Me descolgué de las estrellas. Me obligó la poesía. He caído como desde mí mismo, pues, lo sabemos, somos polvo de estrellas, y la caída, por suerte no mortal, ha dejado una estela brillante que he podido seguir, quizás como muchos de ustedes, sin saberlo, hasta este día y este sitio, hasta este libro azul de rotunda belleza donde un árbol de ramas florecidas interpela a otro infinito y constelado azul. “L’art c’est l’azur”, dijo Darío. Y Mallarmé clamó: “Me obsesiona. ¡El Azur! ¡El Azur! ¡El Azur!”.
Nada de esto es casual, mucho menos lo azul, que, más que tono, es símbolo de beldad interior y de pureza, el color del ensueño y la espiritualidad; muchas de las esencias que forman este libro. Cuando lo leí por primera vez, opiné:
Este un poemario de gran sensibilidad, forjado sobre la base de recuerdos y vivencias que le dan un carácter de confesión, aportándole un tono intimista que lo vuelve cautivador. Algunos textos son como especies de cápsulas de sentido embellecidas por imágenes que quedarán largo tiempo en la memoria de los lectores sensibles. Hay mucha sobriedad, y mucha síntesis… Es evidente que este es un poemario meditado y pulido por mucho tiempo…[1]
Decir que suscribo la opinión inicial sería quedarme corto, pues con cada lectura han surgido elementos que tributan a ella y la enriquecen. Conocer personalmente a la autora fue también especial: tierna, distinguida, natural, con la emoción a flor de piel al hablar de poesía, es fácil comprender cómo logró plasmar esos hondos sentires en versos y colores, y envolvió esta creación con un velo de paz, serenidad y quieto misticismo que encanta y abisma. De modo que, repito, me descolgué de las estrellas. Me obligó María Elena.
Ambas culpables, la autora y la poesía, tienen mi gratitud, pues para Río de Oro es un honor ver entrar un texto como este a su joven y creciente catálogo. Siempre sedientos de belleza, he aquí una de las joyas de la corona, pues, sin ahondar aún en su contenido, el libro en sí mismo, como objeto, es una obra de arte. Esa visión holística donde nada falta ni sobra, y donde se conjugan palabras, imágenes, colores, ideas… para un resultado como este, es un privilegio que nace únicamente de la comunión de almas de los implicados, y de la clara unción de la poesía, en su más amplio sentido.
Estructurado en cuatro apartados bajo los títulos Sin aviso, Andanzas, Velas en mi isla y El jardín japonés, de doce, dieciséis, veintiuno, y cinco poemas, en ese orden, el libro incluye, además de la imagen de cubierta, que también le pertenece, siete primorosas ilustraciones pintadas por su propia autora. ¿La técnica? La acuarela. Y en todas, como en los propios poemas, vibra esa especie de quietud huidiza que eterniza el instante y que, en la aparente ingenuidad de lo sencillo, troca una florecilla en una estrella y un haz de luz en una lanza fiera que remueve recuerdos. La integración de ambas artes, poesía y pintura, es certera, y tiende, como todo lo bello, hacia la plenitud.
Este poemario, según su propia autora, en las palabras de presentación que lo acompañan, “quisiera trasladarnos por una especie de vía láctea, una travesía espacial de destellos, una orla de luces rutilantes (…) que pretend[e] descifrar el cúmulo de ideas y sentimientos que brillan dentro de nosotros”.[2]
Luego, habla de desconcierto, de felicidad, de nuevos planteamientos existenciales, de la imposibilidad de abarcar el “resplandor que desborda los sentidos”, el mismo que “solo nos atrapará en el silencio del asombro”, y de cómo ha experimentado el acuciante anhelo de volver al origen de su propio ser, para confesar de pronto: “…todo ello por culpa de esas estrellas que me empujan sin cesar”. [3]
La metáfora, enunciada con la sencillez de lo extraordinario, es muy reveladora. Las estrellas, sus estrellas, ¿empujan? ¿hacia dónde? ¿Acaso hacia el trayecto más difícil de todos, aquel que dominaba el frontispicio del Oráculo, en Delfos? La invitación al viaje hacia uno mismo, por esta suigéneris vía láctea de palabras, que lleva también hacia el silencio del asombro, ¿es posible? ¿es viable? ¿es certera? Las preguntas son más que las respuestas, y solo algunas podrán ser contestadas o vislumbradas a lo largo del libro, verso a verso, descolgándose una y otra vez de cada estrella, de las de María Elena (no confundir, por ahora, con los cuerpos celestes gigantescos compuestos de hidrógeno y de helio que alumbran el cielo general). Se trata de otro viaje, otros luceros, otras fulguraciones y centellas, otra mística y cielo…
Ángela Hernández lo vio así:
En este poemario (…) se advierte un aliento místico y gozoso, relampagueos de una belleza extraída de los rituales cotidianos (…) El verso es acto de afirmación. Muestra de vital instinto, de conciencia laboriosa, que atrapa sentidos en el fluir de los días.
