(AM): En el texto Variaciones de la vida humana. Una teoría de la historia (2001), tú sustentas algunas hipótesis, como lo es el concepto de variación, y también lo reiteras en el ensayo sobre “La humanidad terrestre. Una filosofía del Antropoceno” (2023). Aquí nos dices que Hegel rechazó el concepto de variación y asumió como importante el tiempo de la repetición que se da como proceso en la naturaleza biofísica y el tiempo de progresión que es “el principio espiritual que mueve la historia humana, guiada por Providencia divina”; sin embargo, Hegel consideró inaceptable el tiempo de la variación, debido a que “supondría reconocer lo azaroso, lo impredecible, lo carente de finalidad, tanto en la Naturaleza como en la Historia”. ¿Ese tiempo de la variación que rechazó Hegel, es lo que realmente cuenta en estos tiempos?

(AC): Hegel construye la síntesis más sistemática de la moderna filosofía de la historia. Por eso, el historiador indio Dipes Chakrabarty, uno de los más conocidos representantes del pensamiento postcolonial, en su obra Provincializar Europa (2000) toma como adversario principal a Hegel. Fue Hegel quien dijo que la modernidad comienza con Descartes, es decir, con el dualismo ontológico entre la res extensa y la res cogitans, la materia y el espíritu, la naturaleza y la historia, la necesidad y la libertad, la ciencia y la política, el principio de repetición que rige en el universo mecanicista y el principio de progresión que rige en la historia de la humanidad. La idea de progreso, como se ve ya en Kant, pretende explicar el tránsito de lo uno a lo otro, del reino de la necesidad al reino de la libertad, del hobbesiano “estado de naturaleza” a la kantiana “paz perpetua”. Esta es la ontología moderna que Hegel lleva a sus más extremas consecuencias con su propuesta de un “fin de la Historia” protagonizado por la Europa postrevolucionaria del sigo XIX.

Pero ya en el siglo XIX comienzan a producirse las primeras grietas en esa ontología dualista, progresista y eurocéntrica. No me refiero sólo a los filósofos antihegelianos (Schopenhauer, Kierkegaard y Nietzsche) y a los que Paul Ricoeur bautizó como “maestros de la sospecha” (Marx, Nietzsche y Freud), cuya obra desconstructiva será proseguida y radicalizada en el siglo XX por las diversas corrientes del pensamiento antimetafísico, entre ellas la llamada “filosofía de la diferencia” (Deleuze, Foucault, Derrida, Lyotard, etc.).

Michel Foucault

Me refiero también a las ciencias naturales, que comienzan a “historizar” la naturaleza ya en el siglo XIX, como hace Charles Darwin al postular la evolución de las especies por selección natural, y Sadi Carnot al estudiar el fenómeno de la entropía, un proceso físico irreversible que se convertirá en el segundo principio de la termodinámica. A esto se añadirán más tarde la teoría de la relatividad general, la mecánica cuántica, la teoría del Big Bang y del universo en expansión, y, por último, la teoría Gaia y las ciencias de la vida y del sistema Tierra. Paralelamente, las ciencias histórico-sociales comienzan a cuestionar el eurocentrismo y el sociocentrismo, y a adoptar una visión global o mundial de la historia humana, inseparablemente ligada a la historia de la biosfera terrestre. Se rompe, pues, el dualismo ontológico moderno, la dicotomía entre naturaleza e historia, necesidad y libertad, ciencia y política, repetición y progresión. Ha habido autores que han mostrado muy atinadamente hasta qué punto el dualismo ontológico cartesiano ha sido el núcleo del pensamiento moderno desde el siglo XVII hasta el presente. Me refiero al filósofo, antropólogo y sociólogo Bruno Latour, y en particular a su libro Nunca fuimos modernos (1991); pero también al antropólogo Philippe Descola y a su magnífica obra Más allá de naturaleza y cultura (2005).

Ese cuestionamiento del dualismo ontológico moderno es el que confiere una gran relevancia al concepto de variación menospreciado por Hegel, porque no sólo permite reconocer empíricamente y reivindicar políticamente la diversidad irreducible de las formas de lo humano, sino que también permite conectar holísticamnte los procesos naturales y los procesos sociales en un solo entramado físico, químico, biológico, ecológico, tecnológico, político y cultural, en el que las transformaciones de las formas de existencia son incesantes y contingentes, y no pueden explicarse de manera determinista mediante simples leyes físicas, ni de manera teleológica mediante puras acciones intencionales. Esta nueva manera de concebir las relaciones entre naturaleza y sociedad es la que ha dado origen a la Gran Historia (Fred Spier, David Christian, Cynthia Brown, etc.) y es también la que está obligando a entablar un diálogo entre las ciencias naturales, las ciencias histórico-sociales, las humanidades y las artes, para tratar de comprender teóricamente y de afrontar prácticamente los grandes retos existenciales que nos plantea la nueva época del Antropoceno, que se caracteriza por ser una época a un tiempo geológica e histórica, natural y cultural. Sobre esta hibridación ontológica de los procesos eco-sociales y sobre sus implicaciones filosóficas (epistemológicas, éticas, estéticas y políticas) se han escrito ya reflexiones muy importantes, pero yo me limitaré a mencionar dos obras de dos autores ya citados: Face à Gaïa (2015) de Latour, y El clima de la historia en una época planetaria (2021) de Chakrabarty.

Por mi parte, desde Adiós al progreso (1985) y Diálogo de los mundos (1986), vengo reivindicando el principio de variación como el punto de partida de toda filosofía que quiera estar a la altura de nuestro tiempo. En Variaciones de la vida humana (2001) lo defino de una manera muy sencilla: los humanos y los no-humanos formamos parte de un mundo regido por el principio ontológico de la variación espacio-temporal, que se manifiesta mediante “la diversificación inagotable y la mutación imprevisible de todo cuanto acontece”.

