votos a favor frente a 204 en contra. Después le concedieron esa misma distinción otras muchas universidades del mundo. Lo que me parece más significativo no es sólo la iniciativa abiertamente hostil y prepotente de esos inquisidores de la filosofía, sino el argumento que utilizaron: la herejía imperdonable de Derrida, lo que lo excluía de la comunidad de los filósofos, era “su inadecuación a los estándares de claridad y de rigor”. Es muy reveladora la palabra “estándares” (standards, en inglés). Ese tipo de estándares o normas convencionales son las que se establecen en cualquier procedimiento técnico, administrativo, militar o comercial. Y, desde hace unos años, también en la evaluación de los papers que se presentan a las revistas académicas indexadas en bases de datos y en rankings internacionales elaborados por empresas privadas y por algunas universidades. Esta deriva competitiva en los más diversos campos del conocimiento es lo que hoy se conoce y se denuncia activamente como “capitalismo académico”. La apelación a unos “estándares” de calidad supuestamente neutros y universales revela la estrecha concepción escolástica de la filosofía defendida por los firmantes del escrito y lo grotesco de aplicársela a un pensador de la talla de Derrida.

Lo curioso es que Derrida había estado movilizándose desde los años 70 para defender la práctica institucional de la filosofía, en contra de la tendencia cada vez más extendida de las políticas educativas neoliberales, empeñadas en suprimirla del curriculum educativo. En 1979 participó en la organización de “los estados generales de la filosofía”, celebrados en la Sorbona. De ahí nacieron una serie de escritos reunidos en Del derecho a la filosofía (1990). En 1983, junto con otros colegas, promovió la creación del Collège International de Philosophie, del que fue primer presidente, con la intención de que fuera un espacio de debate interdisciplinar, sin fronteras nacionales ni académicas. En 1991 fue invitado por la UNESCO para dar la conferencia: “El derecho a la filosofía desde el punto de vista cosmopolítico”. En 1998, dio otra conferencia en Stanford sobre el porvenir de las universidades en la era global, y la repitió en 2001 en la Universidad de Murcia, donde tuve la oportunidad de escucharla y debatirla con él; ese mismo año, la publicó con el título La Universidad sin condición. La reflexión de Derrida se presenta desde el principio como la “profesión de fe de un profesor”, como un “compromiso declarativo” que es simultáneamente “fe en la universidad y, dentro de ella, fe en las Humanidades del mañana”. Un compromiso que se formula deliberadamente en el horizonte de la “mundialización” y que pretende hacer de ella una “humanización”. Ahora bien, dice Derrida, la “humanización” de la sociedad mundial o global no podrá lograrse sin las Humanidades, sin unas “nuevas Humanidades” que deberán practicarse en una universidad “sin condición” y siempre “por venir”. Sobre esta propuesta de Derrida para la universidad “por venir” publiqué en la revista Isegoría un artículo titulado: “La universidad en la sociedad global”.

(AM): ¿Cómo entiende realmente la filosofía Derrida? ¿rompe con el esquema tradicional que la ha definido hasta ahora?

(AC): Todos esos datos que acabo de mencionar revelan el profundo compromiso de Derrida con la filosofía, más aún, con su práctica académica e institucional. Ahora bien, Derrida no entiende la filosofía como una disciplina entre otras, como un saber entre otros, como un territorio intelectual claramente delimitado, sino más bien como una práctica de pensamiento “sin papeles”, sin títulos de propiedad, que migra de un territorio a otro y que precisamente por ello está en condiciones de problematizarlos, pero también de conectarlos, de ponerlos en diálogo entre sí.

(AM): Parte de esta idea filosófica de Derrida la comparto. Cuando me adentro en lo cibernético, lo digital y la inteligencia artificial, como filósofo camino por lo que es el mundo y el cibermundo. ¿Cómo asumes tú la filosofía, dado que has consagrado tu vida a la filosofía y a los saberes por estos dos mundos que he mencionado?

