« […] mi imaginación, dadora de los sueños… Este es el hecho dominante en toda mi producción, lo cual no significa que el elemento mejor de mis concepciones sea necesario y puramente producto de la imposibilidad de producirse mi pensamiento de otra forma. […] El tipo que mejor revela esta nota característica que he señalado es Dora cuyo género literario no han logrado precisar las personas que se han empeñado en ello, pues, en realidad no es un cuento, ni una pura fantasía, sí un símbolo, en el cual vida y sueño conviven sus discrepancias.». Delia Weber [1]
Ya lo ha dicho Delia, y lo ha dejado como legado, como un decir ancestral de tejedora, tejiendo los instantes del sentir para comprender al misterio y la urdimbre de todo aquello que escapa a la materia, pero que es el arcano del origen: «El silencio eterno siguió al milagro».
Y, es cierto, no es un mito con la aureola que trae la magia de lo telúrico, puesto que Delia Weber hace aseveraciones categóricas que los lectores reconocen en su discurso literario, en los relatos que escribe Dora; Dora la de la «rubia cabeza», la hija única, que es una percibidora de que el tiempo es un cisne y, a veces, el aire mismo hacia el vacío, con la desventaja de que no se conserva con frescura cuando añeja las hojas de los árboles o se entristece.
Delia es la autora-guía, la testigo ocular que nos devela cómo aprender a tener una conexión con el tiempo, a presuponerlo a través de la siguiente clave: «El hombre es el vértigo de lo desconocido. La rosa que alcanza tu mano es tu rosa: pero el deseo tuyo está en aquella que levantando el brazo no alcanzas.»
Es el tiempo la preocupación y la insuperable indagación del ser humano en todos los siglos; el tormento de la mirada cuando se adopta de manera retrospectiva. El tiempo por vivir, el tiempo por hacer, el tiempo desde la vista temporal plasmada en una imagen que es quimérica, petrificada o la zona donde están los laberintos con desoladoras inquietudes, pero con una Epígrafe weberiano: «el hilo fino de lo sobrenatural y abstracto, nada más», puesto que al decir de Delia -que conoce la técnica de que escribir es síntesis-de-síntesis de texto y tejido de palabras- es el sueño «la sombra inherente a la vida».
Así es, que quizás, es desde esta búsqueda metafísica que Delia se narró a sí misma desde Dora (y a través de Dora) en seis relatos que conforman este Opúsculo donde ficcionaliza reminiscencias e intertextualidades a través de la memoria, del vértigo existencial o el artificio de los objetos/símbolos hallados en el recuerdo de sus sueños.
Al leerla comprendemos que, el diario de la vida de una mujer son las palabras, o, tal vez, la voz que narra las arbitrariedades del alma, del alma femenina que integra su «yo» al «yo del universo»; más aún cuando el lenguaje tiene que conciliar las ideas y las percepciones que evidencia el fluir de la consciencia o el ciego infinito. Es lo que se intuye en «El miedo de la casa azul» de esta colección Dora y otros cuentos [2] al decir, la autora: «Cuando una siente complacencia en lo que ve y en lo que oye es que se contempla a sí misma», para recordarnos, luego, que el azar es «el espíritu errante, conocedor de los deseos».
Delia Weber –no podemos ser renuentes a esto- nos ofrece en este relato la clave de esta evidencia de que, el azar, el azar moldea el misterio de la existencia; afecta a quienes prolongan las invisibles líneas que flotan entre el ahora y los límites (sin encubrimientos) donde la correlatividad de los hechos se hacen sensaciones, es decir, juegos de la realidad, y todo es atemporal.
Así, en el agujero del cielo, aprisionado por el caleidoscopio de Delia y, por su lenguaje de fértil imaginación -que siempre procuraba «andar por los caminos de Dios»- leemos: «No hay que temer a la muerte sino realizar la belleza. Componer la vida con mosaicos de belleza…», reflexionando, finalmente, «Acaso la muerte sea un punto de claridad…» que interpretamos como la construcción de un pensamiento vigilante que se constituye en la afirmación del sin-saber del mundo interior y exterior que tiene sus complejidades propias.
Delia/Dora conversan, siempre, a lo largo de su narrativa, con lo que se entrevé, con la rareza misma de cada cosa para crear una visión hipercrítica de lo sentido. La muestra está en los relatos «Lo fatal» y «Reconocimiento». Es por esto que, Delia posee su nombre y, Dora es el nombre de la otra que crea. Son dos mujeres que coexisten compartiendo los acontecimientos de terceras personas. Ambas se unen, se funden y se confunden y, son (hermosamente) omniscientes y pluridimensionales. Hacen de ellas (mismas) ser intérpretes de lo percibido. Revelan el estado de las creencias en que una funda su ilusión sobre lo que ve o intuye y, así la otra (Dora) nos hace llegar a conocer qué permea a la conciencia.