(AM): En ese texto de las Variaciones de la vida humana, tú analizas desde una perspectiva filosófica la condición humana, entendida como una condición constitutivamente social, y afirmas que no se puede hablar de la vida humana en términos generales si se dejan a un lado “las diversas y concretas condiciones culturales o epocales en que esa vida humana se ha configurado” (p.57). ¿En qué contexto escribiste tan importante texto? ¿La tesis principal que sustenta?

(AC): Eran los años 90, la última década del siglo XX. Tras la caída del muro de Berlín (1989), el fin de la Guerra Fría (1991) y el aparente triunfo del bloque capitalista liderado por Estados Unidos, el debate “moderno/posmoderno” de los años 80 comienza a ser sustituido o, más bien, reformulado por el debate sobre la “globalización”. En ese tránsito se acentúa el “giro espacial” iniciado en los años 70. Se produce una cierta reordenación de las relaciones entre el tiempo y el espacio, la historia y la geografía. Como sugerí en Adiós al progreso, los movimientos sociales de la época posmoderna sustituyen el “calendario de la revolución” por el “mapa de las resistencias”. Me ocupé más detenidamente de este “giro espacial” en el ensayo Un lugar en el mundo (2019). Efectivamente, en los debates sobre la “globalización” comienza a hablarse del “globo” terrestre como el espacio biofísico y sociopolítico en el que tienen lugar las más diversas interacciones, alianzas y conflictos entre los distintos grupos humanos. Se ponen en evidencia las complejas relaciones entre lo global y lo local, lo nacional y lo transnacional, el Occidente euro-atlántico y el Oriente asiático-pacífico. Se denuncian las grandes desigualdades entre el Norte y el Sur globales, o entre el 1% y el 99% de la población, acentuadas por el capitalismo neoliberal o neofeudal. Se discute sobre la crisis del moderno Estado-nación soberano, sobre el poder creciente de las grandes corporaciones transnacionales, sobre el impacto de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación, y, consecuentemente, sobre la necesidad de repensar todas las categorías e instituciones políticas heredadas de la modernidad.

Es en ese nuevo contexto histórico en el que me planteo la necesidad de repensar el concepto de lo “político”, que durante toda la época moderna, más aún, durante toda la tradición del pensamiento político occidental, había sido identificado con el Estado (sea el Estado-ciudad, el Estado-imperio o el Estado-nación) como gobierno coactivo de una élite sobre una población y un territorio más o menos circunscritos. Por eso, en 1996 comencé a trabajar en una extensa obra que sería publicada cinco años después con el título Variaciones de la vida humana. Una teoría de la historia, en la que efectivamente traté de elaborar una teoría histórica de la sociedad (o una teoría social de la historia).

Hannah Arendt

Mi propuesta principal era la tesis del “equilibrio antropológico”: el ser humano es un animal constitutivamente social, pero en la inmensa variedad de relaciones sociales inventadas por los humanos hay sólo unas pocas que están presentes en todas las sociedades y que además se encuentran fuertemente institucionalizadas. ¿Por qué? Porque regulan culturalmente las bases biofísicas que hacen posible la supervivencia y la convivencia de una determinada comunidad. En mi opinión, hay cuatro relaciones sociales básicas: las relaciones de parentesco, que regulan la reproducción sexuada entre hombres y mujeres, y el cuidado intergeneracional entre padres e hijos; las económicas, que regulan la obtención y distribución del sustento orgánico; las territoriales, que regulan la violencia física y la toma de acuerdos colectivos entre quienes habitan en un mismo territorio; y, por último, las simbólicas, que regulan la transmisión cultural de la experiencia colectiva mediante diversos códigos de comunicación. Si falta una sola de estas cuatro relaciones, ninguna sociedad puede mantener su cohesión colectiva y su perduración en el tiempo.

Sin embargo, un error muy frecuente en las ciencias sociales y en las filosofías políticas que las han inspirado o se han inspirado en ellas, es que han privilegiado una sola de estas relaciones y la han convertido en el factor decisivo de la constitución y preservación de las comunidades humanas. Freud, Lévi-Strauss y Firestone privilegian las relaciones parentales; Smith y Marx conceden prioridad a las relaciones económicas; Hobbes y Schmitt creen que la sociedad se funda en el control del territorio y en la regulación de la violencia física; por último, Cassirer y Geertz se centran en el pensamiento simbólico.

Por tanto, mi propuesta tenía como reverso una crítica epistemológica y política de las teorías sociales unidimensionales. Con ello no hacía sino sumarme a la revolución teórica y práctica promovida por los nuevos movimientos sociales: el pacifismo, el feminismo, el anticolonialismo y el ecologismo. Lo que en los años 90 comenzó a conocerse como “interseccionalidad”, un concepto gestado por el feminismo afroamericano, es lo que yo traté de elaborar de manera sistemática con la tesis del “equilibrio antropológico”.

(AM): ¿Estas variaciones de la vida humana entran en una relación de poder? ¿No son relaciones de posición social, reducidas a espacios estacionarios, sino que se dan en espacios de poder social, en relación con el otro?