(AC): Tras mi experiencia en la dirección de varias instituciones y asociaciones filosóficas (promotor y primer presidente de la Sociedad de Filosofía de la Región de Murcia, director del Departamento de Filosofía y decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad de Murcia, presidente de la Conferencia Española de Decanatos de Filosofía, promotor y primer presidente de la Red española de Filosofía, y promotor de la Red Iberoamericana de Filosofía), he dedicado muchas conferencias, entrevistas, informes y escritos al papel que debe desempeñar la filosofía en el siglo XXI. Incluso intervine en 2017, como presidente de la REF, en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados de mi país para defender la importancia de la filosofía en el sistema educativo (el video está disponible en la web del Congreso y el texto se publicó en el nº 109 de la revista española Paidea). En este asunto, mi opinión es similar a la de Derrida y a la de Foucault. La filosofía es una forma de pensamiento cosmopoliético, que trata de conectar entre sí las tres grandes dimensiones de la experiencia humana: el mundo biofísico, el nosotros socio-político y el yo psicosomático (o, por decirlo con los griegos, el kosmos, la polis y el ethos). Por eso, está destinada a moverse entre espacios sociales e intelectuales muy diferentes, cada uno con unas fronteras más o menos delimitadas y con una jurisdicción específica: los múltiples saberes tecno-científicos, los distintos regímenes socio-políticos y las diferentes propuestas éticas o “artes de la existencia”. La filosofía no puede identificarse con ninguno de esos tres territorios, no puede reducirse o limitarse a uno solo de ellos, precisamente porque su tarea consiste en transitar del uno del otro para conectarlos entre sí, para establecer puentes y alianzas entre ellos.

En este sentido, y en sintonía con Derrida, creo que la filosofía es constitutivamente, vocacionalmente, una “tierra de nadie” (en 2015 publiqué un libro con este mismo título), y esto en un doble sentido: porque es un lugar de transición y de transacción entre las distintas esferas de la experiencia humana, una encrucijada en la que los diversos saberes pueden comunicarse entre sí; y porque ese lugar de paso es la gran zona franca del pensamiento libre, un espacio público o común al que todos los humanos pueden acceder y del que nadie puede apropiarse en exclusiva.

(AM): Ciertamente, como tú lo planteas, Derrida puede ser considerado el último representante de una generación de intelectuales franceses catalogados como «estructuralistas» y «posestructuralistas», y que fueron herederos de los «filósofos de la sospecha« (Marx, Nietzsche y Freud). En el caso de Derrida, bebe de esa fuente de ideas que brota de pensadores como Lacan, Althusser, Levinas, Foucault, Barthes, Deleuze y Bourdieu, y con quienes mantiene diferencias y coincidencias; lo mismo que le pasa con otros discursos filosóficos a los que tú haces referencia: “No sólo ha mantenido fecundas diferencias con sus contemporáneos (Levinas, Foucault, Rorty, Searle, Gadamer, Habermas, etc,), sino también con los clásicos antiguos y modernos de la filosofía occidental, desde Platón y Aristóteles hasta Husserl y Heidegger, pasando por Montaigne, Pascal, Descartes, Rousseau, Kant, Hegel, Nietzsche y Benjamin” (p.23)

El pensamiento filosófico crítico de Derrida cuestiona el discurso del logocentrismo, sustentado en la primacía de la palabra y la razón en la filosofía occidental. También se enfoca en la deconstrucción del método para estudiar textos y analizar conceptos, dejando claras las contradicciones inherentes. Además, la diferencia en relación con las oposiciones binarias (hombre/animal, presencia/ausencia) muestra que estas no son tan claras como parecen.

¿Cómo seguir la línea filosófica de Derrida y abrir rutas diferentes?

 (AC): La obra de Derrida es inmensa en múltiples sentidos: por el volumen de su producción, por la diversidad de los temas que abordó y por el impacto que ha tenido y sigue teniendo en los más diversos campos del conocimiento. Todavía hoy, veinte años después de su muerte, se están publicando los cursos que dio a lo largo de 43 años y que solía preparar por escrito. Eso supone unas 14.000 páginas impresas, es decir, unos 43 volúmenes, a razón de un volumen por año de enseñanza. En cuanto al impacto de su pensamiento, puede comprobarse en muy diferentes campos: la crítica literaria, la estética, la ética, la política, el derecho, la teoría sobre la escritura y sobre las técnicas de registro, los estudios de género, los estudios decoloniales, etc.

