Acostumbrados al cine, no apreciamos su posible muerte. Desaparecieron la cámara y el proyector con dispositivos de arrastre, se borró la película de celuloide —ya no hay película—, dejó el cine de ser eléctrico para ser electrónico y la luz proyectada pasó a ser luz emitida. El cine es producto de la segunda revolución industrial y desaparece con la afirmación de la tercera. El magnetoscopio doméstico, el vídeo, acabó con él, con su planificación y con su sistema.

El desarrollo del cine fue paralelo al de las grandes ciudades. Ambos son producto del auge del comercio por el aumento de la producción y el crecimiento del proletariado; el público de las películas que constituirán el gran espectáculo urbano. Después llegaron las pantallas de plasma y la contemplación individual y no colectiva del espectáculo. Al cine ya no se va, el cine viene a nosotros.

El paralelismo entre la evolución del cine y la de la urbe puede verse como coincidencia cronológica, pero es un efecto combinado múltiple. El cine no pudo existir hasta que la capacidad mecánica, industrial y comercial permitió inventarlo y ponerlo en marcha. De ahí la superioridad de los hermanos Lumière frente a Edison. Tenía que existir una voluntad y una capacidad comercial que sólo permitió la industria. Imposible inventar el cine como mecánica, industria, medio expresivo o espectáculo fuera de la revolución industrial y de sus efectos sociales.

La revolución industrial exige una acumulación de capital, de edificios y de obreros que sólo puede darse en el medio urbano. Porque los obreros necesitan matarifes, carniceros, cocineros, vendedores de todo tipo de utensilios, especialistas que les cosan, remienden, suelden o transformen. Maestros que enseñen. Sacerdotes que atiendan los servicios religiosos. Limpiadores que limpien, cobradores que recolecten dinero por los servicios. Administradores, guardianes del orden, banqueros, políticos… Y en las horas o días de asueto, llegan los divertimentos, con actores, cantantes, equilibristas, vendedores de entradas, proyeccionistas, acomodadores… Todos habitan casas, entran en restaurantes, adquieren productos, caminan por las calles… Viven una ciudad que el cine retrata.

Roland Barthes, en un libro mítico, Mythologies (1957), comenta que el personaje que construye Chaplin, el conocido como Charlot, corresponde al de un proletario visto siempre como pobre  y que nunca toma realmente conciencia de su ser proletario. Pero ver a alguien que no ve resulta la mejor manera de ver lo que él no ve. ¿Y qué es lo que Charlot no ve? Su alienación. No ve que es un proletario sometido a un sistema social explotador del que no puede salir. El proletario, para saberse proletario, para solidarizarse, organizarse y defenderse, necesita de los demás, del grupo, de la ciudad. Se crean barrios proletarios, calles sólo transitadas por proletarios, casas donde los proletarios habitan. Apartadas. Alejadas. Aisladas. El proletario se retrata unido a lo viejo, lo desgastado, lo sucio y al alcoholismo. No es la filosofía de la miseria, de Proudhom, sino la práctica de la miseria que describió Oscar Lewis y el cine explorará. Aquel obrero pre-revolucionario, aún sin conciencia proletaria, descubre a los demás también en el cine, allí, sentado en una silla que lo enfrenta a un espejo. El cine lo inventa como tema y lo necesita como espectador. Así, la ciudad los acoge a los tres: el proletario, el actor y el espectador. Y el cine, por su síntesis realista, le hace percibir al proletario la verdad de su vida.

Jorge Urrutia en Acento.com.do

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