(AC): Así es, las principales formas de dominación social (de género, de clase social, de nacionalidad y de cultura) no hacen sino regular de manera jerárquica o asimétrica las cuatro relaciones sociales básicas que he mencionado: parentales, económicas, territoriales y simbólicas. Por eso, mi tesis del “equilibrio antropológico” está en sintonía con otras teorías sociales pluralistas, como la de Michel Foucault sobre la “inmanencia” de las relaciones de poder a todas las relaciones sociales, la de Michael Mann sobre las diferentes “fuentes del poder social” (políticas, militares, económicas e ideológicas), la de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe sobre la “hegemonía” como una conjunción contingente de diversas luchas sociales, o la de Nancy Fraser sobre las diferentes “escalas de justicia” (redistribución económica, reconocimiento cultural y representación política), y sobre los “talleres ocultos” sin los cuales no funcionaría el “capitalismo caníbal”: ecosistemas terrestres, cuidados reproductivos, jerarquías étnicas e instituciones socio-políticas.

(AM): Variaciones que en el siglo XXI entrelazan el trabajo, el placer y el consumo, buscando la trascendencia tecnológica de la corporalidad, la cual no escapa al cibercapitalismo, atrapado en un sistema global que es el cibermundo, caracterizado por relaciones de poder y control digital, inteligencia artificial y virtual, reducidas a huellas y vestigios de datos, que nos dicen que el mundo cibernético edificado en las redes sociales del ciberespacio nos esfumó la casi totalidad de lo que en otrora era privado. ¿Fin de la privacidad?

(AC): Como dice Hannah Arendt, una característica fundamental de los regímenes democráticos es que todos los ciudadanos y ciudadanas tienen el derecho de participar en igualdad de condiciones en los asuntos públicos de la comunidad, es decir, el poder de manifestarse ante los demás mediante la palabra y la acción, no sólo para exponer el propio parecer sino también para debatir libremente con los otros, para llegar a acuerdos con ellos e incluso para ejecutar dichos acuerdos como representante de la comunidad. Pero una segunda característica de la democracia, inseparable de la primera, es el derecho a retirarse de la escena pública y a preservar un espacio propio, un ámbito de privacidad y de autonomía que no debe ser invadido arbitrariamente por ningún poder político y por ninguna empresa privada. Según Arendt, la libertad consiste en esta doble e inseparable condición: una persona es libre si dispone de los medios para acceder al espacio público y mostrarse ante los otros, cada vez que desee participar en los asuntos de la comunidad; pero esa misma libertad es la que le permite retirarse al espacio privado, ocuparse de sus propios asuntos y escapar al control de los demás. Cuando falta una de estas dos posibilidades, cuando una persona no puede moverse por decisión propia del espacio público al privado y viceversa, entonces hemos de decir que carece de la más elemental libertad, sea porque está forzosamente recluida en las cuatro paredes de su casa (como les ha ocurrido y les ocurre todavía hoy a la mayoría de las mujeres en las sociedades patriarcales), sea porque se encuentra forzosamente expuesta a una vigilancia constante, como les ocurre a los presos de las cárceles y a los súbditos de los Estados totalitarios.

Por supuesto, ambas dimensiones de la libertad requieren de una serie de recursos materiales, mediaciones técnicas y regulaciones jurídico-políticas para que puedan ejercitarse. La revolución digital alimentó en un principio las expectativas utópicas de una mejora en la participación democrática de la ciudadanía, pero esas expectativas se han visto cada vez más defraudadas por “los señores del aire”, como los llama Javier Echeverría, es decir, las grandes potencias geopolíticas y las grandes corporaciones digitales que controlan el cibermundo en el que habitamos. Pero el “capitalismo de la vigilancia” del que habla Shoshana Zuboff no sólo ha imposibilitado o limitado enormemente el acceso de la ciudadanía a una verdadera democracia digital, sino que también está socavando, como tú bien dices, la otra cara de la libertad: el derecho a la privacidad, al anonimato y a la autonomía personal.

Hace años escribí un ensayo titulado “Las formas de la mirada”, en el que reflexionaba sobre estas cuestiones tomando como punto de partida la película La ventana discreta (1954), una obra maestra del cine de suspense dirigida por Alfred Hitchcock. El ensayo está recogido en mi libro El lugar del juicio (2009). Ahí comentaba, entre otras muchas cosas, los estudios de Foucault sobre el “panóptico” arquitectónico de Bentham y su importancia en las modernas instituciones de encierro: escuelas, cuarteles, fábricas, cárceles, hospitales, asilos psiquiátricos, etc. Si el poder, en las sociedades tradicionales, se preocupaba de construir edificios que permitieran a la minoría de los poderosos exhibirse ante la multitud de sus súbditos (palacios, templos, anfiteatros, estadios, etc.), en las sociedades modernas se preocupa de construir espacios en los que unos pocos puedan vigilar a muchos con una extrema economía de medios. De ahí la estructura circular del panóptico con la torre de vigilancia en el centro. Pero la aparición de los medios electrónicos de visión y de audición hizo innecesario el modelo panóptico: la vigilancia podía asegurarse mediante cámaras y micrófonos, como se vio ya en la famosa prisión de Sing Sing.

La utopía panóptica pareció llegar a su paroxismo en el segundo tercio del siglo XX, con los Estados totalitarios nazi y soviético, gobernados por los aparatos de policía y los servicios secretos. Para que un ciudadano no pudiera ser considerado traidor a la patria y sospechoso de servir a los enemigos del Estado, debía colaborar con la policía y convertirse en espía y delator de sus vecinos, compañeros de trabajo, familiares y amigos, aunque eso no le eximía de ser a su vez espiado y delatado por cualquiera de ellos. Este panoptismo totalitario fue descrito magistralmente por Arendt en su estudio histórico Los orígenes del totalitarismo (1951), pero también fue recreado por escritores como George Orwell en 1984 (1949) y Milan Kundera en La broma (1967).

