En Cien años de soledad (1967) se funden, en una saga genealógica y fantástica, lo mágico y lo maravilloso, donde lo real y lo ficticio se mezclan, intercambian y confunden. Esta novela narra la historia de una familia –los Buendía—en un pueblo irreal –Macondo—que encarna la mitología literaria del ser y la identidad, la historia y el mestizaje, la epopeya y la cultura del Nuevo Mundo. Según Carlos Fuentes, “Cien años de soledad es el Quijote latinoamericano”. Novela moderna y a la vez tradicional, universal y latinoamericana, pero que se aleja del pintoresquismo indigenista de la novela realista y de los fundadores de la tradicional novelística de Latinoamérica. Esta obra narrativa le confirió al género, aire de renovación y vitalidad, es decir: le inyectó energía creadora y espíritu imaginativo. Poblada de mitos y leyendas autóctonas del Caribe y de América Latina, y condimentadas por la imaginación popular, este libro cuenta episodios y anécdotas que le imprimen verosimilitud, magia y hechizo a las historias reales y familiares. Relata guerras, y la violencia de un pueblo (Aracataca) que su autor universalizó con el nombre ficticio de Macondo, valiéndose de una portentosa imaginación y una poderosa inventiva verbal. García Márquez nutrió y alimentó su imaginación infantil con las historias que le contaba su abuelo, hasta que un día de 1965, en un viaje a Acapulco, procedente de la ciudad de México, su mente fue —por así decirlo—asaltada e iluminada por la trama de la novela, que se venía incubando en su memoria creadora, desde su adolescencia. Fue así –cuenta—que adelantó sus vacaciones veraniegas y regresó a su estudio, donde se encerró durante seis meses, solo armado de papel y tabaco, etapa durante la cual contrajo una deuda de diez mil dólares en comida, servicios domésticos y alquiler. En realidad, escribió sin parar durante año y medio, ocho horas diarias, al cabo de las cuales, salió extenuado, exhausto e intoxicado de tanto fumar y permanecer sentado, pero eufórico, al escribir cerca de 5 mil cuartillas. Cuando se edita, en 1967, en pocas semanas, se agota una tirada inicial de 20 mil ejemplares. Acababa de nacer –para los críticos y los lectores– la primera gran epopeya novelesca del continente mestizo, una obra homérica del Nuevo Mundo, nutrida de Las mil y una noches, de Los viajes por las regiones equinocciales de Humboldt y del sustrato mágico y antropológico del ser latinoamericano y caribeño. También, es una versión hispánica del mundo creado por William Falkner, maestro de García Márquez, al crear Macondo, una recreación latinoamericana de Yoknapatawpha del genial novelista y Nobel norteamericano. Este condado imaginario (también llamado Santa María en Onetti) se convierte en un espacio mental y en una patria ficticia para estos novelistas.

García Márquez le inyecta sangre, cuerpo y espíritu a una historia y a una geografía fantásticas. Crea un mundo mágico- realista, pero vital, y de fuerte connotación simbólica, no exento de humor y fantasía. Muchas de las raíces de sus historias se confunden con el sueño y no pocos enigmas se mezclan con la razón. Gabo transformó una aldea como Macondo, en un símbolo americano del universo.