Mencionaré sólo dos ejemplos que pueden interesarte especialmente. Uno de ellos es la aplicación del concepto derridiano de escritura al campo de la revolución digital y de los nuevos sistemas de registro, información y comunicación, como nuevos entornos técnicos de la experiencia humana. Esta es la línea que ha desarrollado un discípulo suyo, el italiano Maurizio Ferraris, conocido promotor del “nuevo realismo” y autor de dos importantes obras: Documentalidad. Por qué es necesario dejar huellas (2009) y Documanidad. Filosofía del mundo nuevo (2021). El otro ejemplo es la exigencia de una nueva epistemología política, tal y como han propuesto Donna Haraway, Bruno Latour, Isabelle Stengers, Jürgen Renn y muchos otros, para hacer frente a los grandes desafíos del Antropoceno: las interacciones cada vez más complejas entre la tecnosfera humana y la biosfera terrestre exigen cuestionar los dualismos de la tradición metafísica occidental (materia/espíritu, natural/artificial, animal/humano, organismo/máquina) y construir una nueva ontología de las formas “híbridas” que nos permita comprender nuestra condición bio-eco-tecno-socio-política, nuestra actual interdependencia global y nuestra ineludible ecodependencia con el conjunto del sistema terrestre.

(AM): A propósito de estructuralismo y posestructuralismo, en el texto tú también trabajas el pensamiento filosófico de Eugenio Trías, que como bien dices, bebe de la fuente de las ideas de los estructuralistas y posestructuralistas franceses como Lévi Strauss, Lacan, Althusser, Foucault, Deleuze y Derrida.

Lo riguroso y lo sistémico en el pensar filosófico de Trías, es debido a “que ha logrado componer una obra de pensamiento propia, original y con vocación de sistema, atenta tanto a la herencia filosófica del pasado como a las grandes corrientes y problemas del pensamiento contemporáneo, y situada a medio camino entre el rigor conceptual de la filosofía académica y el compromiso cívico de la filosofía mundana” (P.159). ¿Cuál es tu relación con el pensamiento de Trías?

 (AC): Eugenio Trías nació catorce años antes que yo, así que fue uno de mis hermanos mayores en el campo del pensamiento, junto con otros filósofos “neonietzscheanos” de su generación como Javier Echeverría, Víctor Gómez Pin, Fernando Savater, etc. Comencé a leer sus primeros libros cuando yo era un joven estudiante universitario. Al principio me interesó mucho su línea de pensamiento, que efectivamente era muy cercana a los estructuralistas y postestructuralistas franceses, pero a mediados de los 80 se dio en él un giro intelectual hacia posiciones más espiritualistas en lo filosófico y más conservadoras en lo político. En cierto modo, podemos hablar de un “primer Trías” y un “segundo Trías”. Ese giro teórico hizo que me alejara de sus propuestas. No obstante, a pesar de mis desacuerdos con él, considero que ha sido uno de los filósofos españoles más originales de las últimas décadas. Y creo que debemos reconocer y reivindicar el pensamiento que se elabora en español y en portugués, como tú mismo vienes haciendo en estos “diálogos filosóficos”, si queremos construir una comunidad filosófica iberoamericana. Ese es uno de los objetivos que me movieron a promover la creación de la RIF, junto con otros colegas de España, Portugal y América Latina.

(AM): ¿Cuáles serían las ideas fundamentales de Trías, que lo hacen un filósofo original?