Para evitar estos excesos totalitarios, las democracias liberales crearon toda una serie de mecanismos políticos y jurídicos destinados a proteger la vida, la libertad y la privacidad de su ciudadanía

(AM): Hoy en día, el cibermundo está bajo un control virtual e inteligencia artificial y biométrico, basado en la medición y análisis de características físicas como las huellas dactilares, el escaneo del iris y el reconocimiento facial, así como en los patrones de voz y comportamentales únicos de las personas.  ¿Esto va más allá de las reflexiones sobre el poder que hicieron los pensadores y filósofos del siglo XX?

(AC): Ciertamente. En las últimas décadas ha aparecido un nuevo tipo de panoptismo, diferente del que propuso Bentham y estudió Foucault, y diferente también de los analizados por Arendt, Orwell y Kundera. Las tecnologías audiovisuales, digitales, telemáticas y aeroespaciales (desde la radio, la televisión y el video hasta los radares, los satélites artificiales, los drones, los ordenadores, los móviles, las técnicas biométricas, la inteligencia artificial, las redes sociales e internet) han supuesto una revolución en las técnicas de control social de los individuos, las poblaciones y los territorios, porque ya no es necesaria la presencia física conjunta del que ve y el que es visto, y porque el alcance de la mirada desborda por completo los límites físicos del ojo humano y los límites técnicos de la óptica tradicional. Como anunció hace años Reg Whitaker en su libro El fin de la privacidad. Cómo la vigilancia total se está convirtiendo en realidad (2000), hemos entrado en la era del panoptismo informático.

Byung-chul-Han

Podría enumerar muchos ejemplos de este panoptismo informático, pero me limitaré a mencionar tres de ellos. El primero es la red de satélites de espionaje militar que han permitido a Estados Unidos mantener bajo televigilancia permanente a todos los países de la Tierra, desarrollar el sistema GPS (Sistema de Posicionamiento Global) para localizar en las coordenadas terrestres a cualquier persona, vehículo, edificio, etc., y obtener imágenes en tiempo real con un grado de precisión cada vez mayor. Este sistema GPS ha sido utilizado, entre otras cosas, para teledirigir misiles con carga explosiva contra objetivos previamente marcados. Se trata de los llamados “misiles inteligentes”, que comenzaron a ser utilizados en la primera guerra contra Irak, en Serbia, en Afganistán y de nuevo en Irak. Las imágenes tomadas por satélite también fueron utilizadas por el gobierno de Bush hijo para tratar de convencer a sus aliados y al resto del mundo de la existencia de armas de destrucción masiva en Irak, y de la necesidad de atacar al régimen de Sadam Hussein para destruirlas. Tras ese gran engaño, la Unión Europea desarrolló su propio sistema de posicionamiento global llamado Galileo.

El segundo ejemplo es el enorme desarrollo tecno-político de los controles fronterizos. La política de fronteras y el control de la movilidad de las poblaciones humanas ha dado origen a una floreciente industria de las técnicas de vigilancia, identificación, clasificación y registro de las personas que se desplazan de un país a otro, sean turistas o migrantes, profesionales o refugiados, ejecutivos o mafiosos. Este proceso comenzó hace más de un siglo, sobre todo tras la Primera Guerra Mundial, como señaló John Torpey en su estudio La invención del pasaporte. Estado, vigilancia y ciudadanía (2000), pero la revolución digital y los movimientos migratorios del Sur al Norte han intensificado esta nueva forma de biopolítica. Aunque parezca paradójico, la globalización actual no ha disminuido la importancia de las fronteras, sino todo lo contrario: como ha mostrado Steffen Mau en su obra Máquinas clasificadoras. La reinvención de la frontera en el siglo XXI (2021), las fronteras se han convertido en potentes máquinas de clasificación. La digitalización las ha convertido en “fronteras inteligentes” y ha permitido expandir el control de los movimientos de población. Estas máquinas de clasificación permiten discriminar a los viajeros: para unos, las fronteras se abren con más facilidad que antes; para otros, se cierran con más violencia que nunca. Mientras la minoría de los privilegiados puede viajar libremente por casi todas partes, a la inmensa mayoría de la población se le niega esa libertad.

El tercer ejemplo es la extensión cada vez más generalizada de la videovigilancia, no sólo en las cárceles, en las fronteras o en los conflictos armados, sino en los lugares en los que se desenvuelve nuestra vida cotidiana. Hay cámaras de video instaladas en todo tipo de espacios sociales: edificios públicos, bancos, empresas, comercios, centros de ocio y espectáculo, estaciones de transporte público, calles, plazas, carreteras, urbanizaciones privadas y viviendas particulares. Toda esta red de cámaras se justifica para garantizar la ”seguridad” de la propia población sometida a televigilancia permanente, y lo cierto es que suele contar con la aprobación de la mayoría de los afectados. Esto revela la tendencia de las sociedades democráticas actuales a limitar el derecho a la libertad y a la privacidad de la ciudadanía, y a aceptar controles panópticos cada vez más generalizados, con el argumento de garantizar la seguridad colectiva. El problema es que la invasión de la privacidad y la restricción de la libertad en nombre de la seguridad ha sido precisamente uno de los rasgos distintivos de los Estados dictatoriales y totalitarios. Pero ahora nos encontramos con algunas novedades relevantes: en primer lugar, las posibilidades de control que ofrece el panoptismo digitalizado son mucho mayores; en segundo lugar, este nuevo tipo de control tecno-político es demandado y consentido por la propia ciudadanía, aunque haya algunas voces críticas y ciertas limitaciones legales; por último, la videovigilancia no tiene una estructura centralizada, sino que es ejercida por instituciones públicas y privadas muy diversas, lo que en algunos casos ha permitido a la propia ciudadanía actuar como testigo de los abusos cometidos por las propias fuerzas de seguridad. Hoy día, cualquier ciudadano puede disponer de una cámara o un móvil y grabar lo que ocurre en cualquier rincón del mundo. Paradójicamente, ese pequeño aparato puede convertirlo en testigo de cargo contra los poderosos de la Tierra.