A seguidas, señala con elegante precisión lo que ocurre con uno de los ricos pilares de esta poética: la nostalgia:
La nostalgia no duele, más bien conduce al enaltecimiento de los caminos recorridos. Y, al deslizarse en la experiencia del presente, se torna voz de los senderos alternos, los no pisados, los que, sin embargo, se manifiestan como calor y música en la imaginación.[4]
Basta adentrarse en estos versos para ratificar tal opinión. Hay en ellos un calor especial que entibia, embellece, y enaltece (para usar el término de Hernández), esos “caminos recorridos”, ese pasado que, más que evocación simple de esplendores de antaño, torna a crearlos nueva vez ante los ojos. Por eso no duele la nostalgia. No puede doler, pues, cuando lo necesita, cuando quiere salir de su remanso de tranquila obediencia ante lo creado, y pasado, esta poesía no recuerda, revive; no añora, sino que resucita.
Mas, por lo general, el numen que habita en este libro es contemplación pura. No hay órdenes, ni gritos, ni belicosidad, sino fina ternura, serenidad y aceptación. Narra, describe, observa, como testigo primigenio, para entender, pero cala tan hondo que, muchas veces, es capaz de fundirse con lo contemplado. Escuchemos:
Mientras marchas por el bosque vibrante/ tejido por siglos/ escucharás un dulce arrullo. / El río te sonreirá desde su cauce/ plasmará original paisaje en tu rostro. / Amarás tu camino/ todo en ti será verde/ serás bosque. // [5]
O este otro:
A veces ondulo tus valles, soy río/ mapa de besos, flama, nieblas protectoras, /el torrente que baña las rocas/ burbuja de cánticos acallando tus silencios. / [6]
Siempre la naturaleza, el cuerpo planetario, pero, más que el gran espectáculo, los detalles, lo intocado: el silente crepúsculo, el sendero olvidado, la minúscula flor, la brisa, el reflejo del agua, el arrullo del ave, el susurro del bosque, el estallido de la luz…
Acaso, este concierto de elementos, obedientes cual si fueran en pos de una hermana mayor, que los convoca para cristalizarlos en poesía, provoca esta opinión de Hernández:
La familiaridad con el agua, con el aire, con la luz, es nombrada para que se convierta en inspiración y aspiración, gratitud. Sobre todo, en los poemas breves, impera lo sutil. Imponderable que procede de una lejana comarca, atraído a bordear la mirada, los deseos, los vínculos. El silencio, como en la noción de cierto arte oriental, se torna elocuencia. Augurio de plenitud.[7]
Y claro que este augurio se cumple, y que el silencio habla, y muchas cosas nimias en apariencia, rozadas por el ala serena de estos versos, adquieren aquella majestad de la que hablaba Whitman, el gran viejo, cuando afirmaba que por muy blando o débil que parezca un objeto mañana puede ser el eje donde se afinque el universo. Por eso esta poesía no precisa de arabescos inútiles, ni sones de trompeta, ni épica para engañar ingenuos. Su sino es lo sencillo, lo esencial, lo sereno, pero no pierde el don para fijar sus ojos en aquello con suficiente potencial para transfigurarse en ese eje sobre el que todo gire.
El ojo advertido notará, también, que acaso ejercitando ese don, aflora en estos poemas una sabiduría antigua, de alma vieja, que no usa tres palabras donde basta con una, lacónica batalla contra los circunloquios palabreros que hace sonar como adagios a muchos de los versos. Oigamos solo tres:
Las estrellas no se domestican, / tienen su cadencia. / Arden, combustionan, evolucionan. / (…) Su música es armonía de silencios.[8]
***
Hay recuerdos que caen en cascadas. /Destellos dorados/ sobre superficies dormidas del alma.[9]
***
Nada te impida explorar/ los caudales de tus sueños. / Saborea del verde enigma sus néctares/ engalánate de azahares.[10]
Mucho más habría para decir de este poemario con el color del arte, del firmamento y del océano; pero quiero cerrar ya estas líneas con las palabras que tuve el placer de escribir para él en un intento de atrapar su aura. Ojalá lo haya logrado y puedan verlo como lo he visto yo, cayendo dulcemente desde una rara estrella, hacia el fulgor azul de la poesía:
La memoria sensible, que sabe protegerse a sí misma, como esas flores leves que se cierran al mínimo contacto, relumbra en estos poemas con callado fulgor. Un recuerdo se asoma y, de inmediato, pareciera que lo borda la luz. ¿Es para iluminarlo, o protegerlo? Lo segundo, pues circundado así cristaliza en poesía y el olvido se torna un imposible. Fijo ya para siempre, el recuerdo germina en imágenes de soberbia belleza. El verso se hace bosque, alta nube y sendero. Una piedra cualquiera, al borde de un camino, tiene la clave del silencio del mundo, y una sencilla flor, todo el color y la música. Despojado de inútil hojarasca, terso como una cuerda de guitarra, íntimo, como una confesión, este poemario despertará profundas interpelaciones hacia nuestro interior, descolgándonos de los astros ficticios para alumbrarnos, a su tierna manera, el alma.[11]
[1] Dictamen editorial para el poemario Descolgados de las estrellas, de María E. De Rojas. Archivo Río de Oro Editores.
[2] María Elena De Rojas, Presentación, en Descolgados de las estrellas, Río de Oro Editores, 2022, p. 11.
[3] Ibid.
[4] Ángela Hernández, ob. cit. (Nota de contracubierta).
[5] Oráculo, ob. cit. p. 21.
[6] Soy el reflejo de tus cielos, ob. cit. p. 86.
[7] Ángela Hernández, ob. cit. (Nota de contracubierta).
[8] Rodeada, p. 29.
[9] Viejas calles, p. 35.
[10] Reverdeciendo, p. 38.
[11] Rafael J. Rodríguez, ob. cit. (Nota de solapa).