Así es, la voz ficcionalizada de Delia, además, con una característica excepcional: está estructurada desde el reconocimiento de la certidumbre y de la incertidumbre; es diferida, en diferido (constantemente) porque es excepcionalmente desnuda de subterfugios fríos o de difícil descodificación, ya que es centrada en construir las identidades de quienes son aquel o aquella que enfrentan un dilema de índole íntima.
La narrativa weberiana – o, bien, la narrativa de Dora- trasciende a la mirada en torno a lo femenino que ha sido atada a los cánones de las sociedades donde la mujer es un sujeto anónimo o una protagonista obligada a roles tradicionales. Es por esto, que Delia impulsa a que Dora bordé las fronteras de la imaginación, afirme (libremente) sus percepciones y se exprese en torno a circunstancias ajenas, de manera que conmueva con su ideologización argumentativa sobre lo humano que, es a final de cuentas, sobre la Humanidad.
Delia Weber (1900-1982) desarrolló desde niña su afición a la literatura en un ambiente hogareño de gran sensibilidad; sabía de los obstáculos que rodeaban a la emancipación de la mujer. Es por esto que, cuando Delia deja a Dora jugar su rol -de mostrar los sutiles matices de la identidad femenina- lo hace para huir de la marginalidad, y ser reveladora de sucesos vitales que estaban a su alrededor, incomprensibles sólo a través del azar, puesto que eran fusiones o profusiones de irreversible eventos que tensaban el mundo visible.
¿Qué es el mundo visible para Delia y para Dora? Son aquellos que el pincel de la Naturaleza plasma de imaginarios, ya que el ojo – a través de la mirada- se deleita con el inventario de las cosas vivas que ve. Sin embargo, es evidente que el mundo es una metáfora, una metáfora que se requiere apreciar y aprehender, puesto que todo lo que emerge del momentum, del movimiento, de «la fuga luminosa del día» o del «sueño unánime del alma» se asume desde lo que los sentidos comunican. Es por esto que, Delia asoció su contar a lo inmaterial, al ámbito de lo invisible y, nos narra de manera ennoblecedora, diáfana, sensorial, intuitiva e intelectualizada un apacible cometido: colocar en contrapunto el acontecer paradójico; el pre-nacer de la esencia, que somos; la nirvana de lo absoluto; los enunciados de la búsqueda incansable de la verdad/trascendente y, darnos la opción de asumir (también) lo irreal cuando interviene lo irreversible, es decir, lo concreto que no se esclarece.
Recordemos que, el alma humana tiene temas inagotables, tristemente inagotables. Uno de ellos es, la muerte y la súbita soledad, con las dudas metafísicas y ontológicas que traen. Es por esto que, la única trinchera, la única amurallada fortaleza que tienen Dora y Delia, es alumbrar a la imaginación con palabras. Así, el hilo imprescindible, a conocer, de los cuentos de Dora, es descifrar donde aloja sus percepciones espirituales; cuál gris y de fino lirismo es su prosa que al leerla se siente que corre el agua con la intencionalidad de sosegarnos o apaciguar las angustias, porque tenemos muchas incógnitas que no podemos dilucidar cuando pretendemos decir al colectivo cómo otorgarle sentido a la vida.
Delia/Dora nos habla en su relato «Reconocimiento» de una manera en que hace una categorización ontológica del mundo; nos enuncia «el esplendor de mundos infinitos», una noción que puede redescubrirnos qué es la plenitud y, es por esto que asumo que el sentido a otorgarle a la vida que ella, quizás deseó tener y dejarnos es, que fue «pródiga en amor, en verdad, en belleza…».
Ser «pródiga en amor, en verdad, en belleza…» es un destino positivo, no un azar; es la sublimización de una vivencia o un vivir. ¿Cuántos podremos admirarnos, pasadas las interdicciones del tiempo, de que no desestimamos esta realización?
Leyendo lo que escribe Delia, surge la sensación de que hay un umbral, allí en estas páginas impresas que no se aprisionan, porque están moldeadas por la arcilla; una arcilla que tiene un corazón y, que su decorado es el del sentir y el del florecimiento.
Una narrativa de arcilla, arcillosa, confesional, voluntariamente bondadosa, cristalizada por el sosiego, así definimos a esta mínima colección de relatos y, nos trae al umbral que descubrimos cuando Dora lleva consigo la voz que se alza para separar de la celda (que es la muerte) los rostros que dormitan sin las máscaras que protegen sus dualidades.
Delia y Dora, Dora y Delia, ambas indispensables la una a la otra, prevalecen lejos de la sobreimposición textual de los cánones literarios del patriarcalismo. Son dos mujeres que se encuentran simultáneamente expresando su franca opinión sobre las cosas conexas e inconexas de la vida, por lo que, quizás, es de justicia decir que Delia es pionera en crear como diría Antonio A. Fernández-Vázquez, «la perspectiva totalizadora de una voz narrativa femenina.»
NOTAS
[1] «Mujeres de América. Mujeres de la República Dominicana» [Entrevista]. El Diario. Medellín (16-I-1932): 7.
[2] Delia Weber, Dora y otros cuentos. Alfa y Omega. 2da edición. Colección Antología de Nuestra Voz No. 49 s/f, s/l.