(AC): Trataré de responderte muy brevemente. Trías construye todo su sistema filosófico a partir del sujeto humano como existente singular, pero al mismo tiempo trata de cuestionar el solipsismo autofundante del sujeto moderno y el consiguiente dualismo entre materia y espíritu, res extensa y res cogitans. Ahora bien, para pensar el modo en que el sujeto singular se trasciende a sí mismo y se inserta en el horizonte del mundo, Trías recurre a dos conceptos diferentes: el de “variación” y el de “límite”. En una primera época, pone en juego el concepto de variación y concibe al sujeto humano a la manera de Nietzsche, como un übermensch, como un artista pasional y demiúrgico, (re)creador del mundo y de sí mismo; en una segunda época, pone en juego el concepto de límite y concibe al sujeto humano a la manera de Kierkegaard, como un ser escindido entre lo posible y lo imposible, como una síntesis sym-bálica de animal mortal y dios inmortal, como un habitante de la frontera “entre lo finito y lo infinito”. El punto de intersección entre el “eterno retorno” del pagano Nietzsche y el “salto” místico del cristiano Kierkegaard se lo proporciona a Trías un filósofo renacentista que le es muy querido: Giovanni Pico della Mirandola, llamado el Príncipe de la Concordia por su empeño en conciliar de forma sincrética, mediante la formulación de sus Novecientas tesis, todas las tradiciones filosóficas y religiosas de Oriente y Occidente. Un empeño sincrético que el propio Trías también trató de llevar a cabo en su gran fresco histórico La edad del espíritu (1994). En el Discurso sobre la dignidad del hombre (1486), que era el prólogo a sus Novecientas tesis, Pico describe al ser humano como una criatura proteica, camaleónica, destinada a crearse y recrearse a sí misma por expreso deseo del Dios creador, que no le ha asignado una naturaleza determinada, sino que lo ha situado en el límite del mundo, en la frontera entre todos los otros seres, a mitad de camino entre la divinidad y la animalidad, la luz y la oscuridad, el espíritu celeste y la materia terrestre, para que sea él mismo quien libremente vaya dando forma a su propia vida.

Me gustaría hacer un breve comentario sobre esta concepción proteica del ser humano elaborada por Pico y retomada por Trías. Suele decirse que la idea de libertad es una de las ideas nucleares del pensamiento filosófico y político moderno, porque permitió a los ilustrados y revolucionarios modernos emanciparse de las cadenas de la sumisión, sea con respecto al Dios cristiano y sus representantes eclesiásticos, sea con respecto a reyes, emperadores, señores feudales y déspotas de todo tipo. Sin embargo, esto no se corresponde del todo con la realidad histórica. En primer lugar, la idea moderna de libertad, como se ve en Pico, debe mucho a la concepción cristiana del ser humano como hijo de Dios, creado para dominar a todos los otros seres del mundo terrestre y destinado a gozar de la vida eterna junto al Padre celestial. Por eso mismo, los teólogos y juristas españoles del siglo XVI debatieron si los indígenas de América eran hijos de Adán como los europeos, o no lo eran y por tanto podían ser desposeídos y esclavizados como criaturas infrahumanas.

En segundo lugar, la idea moderna de libertad, como ya había sucedido en la Grecia y la Roma antiguas, se aplicó exclusivamente a una minoría de seres humanos: los varones propietarios de origen europeo, piel blanca y religión cristiana. Para esa minoría, la libertad era más bien un privilegio, un estatus superior que les permitía dominar a los demás estamentos inferiores: las mujeres, los trabajadores europeos desposeídos y los pueblos colonizados y esclavizados. Como dice Domenico Losurdo en su Contrahistoria del liberalismo (2005), la modernidad dio origen a un “parto gemelar”: el liberalismo y el esclavismo. Era perfectamente compatible ser un destacado liberal como Locke o como Jefferson y al mismo tiempo discriminar a las mujeres, tener siervos domésticos y jornaleros del campo, desposeer a los indígenas de América y comprar esclavos negros para que trabajen en las plantaciones. Por eso tuvieron que surgir en el siglo XIX los nuevos movimientos emancipatorios de las mujeres, los proletarios, los esclavos y los pueblos colonizados.

Todo esto debe llevarnos a ser muy cautos con el uso que hacemos del concepto de libertad. Este concepto ha adoptado formas muy diversas en los últimos siglos, desde el “genio” artístico de los románticos (que tanto influyó en Trías) hasta el “condenado a ser libre” de los existencialistas. En la época de los “límites planetarios”, tenemos que problematizar esa visión prometeica de la libertad, banalizada por el neoliberalismo y por el neofascismo (basta pensar en “libertarios” como Trump, Bolsonaro, Milei, Abascal, etc.), que la han convertido en una coartada ideológica para justificar su oposición a todas las conquistas civilizatorias de la democracia, para negar el conocimiento científico más consolidado (sobre las vacunas, sobre el cambio climático, etc.) y para tratar de imponer nuevas formas de violencia y de barbarie. He escrito varios textos sobre esta cuestión: “Sobre las formas y los límites de la emancipación” (Isegoría, 43, 2010); “Arendt, la libertad y el mal” (Cadernos Arendt, vol. 4, nº 8, 2023); “El mito de la libertad soberana” (elDiario.es, 24/04/2024).