(AM): Hannah Arendt es referente fundamental en ese libro en el que trabaja la variación, por su consagración filosófica a lo que es La condición humana. Ella distingue tres formas de actividades culturales de la vida humana: la labor, el trabajo y la acción, que siguiendo lo expresado por ti, se corresponden con las condiciones naturales de la vida humana como son el “cuerpo”, al que se dedica la labor, porque entra en el sustento, el cuidado y las relaciones familiares; “la tierra”, a la que se dedica el trabajo y la mediación de la técnica, que construyen un mundo habitable compuesto de objetos artificiales, y que se producen en “el marco de las relaciones económicas”; y por último se encuentra la “compañía de los otros”, que es “la acción dedicada a la comunicación con los otros, a la resolución de los asuntos  públicos y a la preservación de la paz “ (P.62).

¿El libro es una dedicación a algunas de las reflexiones filosóficas de Arendt?

(AC): Efectivamente, un capítulo de Variaciones está dedicado a Arendt, en particular a su fenomenología de las tres formas de la “vida activa”, tal y como la desarrolla en La condición humana: la “labor” como cuidado y mantenimiento de la vida del cuerpo, el “trabajo” como transformación del entorno natural para la producción de un mundo artificial de objetos más o menos duraderos, y la “acción” como el ámbito de las relaciones intersubjetivas y de sus regulaciones institucionales. Además de ese capítulo, le he dedicado otros cinco trabajos, entre ellos el libro El concepto de amor en Arendt (2019).

Al principio de su trayectoria, Arendt fue menospreciada como una autora menor, en parte por ser mujer, discípula y amante de Heidegger (al que muchos ensalzaban como uno de los grandes pensadores del siglo XX, a pesar de su nazismo), en parte por dedicarse a la teoría política, y en parte porque ella misma, precisamente para distanciarse de Heidegger y de su compromiso con el nazismo, decía no ser filósofa. Pero, en las últimas décadas, y sobre todo tras su muerte en 1975, Arendt ha pasado a ser reconocida como una de las grandes filósofas contemporáneas, mientras que la obra de Heidegger ha sido cada vez más cuestionada.

(AM): Desde tu discurso filosófico ¿qué tomar y qué dejar de Arendt?

(AC): Es difícil responder a esa pregunta, aunque yo mismo he tratado de mantener un diálogo crítico con su pensamiento desde hace tres décadas. Su primer gran acierto, sin duda alguna, fue cuestionar la jerarquía que la tradición filosófica occidental ha mantenido durante más de dos milenios (desde Platón hasta el propio Heidegger) entre la vida contemplativa y la vida activa, la teoría y la práctica, el conocimiento y la acción, la filosofía y la política. Arendt cuestiona la epistemología política aristocrática que va de Platón a Marx (el gobierno de los que saben), retoma la definición aristotélica del ser humano como un “animal político” y elabora filosóficamente la “tradición oculta” del republicanismo democrático. Ella comprendió que el “mal radical”, es decir, las formas de violencia extrema que se impusieron a escala global en la primera mitad del siglo XX (los regímenes totalitarios, los campos de concentración y de extermino, la guerra “total” que no distingue entre objetivos militares y civiles, y las armas de destrucción masiva capaces de exterminar a toda la humanidad) obligaban a repensar radicalmente todas las categorías políticas y filosóficas heredadas. En la era global que se inicia después de 1945 era necesario construir una nueva forma de convivencia política, un cosmopolitismo pacífico y democrático basado en el respeto de la pluralidad y la singularidad de todos los seres humanos. Esto hizo que fuera atacada por todos: liberales, marxistas, nacionalistas y sionistas. Por cierto, sus tempranas críticas a la creación de Israel como un Estado étnicamente judío que excluye y expulsa a los palestinos, formuladas ya en los años 40, han sido tristemente proféticas.

Antonio Campillo

Ahora bien, su jerarquización antropológica de las diferentes formas de la vida activa y su restricción de lo político a la esfera de la “acción”, situada por encima del “trabajo” y de la “labor”, ha sido objeto de críticas muy justificadas, porque lo político no es separable de lo económico ni de lo doméstico. El acceso libre e igualitario a la esfera de la “acción” requiere que toda la ciudadanía cuente con una serie de recursos materiales y derechos fundamentales que eviten la discriminación de clase, de sexo y de etnia. El movimiento obrero, el movimiento feminista y el movimiento antirracista han puesto de manifiesto que la política es “interseccional”, que atraviesa de uno u otro modo todas las esferas de la convivencia humana. Pero, hecha esa corrección, la concepción arendtiana de la política como “espacio de aparición” entre una pluralidad de personas libres e iguales, sigue siendo muy valiosa.

En mis últimos trabajos sobre Arendt, he tratado de ir más allá de la visión dominante que se tiene de esta autora como una teórica de la política. Por un lado, he recordado que en La condición humana y en otros textos de los años 50 y 60 podemos encontrar unas reflexiones muy importantes de Arendt sobre los últimos desarrollos científicos y tecnológicos, desde la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica hasta las armas nucleares, la carrera espacial y la ingeniería genética. En esas reflexiones, Arendt denuncia ya el delirio prometeico de ocupar el lugar del Dios judeo-cristiano como creador y destructor de todas las formas de vida, y el sueño tecno-científico de huir de la Tierra y poblar otros planetas.  Y en cambio reivindica la condición terrestre del ser humano y su parentesco con todos los otros seres vivientes que pueblan la Tierra. El prólogo de La condición humana concluye con unas palabras que son premonitorias de la época del Antropoceno en la que nos encontramos: “La única cuestión que se plantea es si queremos o no emplear nuestros conocimientos científicos y técnicos en este sentido [tratar de trascender nuestra condición terrestre], y tal cuestión no puede decidirse por medios científicos; se trata de un problema político de primer orden y, por lo tanto, no cabe dejarlo a la decisión de los científicos o políticos profesionales.”

