Los amantes de los museos siempre hallamos sorpresas, por eso no dejamos de visitarlos. Eso sí, huimos de los parques temáticos, de los montajes puramente comerciales y, particularmente yo, de los limitados parques antes llamados de fieras, hoy de simple fauna, donde parece que mueven los animales de un sitio a otro para que parezcan más. Estoy convencido de que en la Florida, donde abundan estos pequeños zoos, no hay más que un par de dormilones, tres águilas de cabeza blanca y cuatro caimanes, que llevan a toda velocidad de un parque a otro. Así los pobres animalitos parecen más numerosos. He hecho la prueba y bauticé a un caimán como Manolito. Efectivamente me contestó lo mismo cerca de Miami y en proximidad de Orlando. Es que el negocio los tiene claramente explotados. Y eso que no son ilegales y, en un parque natural, tienen seguro la buscada green card.
Unos días de Houston me han permitido hacer otras visitas. Conocí el buen museo de bellas artes y el de ciencias naturales, extraordinariamente organizado. Había que ir al Centro Espacial de la Nasa. No tengo la menor duda de que han fabricado los cohetes más grandes y que en alguna ocasión, si encuentran a un personaje suficientemente loco de aburrimiento, lo empaquetarán para Marte. Como dice un poeta contemporáneo, mientras haya un niño sin pan y sin sonrisa, yo renuncio a la luna. Pude comprobar que los cientos de metros de paneles no citan ni a la perrita Laika, el primer animal en subir a la estratosfera, ni a Gagarin, el primer hombre es ascender al espacio, ni a Valentina Tereskhova, la primera mujer en lograrlo. Los Estados Unidos no han llegado a superar psicológicamente los tres adelantos rusos. Ello demuestra que no se trata de ciencia ni de una exposición de avances técnicos, sino de simbología política.
Pero yo quería hablarles de sorpresas. Existe en Houston una admirable institución, The Menil Collection, fundada por un matrimonio francés huido de Europa durante la segunda gran guerra. Posee una importantísima colección de pintura surrealista europea, en la que destaca un número sorprendente cuadros de alemán Max Ernest y del belga Magritte. Después de París, el lugar donde más obra de Magritte se reúne es en esta Menil Collection. Acompañan Miró, Picasso y otros maestros contemporáneos, situados junto a piezas esculturales africanas, orientales y oceánicas. Un conjunto fabuloso mostrado dentro y fuera de un edificio modélico, de grandes espacios, y en una zona que la ciudad mima con parques y silencio. Una isla de sensatez en una ciudad dura y nada caminable.
Además, como en una caja china, dentro de la sorpresa hay otra. Magritte fue un pintor del concepto. Su obsesión era que el signo, palabra o no, nada tiene realmente que ver con el objeto designado. Ni la palabra “pipa” ni la imagen de una pipa pueden confundirse con la pipa del fumador, fundirse en ella.
Y de repente aparece una escopeta. Apoyada en una pared. Por el arma resbala sangre hasta encharcar el suelo. No hay más. Ni menos. El cuadro se titula “Le survivant”, el sobreviviente. Hay detrás y delante una historia. Un pasado y un futuro. Sólo contamos con el presente, pero un presente tan escueto que casi no significa y, sin embargo, lo significa todo. El sobreviviente existe, lo suponemos, porque mató a alguien. Ignoramos el motivo. ¿Y qué será ahora de él, qué vida llevará, cargará con el castigo o con el arrepentimiento? Busqué restos de sangre por el parquet del museo. Salí del edificio sabiendo que el dolor está más en la culpa que en la herida.
Crucé la calle, una cuadra más allá y entré en la mítica capilla Rothko. El pintor del expresionismo abstracto mostró aquí que la pintura puede ser un dolor y una liberación. Una experiencia mística. En el centro de ese recinto de silencio extremo recubierto de lienzos que descubren las tonalidades del negro, recordé versos de Juan de Cruz. Frente al místico oscuro, me satisfizo recordar al místico de la luz.
Jorge Urrutia en Acento.com.do