Con prosa sinuosa y oraciones elípticas, en las que predominan las hipérboles y las metáforas de lo real, García Márquez nos muestra una visión tropical y americana de lo absurdo, que había tomado al leer por primera vez La metamorfosis de Kafka –como confiesa en El olor de la guayaba, en conversación con Plinio Apuleyo Mendoza. Con gracia sin par, potencia imaginativa, reverberante iluminación, sorprendente capacidad para crear arquetipos de personajes, magia en fundir la realidad y el sueño, lo onírico y lo fantástico, Gabriel García Márquez (1926- 2014) supo armar, con enorme brillo y maestría verbal, una genealogía familiar (los Buendía), como una tragicomedia humana del ser latinoamericano y su soledad existencial. Con una imaginación centelleante y vertiginosa, logra romper la tradición de la novela romántica e indigenista del continente y el realismo decimonónico: hace fundir –o convivir– lo legendario y lo cotidiano, lo mítico y lo histórico. Puso a volar la fantasía, al poner en crisis los niveles de realidad de la novela, en una masa textual de diálogos indirectos, casi sin diálogos directos o explícitos. En Macondo todo es posible, y de ahí que nada es imposible para los hechos, los sucesos y las anécdotas, que hilvana, con insólita maestría narrativa. Todo puede suceder. Nada es extraño ni puramente real, sino que lo real puede devenir en maravilla y la historia, en magia. Lo desmesurado puede ser la norma y el exceso lo real cotidiano. En efecto, en su mundo narrativo, lo maravilloso alimenta la vida y lo milagroso insufla aire a lo veraz. El mundo que nos legó no es sino una simbiosis de la vida cotidiana y la memoria, la historia y lo fantástico, lo maravilloso y lo contingente.

Los gitanos ( también los judíos) son personajes que juegan un papel estelar en la intriga de Cien años de soledad. Acaso por su hermetismo y ocio, y por practicar el arte de la adivinación y la nigromancia. Y porque el azar y la suerte están siempre permeando la atmósfera fantástica de sus páginas. Pestes, inundaciones, diluvios, asesinatos, incestos, insomnios, violaciones, guerras y fusilamientos, en esta magna novela se conjugan todas y cada una de las supersticiones y supercherías del hombre y la mujer de América Latina. Es decir, todas las creencias mágico-rituales de la magia negra, la superchería, la brujería, las supersticiones de la religiosidad popular y las ceremonias sacrificiales del cristianismo, y donde se mezclan lo indígena, lo hispánico y lo africano. Amén del rol que ejercen la memoria, las creencias, la cábala, la hechicería, la curandería y la medicina popular, propios de nuestra composición étnico-antropológica y de la religiosidad popular, y aun pagana, por la influencia africana e indígena de Latinoamérica, en general, y de Colombia, en particular, con un mestizaje híbrido, en que coexisten lo aborigen y la negritud. Y que explican y dan razón de ser a tantas prácticas religiosas, ritos y ceremonias de curación y sanación de los enfermos y creencias en la vida de ultratumba o del más allá, que realizan los pueblos originarios y actuales del continente latinoamericano, y que García Márquez retrata con magistral maestría.

En término de numerología, cabe destacar, que el autor de El amor en los tiempos del cólera es obsesivo, acaso para crear una atmósfera de verosimilitud a lo relatado, y así vemos, por ejemplo, lo siguiente: que Aureliano Buendía perdió 32 guerras, tuvo 17 hijos varones en 17 mujeres distintas, asesinados todos, una sola noche, escapa a 14 atentados, a 63 emboscadas, a un pelotón de fusilamiento y “sobrevive a una descarga de estricnina que habría matado a un caballo”. No permite que le tomen fotografías, y termina su vida nonagenaria, “fabricando pescaditos de oro”. Así de cabalístico y azaroso son los episodios y el mundo de Macondo, que crea y recrea, inventa y reinventa el genial narrador colombiano, el Nobel de Aracataca, autor de El otoño del patriarca.

García Márquez cabalga con su imaginería fantástica por los reinos de la ensoñación y del delirio, de la alucinación y la mitología americana, en un universo donde lo insólito se empina sobre los espejismos del tiempo. La gran proeza de esta novela reside en que las acciones, los ambientes y los mitos están enclavados en nuestra realidad histórica y social del presente, aunque parezca extraño y raro, pero la refleja, y encarna, insólita y maravillosamente. En el arte de fingir, de novelar y narrar, en lucha con sus demonios interiores, García Márquez juega con lo mágico y lo real, a eso que luego se denominó Realismo mágico. Deudor de Borges, Rulfo y Carpentier (calificados como autores del denominado Pre Boom), en la tradición hispanoamericana, emplea como estrategia narrativa, producir la ilusión de lo real y crear así un clima de irrealidad –o sobrenatural– sin desentenderse de lo social, lo geográfico y lo histórico. Similar a la poética narrativa de lo Real- Maravilloso de Alejo Carpentier –que le sirvió de fundamento teórico a sus novelas y cuentos–, en el universo narrativo de García Márquez, no hay presente ni futuro sino un pasado mítico, maravilloso y fantástico, que opera como condena, culpa, anatema o némesis en la cultura, la psique o el “inconsciente colectivo” del ser latinoamericano.