Por otro lado, en El concepto de amor en Arendt (2019) he tratado de mostrar que la autora no sólo comenzó su trayectoria intelectual con una tesis de doctorado titulada El concepto de amor en Agustín [de Hipona], dirigida por Jaspers, sino que la reflexión sobre el amor atraviesa toda su vida y toda su obra. Más aún, he mostrado que desarrolló de manera fragmentaria una fenomenología del amor que va del “amor sin mundo” de la pasión erótica al “amor al mundo” como una especie de cosmodicea, pasando por la “amistad cívica” entre los miembros de una comunidad política. Esta interpretación la he desarrollado a contrapelo de la propia autora, que procuraba ocultar su vida privada y su experiencia amorosa, y que parecía oponer el espacio público de la política y el espacio íntimo del amor. A pesar de todo eso, la publicación póstuma de su abundante correspondencia y de su Diario filosófico (1950-1973) me ha permitido demostrar que la experiencia del amor es el centro de gravedad que sostiene la vida y la obra de Arendt, el poderoso agujero negro en torno al cual gira, en una espiral cada vez más amplia, la luminosa galaxia de su pensamiento.

(AM): En el ensayo “Ser justo con Foucault: de la genealogía de la modernidad a la geohistoria del Antropoceno” (2022), explicas que hay que intentar comprender a Foucault, no para condenarlo o endiosarlo, sino para situarlo como filósofo, para comprender que él mismo se reconoce como filósofo, cuando piensa en su trayectoria intelectual como una articulación cambiante de la ciencia o el saber, de la política o el poder y la ética o la subjetividad; tal como tú lo manifiestas: “Lo que distingue a la filosofía de la ciencia, la política y la ética, es que trata de pensar simultáneamente las diferencias y las conexiones entre esos tres polos de la experiencia” (p.16). ¿En esas conexiones cambiantes entre ciencia, política y ética se encuentra el aporte fundamental de Foucault?

(AC): Así es. Al menos, esa es la interpretación que yo hago del conjunto de su obra. En un trabajo anterior al que tú mencionas, titulado "El testamento filosófico de Foucault” y publicado en el volumen colectivo La actualidad de Michel Foucault (2016), traté de argumentar con mucho más detalle esta interpretación.

La mayor parte de los estudios sobre Foucault suelen distinguir tres etapas en su evolución intelectual: una primera etapa epistemológica o “arqueológica”, centrada en la historia de los saberes, de las ciencias, de los discursos con pretensión de verdad; una segunda etapa política o “genealógica”, centrada en el análisis crítico del poder, de las tecnologías de control social, de las diferentes formas del “gobierno de los otros”; y, finalmente, una tercera etapa “ética”, centrada en el estudio de las “tecnologías del yo” y en la reivindicación de la “estética de la existencia” como “gobierno de sí mismo”.

Esta manera de contar la evolución del pensamiento de Foucault fue sugerida por él mismo, canonizada por Deleuze en su monografía Foucault (1986) y posteriormente repetida por muchos otros autores. Pero me parece que no es del todo correcta. Prueba de ello es la Historia de la locura (1961), que pertenece a su primera etapa epistemológica y que sin embargo analiza el encierro de los locos como un acontecimiento fundacional de la era moderna en el que se entrecruzan inseparablemente la ciencia, la política y la ética. Es cierto que Foucault fue pasando por diferentes etapas a lo largo de su trayectoria, pero hay un hilo conductor que está presente en todas ellas: la necesidad de pensar cómo se articulan entre sí la verdad, el poder y la subjetividad; en otras palabras: la ciencia, la política y la ética. Esta preocupación ha sido el leitmotiv de su pensamiento desde su primer libro sobre la “enfermedad mental” hasta su último curso sobre la parresía griega.

Ese último curso lo dio en el Collège de France, en febrero y marzo de 1984, pocos meses antes de su muerte, con el título El coraje de la verdad. En una de las sesiones del curso, Foucault formula su concepción de la filosofía griega y de toda la filosofía occidental. Lo hace de un modo que me parece especialmente logrado y que permite comprender y reinterpretar retrospectivamente el conjunto de su obra, incluidas sus sucesivas etapas biográficas, como una obra con vocación filosófica, es decir, como una obra que el autor, cuando ya sabe que está próxima la muerte, pretende inscribir deliberadamente en la historia del pensamiento filosófico occidental. Foucault afirma expresamente que la tarea de la filosofía, desde la Grecia antigua hasta el presente, ha consistido en articular entre sí el conocimiento empírico del mundo, la convivencia política con nuestros semejantes y la modelación ética de la propia subjetividad, dado que estas tres dimensiones de la experiencia humana son a un tiempo inseparables e irreducibles entre sí. No podemos pensar la una sin la otra, pero tampoco podemos confundir la una con la otra.

Al caracterizar la filosofía griega y, con ella, el conjunto de la tradición filosófica occidental, como una reflexión metódica sobre el triángulo constituido por la alétheia, la politeia y el ethos, Foucault está pidiéndonos claramente que leamos el conjunto de su obra (por muy diversos y cambiantes que hayan sido sus campos de estudio, sus métodos de investigación, su utillaje conceptual) como un esfuerzo genuinamente filosófico por pensar las complejas articulaciones entre las tres grandes dimensiones de la experiencia humana: la verdad, el poder y la subjetividad. Por eso, considero que ese pasaje de su curso El coraje de la verdad es su último testamento filosófico.