(AM): En estos tiempos convulsos y cibernéticos, donde las ideologías grupales se entrelazan y los extremos de la ultraderecha y la ultraizquierda convergen, se abrazan y se besan hasta impedir que el pensamiento y la razón se coloquen en lo dialógico, emerge la pasión por la carrera armamentista, la guerra y la ciberguerra, lo misógino, el racismo, la anti-migración y el odio y exterminio del otro, como referentes para construir una gran nación o legitimar la identidad nacional. Esto es parte de la crisis epocal de una sociedad que, al vivir en el exceso de información en el ciberespacio, se encuentra más desinformada y desconectada de la realidad, ya que la virtualidad la coloca en pérdida de la memoria de la vivencia y la experiencia, para solo situarla en la posexperiencia y la desmemoria de la vida, sin experiencia compartida.

¿Cuál es tu apreciación sobre los movimientos sociales y políticos que giran hacia la idea de que “todo tiempo pasado fue mejor”? ¿Crees que esto refuerza una ideología contraria a la democracia y a los derechos jurídicos y políticos de la modernidad, y a favor de lo natural?

(AC): El Instituto Variedades de Democracia (V-Dem Institute), de la Universidad de Gothenburg (Suecia), publica cada año un informe sobre la situación de los regímenes políticos en todo el mundo. En sus últimos informes alerta sobre “la actual ola de autocratización en el mundo”. Esto supone un cambio de ciclo histórico, un “gran retroceso” civilizatorio.

En 1991, cuando terminó la Guerra Fría entre Estados Unidos y la Unión Soviética, parecía que por fin la ONU iba a ejercer el liderazgo en la pacificación de las relaciones internacionales y en la organización de conferencias y tratados para afrontar de manera colaborativa los grandes retos globales. De hecho, en 1992 se celebró la Cumbre de Río, también llamada Cumbre de la Tierra, en la que se adoptaron los primeros acuerdos globales sobre el cambio climático y sobre la biodiversidad. En la década de los 90 se celebraron otras muchas cumbres sobre las ciudades, sobre las migraciones, sobre los derechos de las mujeres, etc. Paralelamente, surgió el movimiento “altermundialista” bajo el lema “Otro mundo es posible”, en el que comenzaron a conectarse entre sí movimientos y organizaciones locales, nacionales e internacionales muy diversas: organizaciones indígenas y campesinas, sindicatos obreros, colectivos feministas, asociaciones ecologistas, etc. Eso cristalizó en el primer Foro Social Mundial, celebrado en Porto Alegre en 2001, con la asistencia de unos 12.000 participantes de todo el mundo. El FSM fue pensado como una alternativa al Foro Económico de Davos, que reúne todos los años a las élites políticas, económicas, académicas y mediáticas del mundo. De hecho, el FSM también ha seguido reuniéndose todos los años, pero en las dos últimas décadas se ha producido, como ya he dicho, un gran retroceso civilizatorio y el ascenso de movimientos claramente reaccionarios.

Una primera inflexión se produjo con los atentados del 11 de septiembre de 2001 por parte de Al-Qaeda. Estados Unidos, bajo la presidencia de George W. Bush, respondió lanzando la “guerra global contra el terrorismo” y contra los “Estados canallas”. Se inició un ciclo de guerras (Afganistán, Irak, etc.) y, sobre todo, una “securitización” de las relaciones internacionales y de la propia política interior, que acabó generando un giro reaccionario en todo el mundo. A eso se añadió la crisis económica mundial de 2008-2011, que condujo a políticas de “austeridad” y a una precarización de las condiciones de existencia de la mayoría de la población. Esos dos acontecimientos tuvieron su epicentro en Estados Unidos y crearon el marco histórico adecuado para el ascenso de los movimientos de extrema derecha en muchos países de Europa y América.