Como en Proust, donde la poética de la “memoria involuntaria” funciona como recurso novelesco, en que solo el pasado existe, y en que la acción narrativa se convierte en un viaje de la temporalidad, en una aventura de la memoria y del recuerdo. Como buen lector de historia y de crónicas, García Márquez apeló a su condición de cronista y reportero para articular una trama novelesca, de enorme densidad fantástica, en la que fluyen –o confluyen– la memoria personal y la vicaria, la propia y la ajena, la familiar y la heredada. Asimismo, el periodismo y la novela, la historia y el mito, en una especie de “fluir de la conciencia” joyceano, con un ritmo vertiginoso, que seduce, atrapa e ilumina, y que acaso sea la causa de la receptividad, fuerza de atracción y poder hipnótico de esta novela –que se convirtió en un éxito de venta y de lectura, en un fenómeno editorial sin precedentes en las letras latinoamericanas y del mundo.

En el árbol genealógico de los Buendía y en el contexto geográfico de un paisaje imaginario, llamado Macondo, las lluvias torrenciales, las nieves perpetuas, los sismos y el desierto amarillo, y de mariposas amarillas, el hielo se convierte en un símbolo que actúa como leit motiv de la acción narrativa de esta novela, desde su frase inicial o íncipit que brota como un mantra: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.  Como se ve, es un elemento de naturaleza recurrente en el corpus de Cien años de soledad, como un recurso mitológico que puebla la memoria infantil de García Márquez, y que alude a una época prehistórica. Así pues, la metáfora de la sangre y la del hielo conformarán buena parte de las claves simbólicas de esta obra, como el color amarillo, que funciona como superstición laica. Igualmente, las lluvias representan una imagen primitiva y ancestral del origen y la creación del mundo, esas lluvias torrenciales o diluvianas que no parecen tener fin –y que vemos también en el cuento Isabel, viendo llover en Macondo.

Además, hay un retrato caricatural, psicológico y ontológico de la pobreza, la explotación, el abandono moral, la alienación ideológica y la representación de la soledad del ser americano. En tierras macondianas nada es inverosímil. Lo increíble termina asombrando y, a un tiempo, desconcertando. Pero, hay leyes secretas, cabalísticas y profanas, pues todo está regulado por el azar, la dicha o la causalidad.

Novela de estirpe rabelesiana, concretamente, pantagruélica, pues García Márquez tomó parte del humor, la glotonería y las bacanales del mundo medieval europeo y de la cultura popular de la risa para caricaturizar el espíritu y la idiosincrasia del hombre americano. Se estupra, se copula, se come opíparamente o se bebe orgiásticamente, en este fresco novelesco o mural narrativo, García Márquez todo lo exagera –o hiperboliza– para conceder magia, fantasía y misterio a lo verosímil. Hay así una radiografía del drama tragicómico de América Latina y del destino colectivo del hombre americano. Los ritos de pasos y los usos ceremoniales en las tierras americanas, donde sus hombres nacen con un destino cifrado o sentenciados a vivir una soledad centenaria o condenados al siniestro drama de “engendrar hijos con colas de cerdo”, seres monstruosos y deformes, acaso por el mestizaje violento y arbitrario, y cuyas vidas, muchas veces, no alcanzan su realización material y social. Todos estos rasgos representan, en síntesis, el teatro mágico, trágico y azaroso de nuestra historia.

 

Basilio Belliard en Acento.com.do