Ahora bien, la articulación entre esas tres dimensiones no está dada de una vez por todas, sino que ha adquirido formas muy diversas a lo largo de la historia. No hay una única manera posible de articular entre sí la verdad, el poder y la subjetividad, sino que caben muchas modalidades diferentes, y buena prueba de ello son las profundas mutaciones experimentadas por el pensamiento occidental durante los últimos veinticinco siglos. Foucault considera que esas mutaciones no se suceden conforme a un destino predeterminado, sea la cíclica repetición greco-latina, la providente escatología cristiana, el progresivo perfeccionamiento de la humanidad ilustrada, o la inexorable decadencia del Occidente moderno con respecto a sus sublimes orígenes pre-modernos. Para Foucault, las variaciones históricas de la experiencia humana están regidas por el azar, la incertidumbre y la invención de nuevas posibilidades.

Por eso, considera que la investigación histórica es un instrumento imprescindible de la crítica filosófica y de la acción ético-política: el estudio de las muchas variaciones del pasado nos permite problematizar las certidumbres del presente y afrontar el porvenir como un horizonte abierto en el que son posibles nuevas formas de experiencia, en el triple ámbito del conocimiento del mundo, la convivencia política y la subjetividad ética. La filosofía es, al mismo tiempo, una reflexión ontológica sobre las tres grandes dimensiones de la experiencia humana y una crítica histórico-política de la propia época, en la que esas tres dimensiones se encuentran articuladas de una determinada manera, ineludiblemente contingente. Esta concepción historicista de la experiencia está presente en Foucault a lo largo de toda su trayectoria, sea cual sea el ámbito del que se ocupe: la ciencia, la política o la ética. Por eso, cuando en sus seminarios sobre Kant describe la tarea filosófica como una “ontología histórica de nosotros mismos” y como una “crítica del presente”, esa doble tarea (a un tiempo ontológica y crítica) la está planteando en el triple e inseparable plano de las formas de conocimiento científico, los regímenes de poder socio-político y las artes o técnicas de modelación de la propia subjetividad.

Si nos tomamos en serio el último testamento filosófico de Foucault, creo que podemos releer el conjunto de su obra como una renovación extraordinariamente fecunda de la gran tradición filosófica que nos legaron los griegos hace más de veinticinco siglos. Mi último libro se titula precisamente así: Grecia y nosotros. La herencia griega en la era global (2023).

(AM): El concepto de biopolítica, tal como lo analizas en tu ensayo, es adecuado. Sin embargo, en estos tiempos cibernéticos, se ha de colocar un poco más allá de Foucault, tal como lo hizo de Deleuze, cuando situó la sociedad de control, y que entra en el complejo enfoque de lo que Byung-Chul Han, asume la psicopolítica.

  La biopolítica (Foucault) y la psicopolítica (Han) son formas de ejercer el poder sobre el sujeto, no sobre los territorios. Ambas afectan al sujeto, pero Han destaca que la psicopolítica usa técnicas de poder más sofisticadas porque actúan sobre la psique humana para manipular sus emociones, opiniones y conductas.

Estas ideas se relacionan con el control cibernético que se produce en el cibermundo, esto es, con la ciberbiopsicopolítica. Concepto este que entiendo como la influencia y el dominio del poder cibernético cultural, social y político que caracteriza al cibermundo y cómo este moldea la vida (bio) y la mente de los sujetos a través de la cibercultura, la IA y todas las redes sociales del ciberespacio. Esta filosofía de la psicopolítica que trabaja Han es el poder como configuración del espacio y producción de realidad (Foucault); aunque no se trata del territorio físico sino más bien de la producción ciberespacial, de la virtualidad. ¿En esta tercera década del siglo XXI, qué es lo que podemos tomar y dejar de la fuente filosófica de Foucault sobre Sujeto-Saber-Poder?

(AC): Hace un par de años, la revista Encrucijadas dedicó un monográfico a los usos que ha tenido la obra de Foucault en el campo de las ciencias sociales, concretamente en el mundo hispanoamericano, y me pidió que hiciera un balance autobiográfico de mi relación crítica con la obra foucaultiana durante más de cuarenta años, desde mi tesis de doctorado hasta el presente.

Desde la muerte de Foucault en 1984, el impacto mundial de su obra ha sido inmenso. Hoy día, el pensamiento foucaultiano es conocido y estudiado no sólo en Europa y Estados Unidos, sino también en Latinoamérica, Asia, África y Australia. Además, sus ideas no sólo son objeto de debate en el ámbito de la filosofía, sino también en otros muchos campos del conocimiento: la pedagogía, la psicología, el psicoanálisis, la psiquiatría, la medicina, la sociología, la historia, la crítica literaria, etc. De hecho, en 2007 fue el autor más citado en el ámbito de las humanidades, según los datos de Times Higher Education, por delante de Bourdieu, Derrida, Bandura, Giddens, Goffman, Habermas y muchos otros.

Su pensamiento ha influido no sólo en los saberes académicos, sino también en los movimientos sociales: las asociaciones de enfermos y discapacitados, los colectivos de presos, el movimiento feminista, el movimiento LGTBI+, etc. Por eso, no es de extrañar que Foucault se haya convertido en una referencia imprescindible cada vez que se produce la interconexión entre los debates intelectuales y los conflictos sociales, como sucede en todos los asuntos problemáticos en donde se entrecruzan inseparablemente los saberes expertos, los poderes instituidos y las nuevas formas de subjetividad.