Es cierto que también hubo respuestas en clave emancipatoria, como la “primavera árabe” (2010-2012) en varios países del norte de África y de Oriente Próximo, o el 15M en España y el Occupy Wall Street en Estados Unidos, ambos en 2011. Pero todos esos fenómenos, que reclamaban una “democracia real” frente a los poderes políticos y económicos, fueron efímeros y no lograron cambiar el rumbo de la historia reciente. En cuanto al movimiento ecologista, a pesar de su ya largo recorrido histórico y de su extensión mundial, no ha logrado detener la tendencia ecocida del capitalismo y el rebasamiento acelerado de los límites planetarios. Tal vez el movimiento emancipatorio más poderoso, más extendido y más consolidado de las últimas décadas ha sido el movimiento feminista. No es extraño que sea una de las bestias negras contra la que más virulentamente ha reaccionado la nueva ultraderecha.

En mi opinión, lo más grave es el proceso de “renacionalización” de la política que se está dando en todo el mundo. Y esto afecta tanto a la geopolítica internacional, en la que estamos asistiendo a una nueva “guerra fría” entre las grandes potencias globales, como a los movimientos ultraderechistas que cobran cada vez más protagonismo en el interior de cada país, reclamando el cierre de fronteras, el odio al inmigrante pobre y el “Nosotros, primero”. Sobre esto último escribí un artículo que se titula precisamente así: “«Nosotros, primero». La fabricación de los migrantes como seres superfluos” (Pescadora de Perlas. Revista de estudios arendtianos, vol. 1, n° 1, 2022). Y lo peor es que todo esto coincide con la aceleración de la crisis ecosocial y la urgente necesidad de planificar la descarbonización y el decrecimiento de la economía mundial. Sin una pacificación y una democratización de las relaciones internacionales, las probabilidades de un colapso civilizatorio se incrementan exponencialmente.

(AM): En el cibermundo, al parecer somos productos de las pantallas que nos envuelven, que miramos y nos miran (Merejo, 2012), en una pérdida gradual de la memoria colectiva y de las multitudes inteligentes. Como resultado de las redes sociales y de los algoritmos, hemos ido cayendo en el fanatismo y el dogmatismo de una mentalidad neomedieval. Los que permanecen firmes están siendo desplazados por la multitud clónica que genera la inteligencia artificial. Las redes sociales, los algoritmos y las burbujas de filtro nos empujan hacia extremos ideológicos. ¿Vivimos tiempos acelerados y un horizonte opaco?

(AC): Efectivamente, coincido contigo en que vivimos tiempos acelerados y en que el horizonte histórico se ha ido ensombreciendo. Todas las expectativas generadas por las nuevas tecnologías digitales se han ido desvaneciendo poco a poco. No obstante, creo que no podemos tirar la toalla. El pesimismo es un lujo que no podemos permitirnos, sobre todo si pensamos en los colectivos más vulnerables y en las generaciones que han de sucedernos. Yo tengo dos nietas y un nieto, y me siento responsable ante ellos. Creo que hemos de seguir luchando de manera individual y colectiva para dejar a nuestros descendientes un mundo pacífico, justo y habitable.

En lo relativo al cibemundo, no hemos de resignarnos a que esté en manos de unas pocas corporaciones privadas y de unas pocas superpotencias militares. Como dice Jürgen Renn, el conocimiento científico y técnico, así como las infraestructuras materiales y las instituciones sociales que permiten su producción y su distribución (desde los laboratorios y las bases de datos hasta los centros educativos y los medios de comunicación), deben tener el estatuto de bien común de la humanidad, y como tales deben ser profundamente democratizados, para facilitar su acceso a toda la ciudadanía. De hecho, ya se están surgiendo algunas iniciativas en esa dirección, como el proyecto Bluesky, que pretende crear una nueva red pública global con protocolos abiertos, en la que cada persona pueda controlar sus datos personales y migrarlos de una red a otra. En definitiva, se trata de convertir el cibermundo en un espacio democrático, federado a escala global y no controlado por un oligopolio de empresas o por unas pocas superpotencias, sino por la sociedad civil mundial. Esto va en contra de la sacralización imperante del mercado y de la propiedad privada, pero también de la soberanía estatal y del complejo militar-industrial. Por decirlo de manera sumaria, creo que “otro cibermundo es posible”.

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