Miguel Hernández.

Lo que más me sorprende, cuando veo los documentales cinematográficos de la España de los años treinta del siglo pasado, es la clara miseria de las gentes. Salvo los intelectuales de la famosa Residencia de Estudiantes y los políticos de cualquier signo (con la excepción, tal vez, de Dolores Ibarruri, la “pasionaria”, que siempre pareció una viuda de pueblo), sólo caras mal afeitadas, moños medio deshechos, alpargatas modestísimas, rostros de dolor y hambre incluso tras una tímida sonrisa.

Esa clara y evidente distancia entre masas y élites más o menos cultas, y generalmente rentistas, está la razón profunda de la guerra civil y es lo que el conservadurismo más empecinado no quiere contemplar.

El poeta Miguel Hernández únicamente es comprensible desde esa ruptura social y como el puente que, simbólicamente, pudo significar. No pertenecía, como sí García Lorca, Guillén, Aleixandre, Cernuda, Salinas, o el mismo Alberti, entre otros, a la élite ilustrada y burguesa de la que proceden por regla general los poetas y los profesores, sino que venía del mundo campesino, donde el problema no era preferir a Bergson sobre Kierkegard, o a Proust por delante de Joyce, sino asegurar el alimento del día siguiente, aunque se fuese un pequeño propietario rural. Sin embargo supo, con esfuerzo, sufrimiento y vocación, ponerse junto a ellos y hablarles de tú a tú.

A lo largo de su vida y, sobre todo, según avanzaba la guerra y volvía Miguel Hernández a Madrid desde el frente y la sangre, se enteraba de que sus amigos (aquellos que seguían vivos y que no se habían marchado ya al todavía cómodo exilio) no sabían ni siquiera disparar, porque ocupaban su tiempo en las instituciones de retaguardia, cuando no en las embajadas en el extranjero. Incluso organizaban fiestas y bailes carnavalescos. Comprendió entonces que su enfrentamiento primero no podía ser tanto de preferencia política como de clase.

Claro que no sólo sucedió eso en España. Incluso mi admirado Albert Camus aparece en una foto del 19 de marzo de 1944 (cinco meses antes de la liberación de París de la ocupación Nazi), en una fiesta celebrada en casa de Michel Leiris para interpretar entre amigos una obra teatral de Picasso. Además de Camus, Picasso y Leiris, allí figuran, muy elegantemente vestidos, Simone de Beauvoir, Sartre, la mujer de Paul Éluard o Pierre Reverdy, entre otros. Los intelectuales de peso parece que, más allá del acto espectacular, no son —no somos— muy de fiar.

Cuando en estas guerras modernas, de distintos continentes, veo a quienes huyen inmediatamente a país seguro, y regresan en el caso de que “su” ejército haya retomado la ciudad en la que vivían, para verificar el estado de sus posesiones, y volverse a marchar en cuanto truena el cañón de nuevo, no puedo dejar de pensar en aquellos intelectuales de verso y reclinatorio. Hacemos entrevistas periodísticas de esos huidos, que se muestran muy apesadumbrados, pero nadie les pregunta “¿Si usted está tan triste y todo le parece tan injusto, por qué no se quedó a defender tierra y justicia?

Hace unos años entré en Haití. Me escabullí entre los jóvenes que pasan el tiempo en pequeñas motocicletas para ver qué alcanzan, bien o mal, del turista desprevenido. Jóvenes siempre ocupados en la desocupación. Más allá, alcancé a contemplar caras mal afeitadas, moños medio deshechos, alpargatas modestísimas, rostros de dolor y hambre incluso tras una tímida sonrisa. Me gustaría haber hablado con la gente de René Dépestre, o de Marie Chauvet, o de Jacques Roumain y sus gobernadores del rocío. ¿Pero dónde encontrar quién me escuchara? Tal vez en París o en Montréal. Retorné cruzando a pie el río Masacre, como me enseñó Freddy Prestol Castillo. Él habla de un maestro que no conocía su país; era de una familia ilustre de la capital y jamás había salido “a esos pueblos”.

Ahora hablemos del compromiso.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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