Ciertamente, uno de los temas más debatidos ha sido su concepto de la “biopolítica”, definido por él como un nuevo régimen histórico de gobierno que regula la vida de los individuos y de las poblaciones, y que surge junto con la “gubernamentalidad liberal” y el capitalismo industrial, precisamente para permitir el ajuste entre el poder desterritorializado del capital y el poder territorializado del Estado, entre la acumulación de bienes y la acumulación de personas en las ciudades industrializadas del Occidente euro-atlántico. Este nuevo régimen de gobierno supuso el paso “del derecho de muerte al poder sobre la vida”. Pero Foucault evita toda teleología histórica: no dice que la nueva “biopolítica” sustituya a la vieja “soberanía”, y menos aún a las “disciplinas” de las instituciones de encierro, sino que entre la soberanía, las disciplinas y la biopolítica se dan combinaciones contingentes que cambian de una época a otra y de uno a otro país. No es lo mismo, por ejemplo, el “racismo de Estado” de los regímenes fascistas de los años 30 y 40 que el Estado de bienestar construido por las democracias liberales tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, algunos filósofos han hecho un uso inflacionario y poco riguroso de este concepto, hasta el punto de convertirlo en un comodín susceptible de nombrar cualquier tipo de fenómeno histórico-político. Es el caso de autores como Ágnes Heller, Ferenc Fehér, Giorgio Agamben, Paolo Virno, Michael Hart, Antonio Negri y Roberto Esposito. Hace años publiqué un texto en español y en inglés para denunciar este uso inflacionario, titulado “Biopolítica, totalitarismo y globalización” (Sociología histórica, nº 5, 2015).

Pero otros muchos autores, vinculados a la investigación empírica en diversos campos de las humanidades y las ciencias sociales, han tratado de desarrollar las potencialidades de la “historia de la gubernamentalidad” esbozada por Foucault en sus cursos del Collège de France. Es el caso de la History of the Present Research Network, creada por los británicos Nikolas Rose, Andrew Barry, Vikki Bell, Thomas Osborne y Grahame Thompson, y en la que también han participado el australiano Mitchell Dean y el estadounidense Paul Rabinow. Estos autores comenzaron a estudiar la biopolítica específica de la “gubernamentalidad neoliberal”, que se generalizó tras la muerte de Foucault, coincidiendo con el final de la Guerra Fría, la desregulación y precarización de las condiciones sociales y laborales, y el desarrollo de las tecnologías digitales, biomédicas, psicosociales, etc., que permitieron nuevas formas de control bio-psico-social. Frente a la gubernamentalidad propia de los Estados de bienestar, la gubernamentalidad neoliberal ha tratado de individualizar y “psicologizar” los problemas socio-políticos mediante la incitación a que los individuos ejerciten su libertad, asuman su responsabilidad y busquen por sí mismos “soluciones biográficas a problemas sistémicos”, según la atinada expresión de Ulrich Beck.

Por eso, comparto contigo la necesidad de repensar la “biopolítica” de Foucault en el nuevo contexto histórico del cibermundo y del capitalismo informacional, que él apenas llegó a conocer. Esta reconsideración incluye la “psicopolítica” de Byung-Chul Han, tu propia propuesta de una “ciberbiopsicopolítica” y los muchos estudios neofoucaultianos que han proliferado en las últimas décadas. En España, uno de los mejores estudios sobre la “subjetividad neoliberal” se lo debemos al filósofo e historiador neofoucaultiano Francisco Vázquez García, autor de una obra ya muy amplia. Me refiero, en concreto, a su libro Tras la autoestima. Variaciones sobre el yo expresivo en la modernidad tardía (2005). Más recientemente, se han multiplicado los estudios sobre esa “subjetividad neoliberal”, especialmente en relación con lo que tú llamas el cibermundo: el  “capitalismo de la vigilancia”, la “economía de la atención”, el “aceleracionismo tecnológico”, la dependencia patológica de las pantallas, etc.

Pero hay otros dos aspectos importantes en los que creo que es preciso ir más allá de Foucault y de su concepto de biopolítica, incluso si la ampliamos y reformulamos en una clave ciberbiopsicopolítica, como tú propones.

Foucault murió en 1984, así que apenas pudo hacerse cargo de dos grandes cambios históricos que se iniciaron en sus últimos años de vida: en 1972 se publica el informe Los límites del crecimiento y se celebra la primera Conferencia de Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, es decir, la crisis ecológica global irrumpe en el debate político mundial; paralelamente, James Lovelock y Lynn Margulis formulan la “hipótesis Gaia” y con ella se abre paso un nuevo paradigma científico, una nueva visión de la Tierra como un sistema homeostático y del papel decisivo que en ese sistema desempeñan los seres vivos. La confluencia de estos dos cambios hizo que Paul Crutzen y Eugene F. Stoermer propusieran en el año 2000 la tesis del Antropoceno como una nueva época geológica. Aunque habría que decir, más exactamente, “geohistórica”, pues el Antropoceno sucede al Holoceno desde el momento en que la especie humana se convierte en una “fuerza geológica” (por utilizar la expresión del geoquímico ucraniano-ruso Vladimir Vernadski) capaz de alterar los ciclos biogeoquímicos de la Tierra y poner en peligro el porvenir de la propia humanidad.

La tesis del Antropoceno ha suscitado en las dos últimas décadas un gran debate en todos los ámbitos del saber: las ciencias naturales, las ciencias sociales, las humanidades y la filosofía. Algunos historiadores han propuesto sustituir el concepto de Antropoceno por el de Capitaloceno, porque el causante de la ruptura de los ciclos naturales de la biosfera no es el homo sapiens en general sino los países industrializados del Norte global que han construido y dominado la “ecología-mundo” capitalista desde hace más de cinco siglos.

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