Inicié en la columna anterior una modesta reflexión histórica porque me temo que un hecho tan trascendente para la historia del mundo como la Revolución Francesa cada vez la vamos explicando peor a los estudiantes.

Edgar Morin explicaba, en Introducción a una política del hombre (1965), que la RF, al aspirar a conseguir la felicidad y el progreso del ser humano, denunciaba la insuficiencia de las políticas anteriores, dedicadas simplemente al buen gobierno y al orden social. Coincidía con Hegel cuando afirmaba que las revoluciones anteriores habían tenido objetivos locales, pero la francesa de 1789 fue la primera en querer modificar a la humanidad.

Madame de Staël, en una obra inacabada de 1799, solo publicada en 1906, Sobre las circunstancias actuales que pueden terminar la Revolución y sobre los principios que deben fundar la República en Francia, consideraba que eliminar el yugo de los extranjeros, como en Holanda o en Suiza, establecer una religión, como en Inglaterra, o independizarse de la metrópoli, como en América, respondían a ideas simples cuya amplitud puede comprender el pueblo; pero fundar un gobierno sobre bases filosóficas es el pensamiento más hermoso, la meta más noble para un número reducido de legisladores. Tocqueville aseguraba que mucha gente atribuyó la Revolución la decisión divina de renovar la faz del mundo para crear una nueva humanidad.

Sé bien que hay una interpretación moderna de la RF (como la de François Furet) que la entiende sólo como continuidad de la obra de la monarquía, una aceleración de la evolución política y social anterior, que es, al fin y al cabo, lo que decían ya los contrarrevolucionarios de toda Europa. Cuando yo era niño, para explicarme cómo surgían los movimientos literarios, mi padre me decía: “Nadie se levanta una mañana y dice: A partir de hoy soy romántico”, porque siempre podemos ir hacia atrás buscando la causa del motivo y el motivo de la causa de una construcción condicionada. En la historia no se producen nunca rupturas totales, siempre estamos ante un presente continuo.

La Revolución convulsionó todo el panorama e hizo que entrasen en crisis los valores y, entre ellos, los valores literarios. Las relaciones del escritor con la sociedad y con el poder sufren un cambio. Las antiguas instituciones desaparecieron y, por ejemplo, la censura tuvo que plantearse bajo presupuestos distintos al declararse la libertad de expresión y de imprenta. El escritor tiene, si no que volver a aprender a escribir, sí a hacerlo de modo distinto. Madame de Staël justificó su libro más famoso, Sobre la literatura considerada en sus relaciones con las instituciones sociales (1800), con dos razones: especificar los efectos que la revolución produjo en la cultura, y reflexionar sobre lo que produciría la combinación del orden, la libertad y la moral republicanos. Buscaba resolver la quiebra producida en la distribución de funciones entre élites y masas. Gracias a las obras de Madame de Staël entendemos mejor la labor posterior de los románticos.

El estallido cultural de la RF responde en cada país a un período más o menos largo durante el cual se construye el acontecimiento, porque ni las noticias llegaban inmediatamente, ni las ideas se instalaban con facilidad en las mentes. No podemos fijar el cambio en 1792, por la toma de la Bastilla, ni en el 10 Termidor del año II (28 de julio de 1794), día de la muerte en la guillotina de Robespierre, ni en el 19 Brumario del año VII (9 de noviembre de 1799) con el golpe napoleónico. El acontecimiento es, como diría Zizek, un efecto que parece exceder a las causas y por ello conviene distinguir entre el acontecimiento en sí y su utilización social. La lenta penetración de los países independientes americanos en la estética postrevolucionaria y su tardío Romanticismo puede así explicarse.

Escritos de Jorge Urrutia en Acento.com.do

Página de Jorge Urrutia